Ilustración: “Gárgola”
de la artista visual argentina Beatriz Palmieri
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Como una gárgola herida
Despertaba en mí una
profunda tristeza cada vez que veía pasar a esa mujer de aspecto tan triste,
siempre en soledad, arrastrando sus pies por las calles angostas compartiendo
andares con las hormigas mucho más ágiles que ella.
Si pudiera hacer un retrato
de esa señora, diría que lo imagino comparable a una luna de julio
agonizando en las veredas rotas de mi infancia. Una mujer sin tiempo, como calcinada
en alguna memoria abierta.
Su nombre era Brunilda,
doña Brunilda decían de ella los mayores en aquella época donde se anteponía el
don o doña cuando se mencionaba a alguien ya entrado en años. Era la barrera
absurda (i) respetuosamente impuesta que nadie se atrevía a saltar en aquel
entonces, aunque luego hayamos comprendido que de muchas formas se puede ser
desconsiderado.
Siendo muy pequeña
observaba su paso que infundía un temor inculcado; llevaba una bolsa casi
arrastrándola en la que según el mito barrial encerraba a los niños que
se portaban mal para llevárselos a su cueva y comerlos en la cena.
Ya adulta comencé a
recordarla asociándola a una gárgola herida, la comparo con la esquirla de
algún adiós, casi una bienvenida al dolor, a la muerte, a página cerrada
de su propia historia.
Doña Brunilda no hizo nada
para acceder al título degradante de “roba niños”, solo que el término se
utilizaba para disciplinar. Tal vez era ir preparándonos, taxativamente,
para afrontar un mundo donde el miedo paraliza, coarta impulsos, ordena,
marca pautas que han de convertirse en una especie de versos libres
atados con cadenas.
Doña Brunilda no encajaba
en los estándares sociales prefijados, era como si no cupiera en un planeta
donde la belleza arrasa, se traga la moral, deglute escrúpulos, escupe y
defeca la descomposición de un modelo social amasado a fuerza de ejemplos para
nada ejemplificantes.
La pobre vieja parecía
cargar en su pecho un escapulario de culpas, esas que al amanecer se incrustan
hiriendo hasta los tendones. Surcaban su frente rastros de tragedia
heredados de historias arcaicas plagadas de miserias humanas.
Recordarla luego de tantos
años de temor, como infundiera, se convierte en una espina de sol empotrándose
en mis manos pequeñas, tan pequeñas como para contener las fantasías
retorcidas de fantasmas humanos amasados a fuerza de “portate bien o doña
Brunilda te mete en su bolsa”. Artilugio familiar, soporte férreo que habría de
apuntalar cuando la educación fallaba. Cuando los padres y madres trataban de
ocultar su propia debilidad descargando su fracaso sobre la pobre indigente.
¿Qué hecho cuasi misterioso
habría rodeado su humanidad de tanto espanto? ¿A quién se le ocurrió cubrirla
de niebla tenebrosa? ¿Por qué ese ensañamiento barrial contra una pobre persona
que tal vez andaría como sacando punta a la esperanza con una navaja con el
filo mellado?
En este presente mío, en el
ocaso de mis días la imagino encabezando una procesión de ángeles renegados,
como una pulga tullida, como una abeja sin aguijón perdido en los bordes de un
corcho incinerado. Estoy segura de que esa mujer sabía del estigma social
que le impusieran porque cuando pasaba por la acera de mi casa y yo la
saludaba agitando mi manita con mucho disimulo y un poquitín de duda sobre si
sería o no tan mala, ella me respondía agitando, también, tímidamente la suya.
Y como si fuera un acto reflejo volvía inmediatamente su vista al frente como
para que nadie descubriera su osadía de saludar a una niña, justamente ella, la
que “se comía” a todas.
Perdí el mito de doña
Brunilda al mudarnos de barrio, pero jamás olvidé a esa mujer de paso lento, de
mirada perdida, de blasfemia empotrada en su desgarbada figura marginada. Ya no
debe ser parte de este mundo absurdo donde la pobreza asusta y suele ser
utilizada como ícono brutal de la ignorancia supina.
¡Cuánto daría por poder
abrazarla! Por decirle que sabía que no era cierto que robaba a los
niños. Que no le tenía miedo, bueno, un poquito nomás.
Que corría a esconderme en
el jardín de la casa de abuela para verla pasar y que todavía guardo el
secreto de su mirada de reojo. De paso, le pediría perdón en nombre de una
sociedad que aunque parezca mentira, se superó en muchas cosas para irse
degradando en otras. Le contaría que igual que ella los valores fueron muriendo
de a poco y los pre-juicios continúan siendo como la quintaesencia de un
dios venido a menos.
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