miércoles, 26 de noviembre de 2014

Patricia Vena-escritora argentina, reside en Italia/Noviembre de 2014

Maxs Felinfer
EL SEÑOR CARLO GATTI Y SU ESPOSA

El señor Carlo Gatti y su esposa, la señora Francesca, estaban juntos desde hacía casi treinta años.
Él había pasado los sesenta, ella recién los había cumplido.
Vivían donde siempre habían vivido, desde que nacieron. En una isla. En el medio del Mediterráneo.
Una isla más bien árida. Luminosa. Caliente. El sol no la abandonaba casi nunca. Todo alrededor, plpayas grandiosas. Y un mar irresistible.
El señor Gatti y su esposa tenían un lugar especial. La gruta azul, se llamaba, y era una verdadera gruta sobre la playa norte de la isla, donde el resplandor del mar circundante coloreaba las rocas de un azul intenso.
Ellos iban a la gruta desde antes de casarse. Había sido allí, en la calma de una tarde otoñal, donde el señor Gatti le había pedido a Francesca que se casara con él. Y ella no había tardado ni siquiera un segundo para decir “sí”.
Habían continuado yendo a la gruta en el curso de los años, y en el último año aún más seguido. Casi todos los domingos.
A veces se llevaban una cesta con sandwiches, fruta, bebidas y almorzaban allí, entre el mar y las rocas. Otras veces iban después de almorzar y cuando llegaban extendían las mantas y dormían una siesta envidiable, en el silencio incompleto hecho de chapoteo del mar y de restos de un viento que sopla lejos.
Cada domingo, en auto, mientras iban hacia la gruta azul, la señora Francesca preguntaba a su marido donde iban. Él, cada vez, le contestaba « A la gruta azul”. Entonces ella preguntaba si ya habían estado antes. Y él, todas las veces, sin perder la paciencia, « Sí, todos los domingos ». La señora Francesca lo miraba sinceramente asombrada y preguntaba “En serio?”. Su marido, entonces, le dedicaba una mirada de sus ojos casi transparentes que desbordaban ternura, sonreía y decía “Sí”.
Desde hacía poco más de un año la señora Francesca sufría de esa fea enfermedad que les roba a las personas el bien más precioso del cual disponen: los recuerdos.
La señora Francesca no tenía más recuerdos, o mejor dicho: a veces los tenía y a veces no. Ahora sabía una cosa y estaba convencida que la iba a saber para siempre pero después de unos minutos no la sabía más. Entonces, tenía que preguntar siempre las mismas cosas. Pero ella no sabía que lo estaba haciendo. Creía siempre que era la primera vez.
Su memoria era un poco como Penélope con su tejido. Cada día tejía sin cesar. Más y más. Pero de noche, lo deshacía. Y el día siguiente comenzaba otra vez desde el principio.
El señor Gatti conocía este esfuerzo, sabía de las fatigas de la señora Francesca para lograr retener en la trama demasiado abierta de su memoria los recuerdos hechos líquidos.
Por eso el señor Gatti no se cansaba nunca de repetir las mismas palabras, no perdía la paciencia, ni contestaba bruscamente. Aunque a veces era exhausto de esa calesita que no paraba, y de esos días que parecían siempre el mismo, y de esos diálogos repetidos infinitamente, y de las preguntas, y de las respuestas.
Él decía que ahora su amor por la señora Francesca era más grande, y era más puro. Decía que hay existe una gran belleza en amar sabiendo que se puede solo dar, sin poder esperar recibir nada.
Decía que se sentía mucho más cerca de la señora Francesca ahora que en los últimos treinta años.
Hablaba de intimidad, de una intimidad mucho más alta, y mucho más completa.
El señor Carlo Gatti decía todo esto con una sonrisa serena, en los labios y en los ojos. Y así, quien lo escuchaba y lo veía le creía plenamente: “Debe ser realmente así si lo dice con esa cara.”
Algunos días la señora Francesca veía a su hija y no la conocía para nada, y preguntaba al señor Carlo: “¿quién es esa linda muchacha, tan educada, que encontré hace un rato en el jardín?”.
En cambio otros días sabía perfectamente quien era. Recordaba incluso su nombre y le preguntaba como iba su trabajo, si estaba bien de salud o si había comprado algún vestido nuevo. Esas cosas. Y era tan amorosa y afectuosa, que la hija no se resentía si en los otros días la madre no se acordaba quien era.
Un domingo el señor Gatti y su esposa estaban ahí, cerca de la gruta, saboreando la calma del lugar y charlando de bueyes perdidos. De pronto y sin ninguna relación con el tema del cual hablaban, la señora Francesca empezó a elogiar a su marido.
Él sonreía mientras ella le decía: « sos un hombre muy dulce y suave », y « me gusta mucho tu sentido del humorismo », y « pienso que sos un verdadero caballero, educado, afectuoso, inteligente...sí, realmente una persona correcta y agradable. Con vos, podría pasar horas a charlar sin aburrirme” y tantas otros elogios.
El señor Gatti sonreía, y un poco se ruborizaba, murmurando cada tanto “gracias, gracias”.
La señora Francesca le contestaba “no me tenés que agradecer, porque lo que estoy diciendo es la verdad”, con ese tono de voz bajo, aterciopelado, y esa cadencia casi musical que desde siempre le gustaba tanto a su marido. “Sos tan brillante en tus razonamientos, pero también tan emotivo y sensible... » continuaba ella. Y él seguía sonriendo, un poco conmovido, un poco divertido.
En un determinado momento, después de un breve silencio, la señora Francesca dijo: “conozco solamente otro hombre así, con todas estas virtudes tuyas”, “¿Ah, sí? ¿Y quién es?”, preguntó él con curiosidad. Y la señora Francesca, seria, sin énfasis, con el mismo tono que había usado hasta ese momento, respondió: “El señor Carlo Gatti”.
Patricia Monica Vena
(Dedicado a la señora Francesca que, en el año 2011, persiguiendo sus recuerdos, se fue).



Primer premio por la prosa, del concurso literario "I colori delle donne" edición 2014





2 comentarios:

Anónimo dijo...

Decirle a Patricia que la felicito, sería una palabra pobre y incompleta.Este relato manifiesta un respeto enorme a una enfermedad tan acuciante actualmente.Ademas al leerlo es estar viendo distintas escenas de una película, consecuencia de la brillantes literaria del relato. El escenario está, los personajes están, señor lector queda en usted la decisión de pasar un momento sublime.
Abel Espil

Anónimo dijo...

Abel Espil, le agradezco muchisimo sus palabras acerca de mi cuento. Efectivamente, usted ha percibido el modo en el cual esta historia está guardada en mi mente: una película, un escenario, dos personajes absolutamente normales que desempeñan los roles que la vida les ha deparado. Y un drama tan profundo que es imposible contarlo en sí mismo, por eso preferí que lo contaran los personajes.
De nuevo gracias.
Patricia Vena