ALMA DE CONCRETO
Julieta nació en una cuidada familia, su
infancia transcurrió alegre y dulcemente entre sus juegos, sus hermanos y su
escuela. De niña, su amplia sonrisa y sus bucles pelirrojos, cautivaban a niños
y adultos, aparecía siempre en el escenario de cada fiesta escolar, y en las fotos, era la que sostenía la pizarrita con la
escuela, año, grado…
Era
sumamente inquieta y revoltosa, se metía en líos cada vez que algo interesante
se le presentaba, se escapaba de su casa para jugar con sus amigas del barrio a
pesar de la negativa de su madre.
En su adolescencia recibió no pocas
llamadas de atención, jugaba a la pelota en el aula, pintaba con témpera de
colores los pisos de los pasillos, se escondía en los baños en la hora de
historia, muy aburrida para su temperamento. Varios noviecitos deambulaban a su
alrededor y ella creía enamorarse cada vez, idílica e inocentemente.
Sus pasiones fueron cerebrales, su
fantasía la llevaba a soñar encuentros ideales, en sitios increíbles, donde era
una dama con su caballero muerto de amor.
Era una gran lectora de novelas y estas le aportaban material para sus
elucubraciones. Siempre era la heroína, la protagonista de cada historia.
Al pasar el tiempo su temperamento se
templó y su sonrisa aparecía pocas veces, casi todo la irritaba, hasta llegaba
a decir palabras hirientes sin necesidad. Su alegría quedó atrapada en algún
sitio de su alma. Sus sonrisas eran casi una mueca.
A
pesar de ello fue una etapa de su vida de gran crecimiento, se hizo de amigos
que estuvieron con ella toda su vida, logró ser respetada en su profesión y
luego de un matrimonio frustrado que elaboró como un aprendizaje y no como un
fracaso, con dos hijos en su haber, encontró el amor.
Pero aún así, Julieta sentía que el amor
que les decían profesar no era verdadero, en el fondo de su alma creía que ella
no era merecedora de tanto afecto. Su cabeza pensante la hacía entender que ese
amor era real pero su inconsciente le indicaba que era falso. Solo creyó
rotundamente en el amor de sus hijos.
Comenzó a bucear en su interior para
encontrar la respuesta a esta dicotomía de sentimientos.
Y la respuesta apareció donde ella
siempre supo que estaba pero no se animaba a verla.
Su madre. Ella era la respuesta. Su madre
hizo de ella la mujer que era, le transmitió todos sus valores, la alimentó, la
cuidó cuando estuvo enferma, le inculcó la importancia de la educación, el
respeto, la solidaridad, la ética. Todo lo que se esperaba de una hija para que
cuadrara en sociedad.
Pero se olvidó de alimentarle el alma.
Esa niña pequeñita nunca escuchó de su boca un “te quiero”, “qué hermosa mi
nena”. “qué inteligente eres”, “qué bonita es mi hija”, “felicitaciones, te recibiste”.
Nunca recibió Julieta un abrazo cálido de
mamá, un beso estruendoso en la mejilla, una muestra física de afecto.
Parecía que nada de lo que hiciera conseguía satisfacer a su madre, ninguno de
sus logros alcanzó para sacarle una lágrima de emoción o una palabra de apoyo.
Ni siquiera en su divorcio estuvo presente, su madre lo vivió como un fracaso
personal, como un dolor personal, sin
comprender que era Julieta la que
necesitaba afecto, presencia, contención materna.
La rigurosidad de su madre le impidió
mostrar el afecto, el amor que tenía hacia ella. Su cariño estaba encerrado en
un trozo de concreto, que ni las
alegrías, ni las emociones lograron romper y liberar.
La niña alegre quedó esperando que su
madre la autorizara a ser feliz.
Julieta logró despegarse de este sino
siendo con sus hijos todo lo afectuosa que no fue su madre con ella. Los abrazó
hasta que ellos se lo permitieron, les dijo que los amaba todas las veces que
pudo y puso sus oídos y su experiencia cuando era necesario y aún más, estuvo atenta a sus necesidades, ya no tanto
materiales como si afectivas. Era su prioridad colmar sus almas de amor como a
sus cuerpos de alimento.
Con los años, Julieta pudo comprender
que esta era una falencia de su madre. Pudo entender que ella le demostró su
amor desde otro lugar, que no pudo aprender a decir las palabras dulces que
todo niño necesita oír para sentirse pleno, entendió que le daba un abrazo en
cada comida que le preparaba, le daba un beso en cada puntada en su ropa, le
decía que la quería en cada cucharada de medicina.
Esa era su forma de demostrar amor, en
definitiva Julieta era producto de “esa” madre, sería ella quien debería quizás
dejarse estar en el rol de hija para que el rol de madre fluyera naturalmente.
Acaso si buceara en su infancia podría encontrar respuestas y entender porqué creó una muralla que impedía
salir sus sentimientos, tal vez para no
sufrir. Pero ese era un tema de su
madre, de su privacidad más íntima, no le correspondía a ella abrir esas
puertas.
Con
la madurez, Julieta pudo comprenderla, interiormente
se reconcilió con su madre y consigo misma y dejó, por fin, su alegría fluir.
2 comentarios:
Muy lindo texto.
Gracias!!!
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