DELIRIO
Camino. Por una calle estrecha y sucia.
Oigo risas, pero no veo a nadie. Miro hacia arriba. Un gato pardo en el tejado.
Siempre había pensado en los gatos como seres de otro mundo que revelan nuestro
destino. Quizá este animal tenga algo que decirme. Debo averiguarlo. Mis brazos
en alto, las manos buscando un hueco entre ladrillos. Los dedos se agarran con
fuerza al cemento; trozos pequeños se incrustan entre las uñas. Ahora mis
piernas, primero la derecha; al empujarla hacia arriba noto algún que otro
desgarro, pero sigo subiendo hasta que apoyo el pie en la pared. Impulso la
pierna izquierda hasta llegar a la altura de la derecha. Alzo la cabeza y oigo
el roce de mi pelo contra el muro. La frente, la piel, algo de sangre. Los párpados,
el tabique nasal. Ya está, veo el tejado, pero no al gato. Debo avanzar. Risas,
otra vez las risas. Brazo derecho hacia arriba. Los dedos se arquean en forma
de garra. Siento como se abre la carne entre las uñas y la arena penetra en mi
piel herida; noto la humedad y ese olor salvaje. Me duele y me agrada a la vez.
Sé que voy a lograrlo. ¡Lo lograré! El cuello, venas rígidas. Ahora la otra
mano, hacia delante, sin miedo, más, más, ahí, ahí. Las piernas, solo quedan
las piernas. Debo estar cerca. Gato, gatito, espera que voy. Una pierna, esa
pierna, sí, ya está. La otra, cuidado con el pie, agárralo bien, no, no puedo,
mis manos, se van, se van.
Caras, muchas caras. Voces, bocas, ojos
grandes que se acercan. Quizá me pregunten algo. No, se dirigen a otra persona.
Me mareo, las voces giran y giran. Lo he visto, sí, con la túnica blanca. Aquí,
aquí, estoy aquí, no te vayas. Es Él y viene a salvarme. Las lágrimas corren
por mis mejillas, no se ha olvidado. Me suben sus discípulos, me llevan hasta
Él.
Blanco, todo blanco. Parpadeo. Más blanco.
Mi brazo, un tubo y un frasco con líquido transparente. Me froto los ojos, mis
manos tiemblan. La puerta está cerrada, no se oyen ruidos. Este silencio me
aprisiona el estómago, no puedo pensar. Y el olor a limpio se va pegando al
pelo. Me tiemblan las manos, me tiemblan mucho. Hay una grieta en el techo.
Empieza en el techo y llega hasta el suelo de la pared de enfrente. Puede que
por el otro lado siga la grieta, que la habitación esté dividida en dos y yo
también esté siendo seccionado. Mi cuerpo partido en dos por una línea
invisible, quizá no tan invisible. Oigo voces fuera. La puerta, que se abra la
puerta. Las voces se esfuman.
Hay poca luz. Las cortinas se mueven
ligeramente hacia dentro. Son blancas. Las sábanas también, huelen a lejía.
Odio este olor. Repugnante, vomitivo. Me queda poco suero, va cayendo muy
despacio. Me habrán destrozado la vena, no tienen cuidado. Temblores, malditos
temblores. Y nadie viene, la puerta sigue cerrada y no hay ruidos ni se oyen voces
fuera. No me queda casi suero, no sé si gotea o se ha acabado. Una gota, su
reflejo. Gota incansable, monótona, que se hace y deshace tomándose a sí misma
como patrón, que se dibuja y desdibuja, repitiéndose, sin poder hacer nada por
evitar su goteo, sin poder cambiar su estructura, su existencia como gota.
Cierro los ojos con fuerza, aparto mi mirada dirigiéndola a la ventana. Me fijo
en el movimiento de la cortina, lento, sereno. Va meciéndome, los párpados
caen. La ventana sigue allí, pero sueño que la estoy soñando. Me siento más
ligero, me levanto sin esfuerzo, y aunque tengo el suero unido al cuerpo por el
brazo, parece que el tubo que une mi cuerpo al frasco se alarga, se alarga
mucho, como si estuviera en el espacio y esa cuerda elástica flotase, y siento
que ese trozo de plástico es lo único que me une a la vida.
La puerta de mi habitación se abre. Una
imagen borrosa de alguien que entra. Parpadeo varias veces seguidas para fijar
la imagen y quitar lo nebuloso. En mis ojos el reflejo de una mujer de blanco.
Dice algo de mi ropa. A noventa grados, a noventa grados. Vine con la ropa muy
sucia. ¿Y las pastillas? No me quiere dar pastillas para dormir, la muy perra.
No dirá nada al médico. Está buena la enfermerita, menudas tetas. No vendrá, no
le dirá nada al médico. Otra vez el silencio, el jodido silencio. Le metería
mano, pero mira cómo estás. Una imagen. Mi cara en el espejo. Mis ojos; los de
un perro al que acaban de regañar y no se atreve a mirar a su amo. Las ojeras,
negras, selladas dentro de la carne. Una maquinilla. La cojo. No puedo.
Tiemblo, tiemblo mucho. Mis manos, sin fuerza. Me escurro, casi me caigo. Unos
dedos agarrándose al lavabo. Afeitarme, solo quería afeitarme.
Anochece. Estoy a cuatro patas. Camino
despacio hasta llegar a un gran charco de agua sucia. Me tumbo en el suelo,
boca abajo. La imagen de mi cara en el agua, el reflejo de una mirada turbia
que ya había visto antes, pero ¿dónde? Acerco mi boca y bebo, absorbo el
líquido marrón con ansia. Miro mi cuerpo y veo una piel desgarrada. Decido dar
marcha atrás y ver qué ocurrió. Cojo un traje del suelo. Introduzco el pie
derecho. La tela se adapta a mi piel, aprieta. Siento un ligero dolor; las
heridas reviven, aferrándose al nuevo material. Ahora el izquierdo. El traje se
estrecha. Gotas de sudor por la cara y el pecho. Meto primero un brazo, luego
el otro, hasta cerrar la cremallera. El traje que me he puesto es mi propia
piel; piel enferma sobre piel enferma. Disfrazado de mí mismo, con esa capa
borrosa adherida al cuerpo, me coloco boca abajo, como un soldado en el campo
de batalla. Brazos doblados, puños al esternón, codos hacia fuera. Arrastro el
brazo derecho y con él, el resto del cuerpo. Después el izquierdo. Las piernas
siguen a esos brazos, aletean, dando impulso a un cuerpo roto. Puños cerrados.
Brazo derecho hacia delante. Brazo izquierdo, brazo derecho. Brazo izquierdo,
brazo derecho. Las piernas detrás, enmudecidas; como títere al que han cortado
los hilos de los pies. Llego a unas ramas secas. Las miro desde esa posición
arrastrada. Allí han quedado trozos de piel. «¿Es esa mi piel?», pregunto.
Nadie contesta, ni siquiera una voz interior. «¿Es esa mi piel?». Abro los ojos
y solo veo penumbra. El brazo, el brazo. De mis venas sale un tubo. El suero,
sigo con el suero. Tengo escalofríos, noto la humedad, el cuerpo pegado a la
tela, el olor a sal. Veo chorros de agua. Manos que me sujetan, que me
zarandean. Frío. No quiero que me laven. Se lo digo al enfermero con los ojos.
No tengo fuerza. El hombre me sujeta y me lava. «No», le digo, «no», pero no me
hace caso.
Desde mi cama oigo a dos médicos hablar de
un desconocido cuya voz había retumbado en la habitación. Siento esa voz
resonando en mi pecho. Entran dos personas que me nombran, dicen ser mis
familiares. Los médicos señalan hacia mí, pero ellos pasan de largo, se dirigen
hacia otro enfermo. «¡Os equivocáis! −grito−. Es a mí a quien venís a ver. ¡Os
equivocáis!». Los médicos me sujetan y noto un pinchazo.
Estoy en el suelo, boca abajo. Me entra
aire por algunas partes del traje. Giro la cabeza para ver el brazo. Bocas
pequeñas se abren; la piel que está debajo se resquebraja, como si tuviera
capas de cemento mal dadas. Avanzo. Huele a conejo muerto. El sudor de mi
frente se mezcla con la tierra. Pierna derecha, pierna izquierda. Me oprimen
ramas y troncos partidos. Me sube un olor nauseabundo. Sigo adelante. El olor
gira y gira. El borde de las ramas ara mi piel. Presión en el cráneo; dos manos
lo agarran, hincando uñas de madera. Me deslizo como una serpiente que acaba de
mudar su piel y a la que le cuesta adaptarse al terreno. Las vértebras del
cuello dibujan el camino como anillos de gusano. «No te pares», me dice una voz
débil, ahogada. El polvo se introduce en mis ojos; una capa fina los nubla.
Sigo recto. El traje queda enganchado en ramas. Tiro de él con fuerza, pero no
logro desprenderme. Impulso el cuerpo hacia delante. «Inútil, es inútil». Huele
a sangre y putrefacción. Las ramas oprimen. «Salir, quiero salir». Gritos en el
pasillo. Una enfermera con la mano en mi hombro.
El frasco del suero se hincha; parece que
absorbe algún tipo de sustancia. Mi brazo, no siente nada. Una tabla de madera
con vetas insensibles a un crecimiento que ha sido vedado. Los ojos no
descansan; globos subiendo y bajando, separándose de la cueva que los guarda.
No quiero tubos de plástico. Me quito el suero. Sale sangre y ese líquido
incoloro. Me incorporo. De mi espalda tiran unos músculos ya viejos. Me mareo.
La distancia entre la cama y el suelo se me hace más grande. Las rodillas no me
sostienen. Caigo al suelo. Brazos doblados, puños al esternón, codos hacia
fuera. Brazo derecho, brazo izquierdo. Brazo derecho, brazo izquierdo. Me
deslizo hasta llegar a la pared de la ventana. Extiendo los brazos hacia
delante. Los dedos se agarran al rodapiés. Las manos buscan el marco de la
ventana. Las uñas en la madera. Doy un impulso. Subo los brazos. Las rodillas,
las piernas. ¡Arriba! Me apoyo en la pared, sujetándome en algo metálico. Miro
al cielo y oigo una voz que me dice: «tírate, tírate».
2 comentarios:
QUE TERRIBLE Y QUE BIEN CONTADO
EVA!!!!!
BESOS JOSEFINA
Muchas gracias, Josefina, por la publicación y por tus palabras, siempre tan acogedoras.
Besos,
Eva Medina
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