martes, 22 de julio de 2014

Miranda García-México/Julio de 2014



Mi primer promesa por la cerveza

Hoy voy a escribir sobre algo que nunca le he contado a nadie. Es una de esas experiencias que uno prefiere mantener en secreto porque pesa más la vergüenza que el chiste.
El día de mi cumpleaños número 19, caía exactamente en jueves, eso significaba aguantar las ansias y festejar el viernes o sábado. Pero mi buen amigo Aarón no veía el impedimento para invitarme a beber unos tragos en mi honor.
- Te esperaré en el bar, cerca de la universidad- me dijo. - ¡Bato!, ya te dije que nomas un rato, porque en la tarde tengo que entrenar- le recalqué, a lo que él me perjuro que sí y que sí.
Después de seis horas matutinas de clase y de teoría tediosa. Sentí que merecía esos tragos baratos de alcohol.
Finalmente llegué al bar, sucio como siempre, con el olor húmedo de siempre, el bartender ofreciéndonos las promociones de siempre, que rechazamos como siempre para pedir el elixir de los dioses vikingos, un litro de cerveza, una inmaculada caguama.
Nos sentamos en aquel viejo sillón viejo con manchas sospechosas, llegue a decirme a mi misma que no tomaría demasiado, fue cuando Aarón inicio el ritual. Una caguama, dos caguamas, tres, cuatro, cinco, llegue a contar hasta seis. Lo cual me impresionó no sentirme mareada en lo más mínimo;  entonces vi la hora.
Aarón y yo nos apresuramos, me paró un taxi y me subió a el para para llegar a mi casa. fue cuando todo empezó a dar vueltas. El taxi estaba casi vació, y me refiero a casi vació porque usualmente se llenan al doble de su capacidad. Sólo se encontraba el chofer, un muchacho en el asiento copiloto  y otro en asiento frente a mi, llevaba sus audífonos. Ir hasta el fondo del transporte había sido una mala idea.
Me sostuve del caducado cinturón de seguridad, mientras sentía como los amortiguadores colaboraban en la mezcla que se hacía en mi estomago. “Si me siento peor, me bajo en el siguiente puente”, me dije.
El hombre del asiento del copiloto se bajó en el siguiente puente, por el motel, sólo quedabamos el chofer, el muchacho de los audifonos y yo. Comenzaba a sentirme mejor, ya no tenía nauseas, todo había dejado de dar vueltas cuando en un segundo la alfombra del taxi estaba inundada en ácido gástrico y alcohol. Creo que había olvidado comer ese día. Volté a ver a mis compañeros de viaje. Nada. No se habían dado cuenta, lo bueno que.. No. Los ácidos gástricos volvieron a salir. Levanté la vista y el taxi paró en el sitio. Me sentía mucho mejor, de verdad y mis compañeros no se habían percatado del incidente; pero cuando llenaron el taxi de personas podía sentir las miradas siguiendo el charco de ácidos gástricos recorrer toda la alfombra del taxi. El hombre que se había sentado a mi lado, movía sus fosas nasales, comenzaba a olfatear. !Bajan!, exclame. Faltaban tres cuadras para llegar a mi casa. Nimodo. Aquella fue la primera vez que me prometí “No vuelvo a tomar”.

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