El Violín
Después de veinte años, regresé al viejo barrio del
puerto. Madrugada de domingo. La calle, casi sin movimiento. Le pedí al chofer
que me dejara una cuadra antes de la tranquera y caminé despacio, escoltado por
los álamos de siempre. En la entrada, mi
madre, alargaba los ojos para verme aparecer en el recodo, mientras Samuel y
Sultana daban vueltas en frenéticos movimientos de sus colas. Aún llegaba de
lejos, el último rasguido de una serenata. Recordé a mi compañero de
adolescencia, Luisito, el primer y único violín del barrio, mi vecino de al
lado.
Mi viejo vaso de las cuajadas mañaneras, blanqueaba
orgulloso el rojo mantel de las flores doradas.
Como chinas cuesta abajo, las preguntas iban y
venían, sonrisas y lágrimas se alternaban en un ping-pong de recuerdos y de vida.
En la casa de al lado, el silencio mordía. La puerta
sin llave permitió el ingreso. Vacía está la casa, dijo mi madre. Mi hermana,
la tomó de los hombros. Quién lo dijo, pregunté…
.
Las manos de mi hermana me entregaron el viejo violín
de Luisito. El pequeño rostro sin ojos me miraba a través de la única cuerda que había
sobrevivido a su dueño. Lo apoyé en el piso. Lo cambié de lugar. Al final se
quedó en el alfeizar de la ventana que enfrenta la mía.
Miraba el entretejer de una araña en la viga
carcomida por el tiempo. Mi madre me dio las buenas noches. Antes de irse
repitió “la casa está vacía”
Acéptalo
Miguel.
La casa está vacía… Ý las ondas de esa melodía que
brotan del derruído violín de Luisito. Es que no oyen los latidos de mi
infancia y el escondido adiós del río que se fue pegadito a su lecho, dormido
en verde almohada
La casa está abierta. Ya no está vacía. Él, dejó sus
trinos.
Con su único diente, desde la biblioteca, entre fusas
y semifusas, vela mi sueño.
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