Funicular
Ya de entrada cuando el ómnibus dio vuelta en la primera esquina
rumbo a la Terminal de Tilcara el Negro le había echado el ojo al boliche-
restaurante. El "Chancho a cuerda" se llamaba, y su especialidad,
puchero norteño, atendido por su dueño, Cacho, el boliviano. Cuando
pasaron con los bolsos se quedó un ratito frente al cartel escrito con
tiza sobre el pizarrón gastado. Fue allí que salió el
propietario y mientras se restregaba las manos en el delantal,
alguna vez blanco, le dijo picarón - tómese su tiempo hermano pero no se lo
pierda, está para chuparse los dedos-.
Esa noche no descansó muy bien. Era como que le faltaba el
aire. -Pasa que en estas alturas hay mucha gente que no se siente bien porque
le falta el oxigeno, no está acostumbrada- le había dicho el encargado del
Hostal donde se hospedaba junto a su compañera y su joven hijo.
Ya entrado el día, luego de un desayuno reparador en el quincho y
una pequeña vuelta por el pueblo, decidieron ir hacia la Garganta del Diablo,
"imponente caída de agua del Río Huasamayo, afluente del Río Grande de
Jujuy", decían los folletos pomposamente.
En la oficina de Turismo le habían asegurado que el camino estaba
perfectamente indicado con letreros que también ofrecían el tiempo estimado de
llegada. Esos tiempos están calculados para suizos con una salud cardiovascular
envidiable, pensó. Y sí … Victoria es suiza, y su hijo Mateo francés,
tiene 22 años y a esa edad todos son como
los suizos para subir montañas. -Yo
tambien subi al Champaqui que tanto, en Córdoba, pero eso fue en
los sesenta-, se acordó.
Pero ahora estaba en Tilcara, no podía quedar mal parado.. Y fue
allí entonces que dijo con un tono firme y no exento de valentía - voy a subir,
cueste lo que cueste...- Y con esa misma euforia transitoria se largó,
caminó apenas unos 500 metros de sendero empinado, y no pudo mas. Y a
medida que se agotaba, las estimaciones de tiempo ya no tenían ningún sentido:
siempre se basan en la hipótesis optimista, de que uno anda como un metrónomo,
sin acusar cansancio, sin rebajar el ritmo… sin necesidad de tumbarse a lo
largo en el suelo para recuperar el resuello mientras el corazón atrona en el
pecho, y de la garganta escapa un quejido sostenido que trata de articular una
frase mas o menos como « para que mierda habré venido ». Y cada
vez que cerraba los ojos se le aparecia el cartel del puchero.
La cuestión es que no podía olvidar ese cartel del
boliviano en el centro del pueblo: HOY PUCHERO. Son esos carteles irresistibles,
se te pegan a las retinas y si le sumás un poco de imaginación te acordás de
todos los pucheros de tu vida, hasta los que te hacía la abuela. O los de
Buenos Aires como los del Globo en el centro de la gran urbe, o los del Mercado
de San Telmo, ese sí que tenía un cartel emblemático : PUCHERO. De Falda,
de Gallina o de Codillo de cerdo. Un dechado de variedad gastronómica.
O sea que se sentó en una piedra bien grande mientras su
compañera volvía unos metros, para ver que iba hacer.
-Aquí falta un funicular…-le dijo jodón.
-Si querés quedate Negro, yo voy con el nene y después volvemos-.
Y sí, se quedó ahí mientras ellos se
alejaban cerro arriba en busca de no sabe qué aventura
extraordinaria. Cuándo desaparecieron ya de su vista las siluetas de madre e
hijo, se volvió para el pueblo, silbando bajito y cuesta abajo. A los 10
minutos estaba en el centro de Tilcara, parado frente al cartel del
Restaurante.
Ya no lo pudo resistir. Una mugre el boliche pero las mesas de
madera, los mantelitos de cuadros rojos y blancos y el olorcito del puchero en
la cocina sumado a la jarra de vino patero que le puso de entrada el boliviano
en la mesa, -si quiere le traigo una gaseosa, pero acá el puchero se toma con
tinto-, le dijo, y lo convenció en el acto.
Cuando la mujer apareció con la bandeja humeante del puchero
norteño que a fin de cuentas resultó ser carne de llama con abundantes verduras
y papines andinos y se lo depositó en la mesa, se convenció una vez más de todo
lo hermoso que es su país. Aun en las alturas.
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