Oro
al final del tornado
La tarde parecía estar en calma. No existían indicios
de la posibilidad de mal tiempo. Y como ya nadie cree en los ‘hombres del
tiempo’, -que aparecen en cuanto informativo de televisión hay. Todo el mundo siguió con su rutina, entre
ellos, Laura y Esteban. Fueron al campo a buscar huevos de ñandú.
Laura aprontó el mate amargo. Había
ordeñado las vacas media hora atrás. Tenía ganas de salir a dar una vuelta.
Caminar y conversar con Esteban, siempre les resulta provechoso. Les gusta
darse ese tiempo de marchar juntos a campo traviesa. Y por una razón u otra, es
ese un pasatiempo compartido. Ordenan las ideas y sueñan un poco más. Esteban
tenía unos cueros de oveja prontos para entregar. Tenía que ir al pueblo. Lo
haría después de recorrer el campo con su mujer.
El cielo comenzó a cubrirse con
rapidez. “San Pedro parece estar arreando su rebaño” -comentó Esteban. El
viento amontonó un formidable grupo de nubes. Capas y capas se fueron
arrimando. Abajo, en los campos, Esteban y Laura, fueron encontrando los
grandes huevos del bípedo más popular de las pampas. Era como un botín, casi
como encontrar oro. Laura hace con ellos
unos ricos budines y tortillas.
La tormenta se armó en un santiamén.
Se puso brava. Grandes remolinos nacieron por doquier. Los hombres del tiempo,
mucho después, esclarecieron el asunto. Explicaron que se trataba de tornados
de pronósticos casi impredecibles, con la tecnología a la que ellos accedían,
en la estación meteorológica local.
‒ Laura, Laura, escúchame -dijo
Esteban. Manejá vos -insistió, mientras subía del lado del acompañante a la
vieja Ford 100. Vamos -continuó- a lo del viejo Tomasino. Es lo más cercano que
tenemos.
‒ Sí, es cierto. La ‘serpiente
alada’. Allí en esa casa podemos quedarnos un rato, guarecernos. El viejo
Tomasino en buena gente. De la planta -aseguró Laura.
‒
¡Qué lo parió!... ¡Mirá ese remolino! -Soltó con voz áspera la garganta de
Esteban. Los huevos los lleva cual malabarista en esquina con semáforos de la
ciudad capital.
Laura estacionó al costado del
rancho, al resguardo de una pared de sólida roca en el comienzo mismo de una
colina que protege al rancho. Es un lugar estratégico. A pasos se alcanza la
cima y desde allí se puede divisar una gran extensión de campo. Una vista
espléndida. Pero esta tarde los nubarrones se alternaban con grandes remolinos
que cruzaban el valle.
“El mundo parece volverse loco” -comentó don
Tomasino, que acababa de guardar unos corderos en un sector del rancho que
oficia de galponcito, en caso de temporales. Había visto llegar a la pareja
apenas cruzaron la tranquera, pero necesitaba guardar los corderos y unas
gallinas que estaban alborotadas. A los
caballos los tenía pastando cerca y también los llevó para el galponcito. Eran
la única compañía que tenía, pues vivía sólo en aquel rancho.
‒ Disculpe don Tomasino, pero la cosa
nos agarró desprevenido y pensamos en pasar un rato hasta que se calme esto
-soltó Esteban, casi al tiempo que extendía la mano para saludarlo.
‒ Buenas y santas. Doña Laura, gusto
en verla. Pase don Esteban. Pasen, por favor. Apronto un amargo que se larga el
diluvio parece, nomás. Cosa de mandinga. Estaba clarito… clarito y de repente…
-señaló don Tomasino.
‒ Salimos a buscar huevos de ñandú y nos
sorprendió el temporal -dijo Laura.
‒ Me quedaron unos corderos que
enfilaron para el arroyo. Y no sé si pueda rescatarlos… -dijo como distraído
don Tomasino.
‒ Pero… Salgamos ya a buscarlos,
porque aún hay tiempo, si están aquí cerca -apresuró las palabras Esteban.
Mirando con decisión a Laura y al viejo.
‒ Pues si me ayuda, seguro las
encontramos en un santiamén don Esteban. Mire, tengo unas capas aquí, mejor las
llevamos -señaló don Tomasino.
