LEYENDA DE CHAYA (La última capayán)
Dicen los que
saben, que las leyendas son antiguas historias contadas oralmente de generación
en generación, de padres a hijos, de madres a hijas. Y hay veces en las que
esas historias o (sucedidos) son narradas por algún lugareño en un cruce de
camino a algún forastero que acierta pasar por ahí.
Alguien, que no
puedo precisar quien, me contó una historia que; aunque no fuera cierta, es
creíble. Chaya, que en lengua Kakén significa “agua de rocío” era una bella
joven capayán que desde pequeña había quedado huérfana al cuidado de sus
cabritos. Vivía solita su alma y cada vez que Chango pasaba por la quebrada
pastoreando su majada, que venia del valle del antinaco; a ella le saltaba el
corazón de alegría.
Chango solía pasar
una vez cada luna con sus cabras por un lugar de la quebrada donde las
jarillas, tuscas, chañares y retamos, y otras hierbas aromáticas y medicinales
como el cedrón, el poleo, la vira vira, el cardo, las pencas y puquis, le permitían
engordar su hacienda que también estaba integrada por vicuñas y guanacos.
Ella lo veía desde
lejos y siempre recordaba que su madre le había dicho antes de morir, que
cuando tuviera la edad, un día vendría un chango del otro lado de la cuesta, y
más allá del Valle del Bermejo. Eres la
última de nuestra raza y cuando él venga
tendrás un cirviñacu y entonces los capayán continuaremos en ti. Y recuerda que
nuestro nombre proviene del quecha y significa Capac Yan (Camino Real)
Por eso cada vez
que veía al chivo montar a la chiva imaginaba que algo así sería el cirviñacu
y, aunque nadie le había hablado nunca
del tema de la procreación, creía que
con ella pasaría algo parecido, porque cuando Chaya observaba que al poco
tiempo aumentaba el tamaño de la panza y
después nacía un pequeño cabrito que se sumaba a la majada, tenía presente lo
que le había dicho su madre.
Recordaba también
que su madre la había tranquilizado cuando, llorando de miedo, le contó que
bañándose en el Río Vinchina, vio que las aguas se teñían con su sangre; esto
te va a suceder siempre, una vez cada luna, hasta que seas viejita. Siempre ha
sido así con nosotras que tenemos la misión de alimentar a la
Pacha Mama con nuestra sangre en el río.
Algunas veces, cuando las cabras aumentaban su hacienda, ella subía por la costa del río a buscar
piedra bola para agrandar y reforzar la pirca. Y trabajaba como un hombre
cortando caña y pisando barro para remendar las paredes de su rancho que tenía
sólo dos ambientes, uno que servia de dormitorio y otro que hacía de despensa,
cocina, comedor y lugar de estar.
Al frente del
rancho, un alero de cañas que los fuertes vientos se encargaban de destruir,
pero ella con toda su paciencia volvía a componer. Algo más alejado, un
excusado que su padre había dejado empezado y ella terminó como pudo.
Hacia muchos, pero
muchos años que no venia un hombre a su casa. La última vez que lo vio era su
padre, que se había ido arriando una
tropa de vacas hacia un lugar del otro lado de la montaña, que le llamaban
chile. Ella tendría entonces alrededor de quince años y se quedó sola esperando
su regreso. Él le había prometido que cuando volviera, la llevaría a Vinchina,
que en lengua kaken significa “Pueblo alto con mucha agua” tras del Cerro
Famatina, como a media jornada a lomo de mula, para el phujllay.
En esa inmensa
soledad de la quebrada, su rancho, apartado del camino, era su refugio. Allí
ordeñaba las cabras. Con la leche solía hacer quesillo y dos o tres veces al año, venia una vecina del otro lado del cerro y le cambiaba por otras mercaderías como
harina, azúcar, yerba, grasa, papa, batata, zapallo, poroto, algarroba, maíz o
quinoa.
