Mi primer promesa por la cerveza
Hoy voy a
escribir sobre algo que nunca le he contado a nadie. Es una de esas
experiencias que uno prefiere mantener en secreto porque pesa más la vergüenza
que el chiste.
El día de mi
cumpleaños número 19, caía exactamente en jueves, eso significaba aguantar las
ansias y festejar el viernes o sábado. Pero mi buen amigo Aarón no veía el
impedimento para invitarme a beber unos tragos en mi honor.
- Te esperaré
en el bar, cerca de la universidad- me dijo. - ¡Bato!, ya te dije que nomas un
rato, porque en la tarde tengo que entrenar- le recalqué, a lo que él me
perjuro que sí y que sí.
Después de seis
horas matutinas de clase y de teoría tediosa. Sentí que merecía esos tragos
baratos de alcohol.
Finalmente
llegué al bar, sucio como siempre, con el olor húmedo de siempre, el bartender
ofreciéndonos las promociones de siempre, que rechazamos como siempre para
pedir el elixir de los dioses vikingos, un litro de cerveza, una inmaculada
caguama.
Nos sentamos en
aquel viejo sillón viejo con manchas sospechosas, llegue a decirme a mi misma
que no tomaría demasiado, fue cuando Aarón inicio el ritual. Una caguama, dos
caguamas, tres, cuatro, cinco, llegue a contar hasta seis. Lo cual me
impresionó no sentirme mareada en lo más mínimo; entonces vi la hora.
Aarón y yo nos
apresuramos, me paró un taxi y me subió a el para para llegar a mi casa. fue
cuando todo empezó a dar vueltas. El taxi estaba casi vació, y me refiero a
casi vació porque usualmente se llenan al doble de su capacidad. Sólo se
encontraba el chofer, un muchacho en el asiento copiloto y otro en asiento frente a mi, llevaba sus
audífonos. Ir hasta el fondo del transporte había sido una mala idea.
Me sostuve del
caducado cinturón de seguridad, mientras sentía como los amortiguadores
colaboraban en la mezcla que se hacía en mi estomago. “Si me siento peor, me
bajo en el siguiente puente”, me dije.
El hombre del
asiento del copiloto se bajó en el siguiente puente, por el motel, sólo
quedabamos el chofer, el muchacho de los audifonos y yo. Comenzaba a sentirme
mejor, ya no tenía nauseas, todo había dejado de dar vueltas cuando en un
segundo la alfombra del taxi estaba inundada en ácido gástrico y alcohol. Creo
que había olvidado comer ese día. Volté a ver a mis compañeros de viaje. Nada.
No se habían dado cuenta, lo bueno que.. No. Los ácidos gástricos volvieron a
salir. Levanté la vista y el taxi paró en el sitio. Me sentía mucho mejor, de
verdad y mis compañeros no se habían percatado del incidente; pero cuando
llenaron el taxi de personas podía sentir las miradas siguiendo el charco de
ácidos gástricos recorrer toda la alfombra del taxi. El hombre que se había
sentado a mi lado, movía sus fosas nasales, comenzaba a olfatear. !Bajan!,
exclame. Faltaban tres cuadras para llegar a mi casa. Nimodo. Aquella fue la
primera vez que me prometí “No vuelvo a tomar”.
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