EL REY SORDO
En cierto país gobernaba un rey sordo. Sufría sordera del oído
izquierdo. Del derecho también, aunque no tan absoluta. De ahí que usara un
cornetín que aplicaba a su oreja izquierda. Era inútil, pero Su Majestad
bonachonamente se empeñaba en usarlo porque así lo exigía el Protocolo creado
por él mismo.
Ante cualquier petición desde el lado oeste (el trono miraba hacia el
norte), Su Majestad apuntaba el cornetín hacia su interlocutor. Escuchaba —o
mejor dicho, no escuchaba— un buen rato, para luego despedir al peticionante.
En tono amable, aclaraba no satisfacer nada de lo peticionado por no entender
palabra alguna sobre la petición.
Desde el lado oriental del trono también le peticionaban y por ahí
hasta tenían más suerte. No tanto porque ese particular oído mayestático
escuchara apenas ruidos confusos, sino porque a Su Majestad le caían más
simpáticas las sonrisas de aquel lado.
Cierto día apareció un extranjero, un sabio eminente que acababa con
cualquier sordera regia y no regia en un par de días. Llegado ante el trono, el
forastero desplegó un cartel donde con claridad proponía la cura completa.
El murmullo llenó la
Gran Sala del Trono, en realidad todo el país. Recurrir a la
escritura ante Su Majestad estaba prohibido por el Protocolo. Mas, como se
trataba de un extranjero ajeno a las normas y con buenas intenciones, amén de
ciudadano de un imperio poderoso, la osadía era perdonable.
La operación de oídos sería simple, sin riesgos y efectiva. El rey
sordo meditó un largo rato, miró a sus ministros, después les hizo un guiño
casi imperceptible. Los ministros transmitieron en tono confidencial al buen
sabio que Su Majestad rehusaba quitarse la sordera por razones de Estado.
El sabio volvió perplejo a su país. A los pocos días recibió un pliego
que lo declaraba Súbdito Benemérito de Su Majestad con derecho a pensión
vitalicia. Firmaban el pliego —escrito en letras de oro— el rey sordo y todos
sus ministros. El Protocolo así lo exigía.
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