UN REY SIN
CORONA
Desde uno de mis sitios favoritos observo
las luces parpadeantes del puerto. A la distancia se confunden mar y cielo,
tan sólo separados por las diferentes tonalidades del azul. Arriba
comienzan a titilar las primeras estrellas del anochecer veraniego, cual tapete
bordado en plata. Como fondo, una luna parecida al casquillo de una naranja y
para que el paisaje sea más perfecto,
una suave brisa con olor a mar me llega desde el océano.
Seguido de un silbido muy particular, me llega a la
distancia mi nombre.
-!Uf!- ¡Qué lástima!- Cuando me siento más a gusto, con
este agradable espectáculo. Lo gozo aun con mis ojos cerrados y deberé
interrumpirlo. Ha llegado la hora de mi merienda. Tal como mi familia lo exige,
debo asistir a la hora precisa o me quedo sin probar esos ricos bocados que me
están causando una obesidad prematura. Al decir de todos, es parte de mi
encanto.
Muchos preguntan el por qué de mi nombre tan especial,
Halley. La explicación es bien simple; según sé, nací el 25 de marzo del año en
que el cometa Halley hizo su aparición cerca de la Tierra, después de casi 75
años de ausencia.
Eso de cerca fue bien relativo, pues todo el mundo pasó
largo tiempo escudriñando infructuosamente el cielo nocturno, asociando su
presencia con cualquier estrella que se presentaba a través de sus binoculares.
Los más, mirando de cara al cielo, sin siquiera imaginarse que de él sólo se
apreciaba una opaca luminosidad. Nada parecida a la idea que se tiene de un
cometa, una gran estrella brillante con su respectiva colita en degradé.
Para mi gusto, la experiencia fue gratificante. Sirvió
para que todos se hermanaran mirando hacia el cielo, percatándose de la
pequeñez de la tierra con respecto a otros mundos desconocidos. Olvidándose de
los conflictos contingentes. Mi aparición coincidió con este evento y, por ende, este nombre que me distingue y
halaga.
De mi progenitora tengo un vago recuerdo; sé que era
bella y de porte majestuoso. Además de una abnegada madre, preocupada siempre
de su primer retoño. Pero su compañía fue breve, apenas comenzaba a valerme por
mí mismo, un virus maligno la abatió de muerte. Debí buscar el refugio cariñoso
de mis padres adoptivos, quienes siguieron con orgullo mis progresos.
Más tarde, ya
crecido, no pude sustraerme al llamado de la naturaleza y por ello a llevar un
pasar bastante disipado. Fui irresistible a muchas de mis congéneres. Tanto
que, sin pecar de falsa modestia, puedo asegurar que ninguna de ellas se negó a mis encantos.
Pero cualquier exceso tiene su límite y pienso que ya estaba en él. El doctor puso
fin a mis andanzas con un atinado y rápido tratamiento, frenando paulatinamente
mis ímpetus juveniles.
Hoy, ya adulto, me siento afortunado de todos mis logros.
Gracias a la confianza que tengo en mis facultades, he podido establecer una gran comunicación
con todos los miembros de la familia.
Podría decir que con algunos extraños,
también.
Ocupo un sitio preferencial en casa y mi vida es
agradable y sin complicaciones. Aunque a menudo presencio o escucho problemas
realmente espinudos. Me gustaría intervenir, pero ese no es mi papel.
Simplemente me refugio en mis lugares favoritos, pensando filosóficamente en lo
complicado del comportamiento humano. ¡Qué horror!, sufre,
se angustia y se ahoga en vasos
de agua. Sus días se debaten entre risas y lágrimas, que hasta cierto punto me
conmueven. Si pudiera decírselo en palabras, es probable que diera luces a
muchos de sus conflictos. Los cuales les impiden gozar de las experiencias
simples, como yo lo hago a cada minuto.
Les diría: sean capaces de escuchar el canto de los
pajarillos al amanecer. Vayan a la orilla del mar y perciban el ruido de las
olas acariciando la arena, el susurro de las hojas movidas por la brisa,
amanezcan con el coloquio de los gallos anunciando el nuevo día.
Ocupen sus ojos para observar los bellos colores que les
brinda su entorno. El dulce sueño de un recién nacido. El encanto de una noche
de luna llena, mi favorita.
Gusten cada alimento, como si fuera el manjar propio de
un rey.
Palpen con largueza el calor de una mano amiga y finalmente
gocen con el aroma de cada flor en primavera. Con todo esto, vuestros sentidos
estarán gratificados a cada instante.
Tanto así, que después de estas simples experiencias, a
lo mejor coincidirían conmigo que la vida es bella, a pesar de todo.
Sin ir más lejos, un día llegó a casa una pariente.
Estaba muy entusiasmada con un test que le había confiado una amiga sicóloga.
-¡Piensen!-, dijo eufórica. -Si les sucediera decidir
sobre su propia reencarnación ¿En qué animal les gustaría convertirse?
-¡En un gato!- contestaron todos al unísono, observándome
con una mirada de complicidad. Pues eso soy, ni más ni menos. Un gato
convertido en rey que aun sin corona, goza de los mejores privilegios. Tengo el
cariño incondicional de mis amos,
sometidos al afecto que me prodigan. Mi reino es mi hogar. SIR HALLEY.
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