‒ Mientras… -habló Laura. Yo les
preparo unas tortas fritas así aprovechamos algo de los huevos. En la camioneta
tengo un par de kilos de harina.
‒ En ese tablón, sobre la cocina
económica hay grasa de sobra y sal. Use lo que necesite. Será bueno comer algo
por una mujer. Hace tiempo que en este rancho no cocina nadie más que yo -dijo,
con voz ronca, pero sin pesadumbre, el veterano Tomasino.
Los corderos habían subido la colina
y luego bajaron hacia el arroyo que estaba al pie, pero del otro lado. Así que
hacia allí subieron los dos hombres con las capas puestas y los sombreros bien
apretados. A llegar a la cima, el espectáculo parecía, ciertamente, como de fin
del mundo.
Cuando Esteban, en plena tarea de
búsqueda, se encaminaba hacia el otro lado de la colina, vio saltar un trozo de
roca media plana. Cayó a un lado del sendero de ovejas. Bajó despacio y miró en
esa dirección. No dio crédito a lo que ante sus ojos se ofrecía. Tomasino, lo
seguía cinco pasos más atrás.
Esteban esperó a Tomasino y le señaló
un pozo. Tomasino le dijo que eso nunca lo había visto. Y era paso obligado,
pues las ovejas hacían ese camino a diario.
Era un pozo excavado entre las rocas. La tierra escaseaba en ese sector.
Los remolinos se sucedían en el valle, uno tras otro. Dentro del pozo, a escaso
metro y medio, había una caja de madera e hierro. Lo sacaron y dentro había pequeños lingotes
de oro.
Los corderos extraviados parecieron
reconocer a su dueño y se acercaron con rapidez. El viejo las tomó bajo sus
brazos y Esteban cargó la caja con su contenido. No fue fácil para ninguno volver
con sus cargas al rancho. Estaban cerca, pero el peso y lo difícil de las
condiciones del tiempo y de lo que llevaban lo hacía lento.
Llegaron a la casa y compartieron el
hallazgo con Laura que freía las primeras tortas. En eso se desprendió un
fuerte aguacero. Las conjeturas de qué hacía eso allí eran varias, pero no hubo
certezas. Don Tomasino, enseguida, les dijo: “Esto es para compartir. No sé
cuánto vale, ni de quién es. Pero desde hace más de veinte años que camino por
mi predio y jamás lo había visto o sabido del tema. De no ser por ti Esteban,
no…”
‒ No fui yo. Sino el viento que hizo
volar la piedra, la tapa… -comentó Esteban, con los ojos risueños, y la alegría
que puede producir un hallazgo así.
‒ Señores -dijo Laura- el tema parece
interesante pero ahora tomemos unos amargos y comamos las tortas, después
veremos si… Si sobrevivimos a esta tormenta.
Don Tomasino escuchó a uno de los
caballos, como que se alborotaba en el galponcito y hacia allá salió corriendo.
Desde adentro lo observaban Laura y Esteban, que casi salió corriendo tras él.
Pero algo lo detuvo en seco. Vio venir un remolino y atinó a gritarle a
Tomasino, pero éste se perdía en el interior de un gran torbellino. Estaba
siendo succionado por una masa de aire en un movimiento vertiginoso. No supo
qué hacer, ni qué decir. Se quedó paralizado, inmóvil como una gran roca. A
diez metros, el remolino se alejaba, perdiéndose más allá de la colina.
Laura y Esteban se quedaron muy
intranquilos, indecisos sobre qué hacer. La tormenta sólo aumentó su potencia.
Al final se resignaron y pernoctaron en el rancho, conocido como la ‘serpiente
alada’; pero no pudieron dormir.
Al día siguiente, Laura y Esteban
fueron a dar parte a la policía. En el trayecto al poblado, pasaron por su
chacra. Dejaron una bolsa y una capa -con algo pesado en su interior- junto con
los huevos de ñandú, dentro de la habitación que usan para guardar los quesos y
chorizos secos.
Todos los animales de don Tomasino
estaban a salvo. Su cuerpo fue hallado, sin vida, a mil metros del rancho. Casi
irreconocible, el rostro. Al parecer el golpe de las rocas, y todo lo que
alzaba el remolino, lo magulló. Sobre el oro hallado, la pareja nada comentó.
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