La ley sin honra
Fue hace muchos
años en que sonó el estridente timbre de la casa, redondo, pintado de verde y
el abuelo se acercó a la puerta con su porte elegante y acento gallego
preguntando quién era. No entendió de quién
se trataba. No obstante, como persona educada abrió la puerta y se encontró con
una mujer y dos hombres desconocidos.
Mirándolos
extrañado, les preguntó qué buscaban. La contestación no se hizo
esperar.Soy la Dra. Escafandro, de la vecina orilla, y
necesito entrevistar a su hija, hacerle unas
preguntas, fue la respuesta. El asombro y la desconfianza invadieron la cara del abuelo quien llamó a Sara, que con sus bien llevados
cuarenta y tres años se acercó sorprendida. La presentación no tardó. Soy la
abogada de su esposo muerto en la vecina costa, agregó con cara de estatua de
sal. Aquélla, respetuosa como había sido educada, la
invitó a pasar a la casa junto a los mastodontes que la acompañaban pero un
temblor le recorrió el cuerpo. En ese momento, apareció otro personaje en acción, su hija.
Argentina
obserbaba desde sus 17 años, sorprendida, l a escena. Esa aparición repentina,
sin aviso, dos hombres y una mujer como encastrada en una escoba dado la
delgadez de sus piernas, erecta como una columna y de mirada desafiante. Sabía de la muerte de
su padre, abandónico por costumbre, creador en el inconsciente colectivo de la Unasur
dado el reparto de hijos posteriores a ella por Latinoamérica, e informada por
un tío abuelo de la vecina orilla cuando todo había terminado. Sintió congoja y
temor. Y algo parecido a un escalofrío le recorrió el cuerpo.
Nivia Escafandro,
abogada, se sentó en la silla del comedor, junto a Sara, acompañada de los dos
hombres que simulaban ser simples familiares.
La escena fue corta. Con una rigidez
cadavérica, con el torso erguido, la
mirada oscura y penetrante, toda ella
cubierta con un traje sastre marrón habano, expectó un buenas tardes
como cuando alguien aburrido inicia un programa televisivo y no sabe cómo
seguir. A continuación como si estuviera frente a una emisora radial , ya que en ese tiempo la televisión no había llegado, aclaró que su
presencia en ese lugar se debía a la muerte del esposo de Sara, el padre de Argentina, y la necesidad de
facilitarle la sucesión a otra mujer que en ese último tiempo vivía con él en
la cercana orilla pero con la que no estaba casado. Argentina, sorprendida, exclamó cómo era
bígamo o trígamo, entonces. La doctora
en leyes con altanería y mirada despectiva le repondió a la adolescente un eso,
no tiene importancia. ¿Qué no la tiene? ,
le contestó la hija con mucha rapidez: mi madre tiene la patria potestad, gracias a Evita, ya que don Hugo, su representado, se esfumó desde que era muy chica. Sabe quién era Evita. ¿ No? Infórmese . Suena raro que una profesional
como Ud., la desconozca. Además de aprobar la patria potestad para las
mujeres,¿ no se enteró que en este país ,en 1947, ella patrocinó el voto femenino? Es conocida
mundialmente. En nuestra escuela pública aprendí la importancia del estar informado.
.. y a continuación se asomó sus dientes sobre el labio inferior, enfrentándola
con sus ojos, esperando respuesta.
Nivia Escafandro,
hizo una mueca desagradable y habló de buenas
costumbres. La respuesta no tardó en explotar de la boca de la muchacha
y con los ojos más verdes que nunca le preguntó si eran buenas costumbres,
invadir una casa, hablar como si estuviera bebiendo una tisana de almidón porque
la cara le reflejaba tesitura y una
ausencia de ética, ya que no había habido ningún anuncio en todo ese tiempo de
su visita.
Sara, mirando a
su hija, con los ojos llorosos, le pidió calma ante lo que la Scafandro
explicitó que sería muy simple y breve la entrevista, que quería saber para tranquilidad de su
representado si renunciaba a la herencia.
La madre, angustiada, sostén de familia, bajó la cabeza pero de repente y
mirándola a la representante de las leyes
le manifestó que no era su decisión la única sino la compartida con su
hija. La mujer de la otra orilla, representante de no sé que leyes, con una sonrisa
deslizó un la niña es meñor de edad. Niña, preguntó la muchacha- clavándole la mirada en la
medalla de la virgen de Guadalupe que llevaba ensartada en el cuello- , estoy terminando el secundario y tengo
capacidad de análisis. Tengamos paz, medió uno de los mastodontes presentes
mientras el abuelo y la abuela preocupados
asomaron por la puerta la cabeza extrañados de semejante reunión con
voces en ascenso. A los dos segundos, la tía abuela y el tío estaban en la
fila.
Sara miró
intensamente a su hija pidiéndole una respuesta que no tardó en llegar. Mamá,
yo lo que hubiera necesitado era que me quisiera, que me cuidara como vos lo
hacés conmigo, que se metan toda la plata y el auto en el culo.
Los visitantes
se levantaron de las sillas ante la respuesta, mientras los dos acompañantes dejaron escapar
un ya está y partieron en tanto la
Scafandro decía qué palabras.
En tanto, la adolescente le gritaba cu – lo, cu-lo,
palabra castellana referente a la parte trasera del cuerpo por la que se
eliminan totalmente los viejos desperdicios.
Scafandro no
dudó en ponerse de pie, acompañada por lor otros dos, revoleando la cabeza como
si intentara un ejercicio de descontracturación y elevando la voz arrojó un tiene que firmar señora. Esa órden
sonora resonó de esa boca agrietada, mientras los acompañantes ansiosos manejaban
una lapicera en la mano, testificando el
acto, desenmascarándose y ejerciendo la función de simples impostores.
Fue muy rápido.
Tanto que el dolor unió a madre e hija en un abrazo eterno.
Tiempo después, ellas
cruzaron el río y un Alfredo Palacios
las recibió siendo canciller en ese
país, donde quedó documentado aquel
fallecimiento. Nada más.
El vapor de la
carrera las trajo de vuelta.
Pero, antes, la hija abandonada desde la más
tierna infancia, había querido conocer
el nuevo domicilio de su padre. Observó cierto tiempo la lápida y la foto. Esta era la misma que la había acompañado años
cuando le decían que eran viajante. Gran viajante, ya que llegó muy rápido, a
los 45, a ese lugar.
Ese vapor de la
carrera que en ese entonces ni pensaba llegar a Buquebús las regresó con una sensación extraña y
dolorosa, la de decir adiós a quien sin palabras las había abandonado.
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