Una tarde estaba
tratando de enhebrar una aguja para coser su camiseta andina tejida con lana de
llama, cuando el choco le anunció la
cercanía de un hombre.
¿Me permite que le
ayude? Dijo el hombre en una lengua que ella no conocía. Era bastante mayor, casi como su padre. Y
ella sin levantar la vista, luego de intentar traducir lo que había oído, le
contestó en kaken; ¿Y qué anda haciendo por acá? Me perdí del camino y hace
tres días que ando sin rumbo. Vi el humito y vine. Tengo hambre y tengo sed. No
entendió nada, pero por los gestos, interpretó la necesidad del viajero.
Tome agua, allá
está el río ¬ había señalado ella ¬. ¿Me
presta un balde? así le traigo. Y para
comer solo tengo quesillo y galleta.
Cada noche se
ocupaba de dejar tapado con las cenizas del fogón, algún tizón encendido para
que a la mañana siguiente pudiera reavivar el fuego y calentar el agua en una
pailita de cobre, negra y abollada.
¿Y porqué no cazó
algún ganso, o un tero, o un pato, una chuña? Es que no vi ninguno ¬ dijo el
caminante ¬ Lo que pasa que los bichos, cuando ven a un extraño se esconden, en
cambio cuando me ven a mi, se quedan pastando mansitos nomás. No se entendían
la lengua, pero si entendían los gestos
Yo soy amiga del
cardenal, del rey de bosque, de la reina mora. Antes andaba el Kuntur que me
venía a comer los pollitos, pero lo corrí con la honda y, ahora se para ahí cerca
pero no me roba más las gallinas.
Quédese acá don,
aquí hay trabajo, yo ya estoy cansada de
subir la cuesta, tengo un solo catre, pero hay varios cueros para que duerma.
Por fin ella iba a saber lo que era dormir con un hombre. Conversaron hasta avanzada
la noche y hasta que la luna se escondió tras
las nubes; él en su lengua y ella en la suya, y reían cuando algunas
palabras resultaban parecidas. Y ahí
estaba Chaya que se animaba y no se
animaba. Y él le contó que iba en busca de las seis Estrellas Diaguitas. Y ella
le dijo que no debía ir allí, porque él no era capayán, ni diaguita, ni
pazoica. Ese era un lugar sagrado para sus padres.
Hablaron y
hablaron tanto hasta que los ronquidos del viajero la convencieron de que era
mejor así,… tal vez al otro día. Despertó temprano, se lavó la cara y las
partes como siempre lo hacía. Avivó las brasitas del fogón y lo esperó que
volviera. Tal vez había ido al río a lavarse o a buscar agua.
Preparó el mate
cocido con leche y se quedó esperando al hombre que por primera vez se acercara a su rancho, y se acordó que su
madre le había dicho que cuando le viniera la sangre y sintiera que su olor era
como el de la vira vira, entonces comprendería porqué, el pueblo pazoica debía
continuar en ella. Y que cuando el Kuntur sobrevolara el Antinaco y la vicuña
se acercara a las pircas, esa sería la señal de que un chango vendría a
visitarla.
Hasta que un día
en que Chaya se hallaba en la costa del río, lavando su ropa, inclinada sobre una piedra, creyó ver o sentir que se
acercaba el joven pastor de cabras que esperaba hacía tantos años. Se quedó
quieta como la vicuña, el chango dio una vuelta a su alrededor, ella le sonrió
y él, levantándole la camiseta andina repitió lo que tantas veces había visto
hacer a los machos.
Luego de un
indescifrable momento en el que ambos, en la inmensidad de la quebrada y a
plena luz del día, compartieron el ancestral ejercicio de la procreación, el chango
le dio una palmada en las ancas y se marchó a cuidar su majada.
Pasaron muchos
años desde aquel día, hasta que; un grupo de exploradores halló las ruinas de
las pircas y, excavando la tierra apisonada descubrió lo que había sido una
vivienda capayán y cubiertos por una capa de tierra, los restos de un cadáver de mujer con otro más
pequeño entre sus huesos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario