JOSÉ FERNÁNDEZ
Camisa blanca. Traje gris.
Corbata al tono. Zapatos negros sin brillo.
Su mujer distante, que pocas
veces le dirigía la palabra, ignorándolo.
¡Mala elección, pensaba Fernández,
mala elección! ¿Cómo no se dio cuenta antes?
Tomó café tibio con una
tostada negra y fría.
Se subió al Fiat 147 sin
despedirse y tomó por la calle Santa Rosa.
Escuchó el noticiero de las ocho:
dos noticias y lo apagó. Prefería seguir con sus pensamientos que últimamente
lo tenían obsesionado.
Enfiló por la autopista del
oeste y en Liniers se metió en los tentáculos del cruce que lo llevarían a
tomar la 25 de Mayo. Luego, la salida a la derecha en la avenida 9 de Julio y
finalmente Plaza Lavalle. Todos los días el mismo recorrido: los atascos en el
peaje, los bocinazos y los insultos.
Dos pisos por escalera y ya
estaba en las oficinas de Tribunales como secretario del jefe del Juzgado Número 11 primera instancia en lo
Civil. Veinte años igual.
A duras penas había concluido
la carrera de abogacía y sabía que su futuro iba ser terminar en esa oscura
oficina atiborrada de expedientes apilados como torres de babel, con sus
historias de malos tratos, robos, violaciones y otras miserias.
Puntualmente, bajaba a la
plaza a almorzar a las 12.15.
Sentado sobre un banco de piedra,
junto a la placa que recordaba a los abogados desaparecidos por el golpe del
76, comía un sándwich y una gaseosa contemplando las palomas que aleteaban a su
alrededor, mientras sentía el calor del sol que le llegaba al fondo del alma.
Últimamente comenzaba a
prestar atención a los mendigos sin presente y sin futuro que pasaban su vida
en la plaza, empujados por la globalización.
Cada vez pensaba más en ellos.
Había uno, Landrú le llamaban,
que le gustaba filosofar recordando hechos de su vida, deshilvanados pero con
ciertos visos de realidad y certeras deducciones. Compartía su sándwich y la
charla todos los días.
Al llegar a su casa lo
esperaba la indiferencia de su mujer y una inmensa soledad.
Eso era tal cual lo que
sentía. Dolor del alma. Y lo peor es que no tenía voluntad de luchar para salir
de ese estado.
Poco a poco fue perdiendo las
ganas. Comenzó a ir al trabajo más desaliñado.
Un día decidió no volver al
trabajo ni a la casa.
Prefirió dormir en un colchón de esponja como Landrú.
En poco tiempo sus ojos fueron
ganando brillo y en dos meses apenas, adquirió la figura de un hombre veinte
años mayor.
Su mujer no lo buscó.
El traje se convirtió en harapos.
Como nunca, se sentía feliz y sin preocupaciones.
Los compañeros de oficina
pasaron a su lado varias veces pero no lo reconocieron.
Cierto día Fernández los vio
pasar. Se incorporó para hablarles. Pero uno de ellos juzgó que era mejor no
acercarse. –Tiene un vino de cartón, murmuró uno de ellos.
Fernández sonrió aliviado.
Supo que desde ese momento su
nombre pasaría a engrosar la lista de abogados desaparecidos.
2 comentarios:
Impecable. El tipo de relato que me encanta. Original y social. Una denuncia y además bello. Te lleva a preguntarte donde comienza y donde termina la "Urbanidad". Te felicito, y van....Marcos
Excelente Marta
Gracias
Besos
Dani y Marce. Saludos Juan José
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