miércoles, 24 de noviembre de 2010

Nélida Beatriz Hualde-Buenos Aires-Argentina/Noviembre de 2010

Justicia




Escena I



Una salita en la cárcel: ambiente frío, piso de baldosas, un escritorio y tres sillas viejas. Un preso espera, flaco, triste, de pie. En la puerta un guardia.

Entra la Jueza, alta, elegante, camina rápido, con el ceño fruncido, tratando de disimular una ligera cojera. Le sigue el Abogado Secretario, con un portafolios y un expediente en la mano. La Jueza se sienta e invita con un gesto a hacer lo mismo al secretario y al preso.



Secretario: El señor es Pérez Ramón, imputado en la causa número 14528 sobre tenencia y comercialización de drogas. (al preso) Su Señoría, la Doctora es la Jueza a cargo del Juzgado de Primera Instancia en lo Federal número 820 que entiende en su causa.

Preso: Mucho gusto señora.

Secretario: (al preso). Su Señoría, dígale Su Señoría o Usía, si lo prefiere, por favor. Usted debe entender, la investidura, la majestad de la justicia. Dígale Su Señoría o Usía, por favor.

Preso: Sí, Señoría o Usía.

Jueza: Bien, señor Pérez Ramón. Estoy aquí porque de acuerdo a lo que dispone el Código de Procedimiento en su artículo 7 debo tomar conocimiento antes de dictar sentencia, de su persona, ya que me toca decidir sobre su suerte en la causa.

Le digo que conforme a la Constitución y a la Jurisprudencia esto no sería necesario pero mi espíritu de justicia y mi amor por la legalidad me obligan a comparecer ante usted. Mas cuando no he sido yo quien interviniera en la primera parte de la causa. Yo no le tomé declaración indagatoria. Eso lo hizo otro Juez que me reemplazaba en esa instancia por haber estado ausente. Yo no lo conocía a usted hasta ahora ¿no es así señor Secretario?

Secretario: Efectivamente. Su Señoría estaba de vacaciones en esa ocasión, en Europa, y fue el Señor Juez del Juzgado número xxx, quien la reemplazó.

Jueza: Ya ve, señor Pérez Ramón. Y yo he venido hasta aquí para conocerlo, evitando todo el movimiento que implica su comparencia en mi juzgado, ante mi presencia. Y conste que en mi juzgado tramitan 3.800 causas, y yo le estoy dando a usted este trato personal, como si fuera el único preso…

Preso: Señora Jueza…

Secretario: Le recuerdo señor Pérez Ramón que a Su Señoría debe tratarla de Su Señoría o Usía, ya le dije…

Preso: Sí, la investidura, la majestad de la justicia… Yo quería decirle Señora Jueza, yo quiero explicarle Señora Señoría… Jueza Usía… Yo quiero…

Jueza: Veamos, usted está acusado de tenencia y comercialización de drogas ¿no es así?

Preso: Pero no es así, Señoría. Yo nunca tuve drogas. Los policías la colocaron allí en un jarrón. Verá usted al lado de la puerta hay un jarrón grande con flores desecadas. Es un trabajo que hace mi mujer ¿sabe? Cuando los policías entraron pusieron las bolsas en el jarrón. Yo los vi. Y mi primo Antonio también. Ellos traían las bolsas de plástico y las pusieron en el jarrón, y después hicieron como que las encontraron. Yo y mi primo Antonio, los vimos…

Jueza: Dígame Señor Pérez, ¿cuántos testigos tiene usted que puedan deponer sobre ese hecho?

Preso: Mi primo y yo.

Jueza: Vea, señor Pérez. Los testigos son como el ojo y el oído del Juez, y yo debo estudiar muy atentamente la forma misma de la deposición. Pero desde ya le digo que en nuestro Código es de rigor la regla “Testis unus, testis nulus”, ¿entiende?

Preso: (la mira con ojos desorbitados). ¿QUÉ…?

Secretario: Su señoría dice que un solo testigo no sirve, es nulo. Usted deberá tener otro testigo. Por lo menos deben ser dos testigos.

Jueza: Se lo digo distinto “Untius testimentus non ese credendus”

Secretario: Su Señoría dice que un único testigo no merece crédito. Debe agregar otra prueba…

Jueza: Si bien tengo las facultades que otorga la sana crítica… no lo olvide… en fin. Señor Secretario léale al señor Pérez Ramón el artículo 559…

Secretario: Sí, sí Señoría. (al preso) Escuche: “artículo 559 del Código Procesal Penal. Las declaraciones de dos testigos hábiles, contestes en el hecho, lugar, tiempo y demás circunstancias principales, podrán ser invocadas por el Juez como prueba plena de lo que afirmare”. (cierra el código). Dos, dice dos testigos ¿entendió?

Preso: Sí, sí Señoría… pero yo quería hablarle de mí, del empleo que voy a perder si sigo preso, de mi mujer, de mis dos hijos que estudian, de mi casa que está hipotecada y tengo que pagar las mensualidades, de todas las cosas que no puedo atender estando aquí encerrado… yo quiero que usted me diga, Señora Señoría o Usía, qué pasará conmigo, ¿cuándo salgo de aquí?, si yo no hice nada, y no tengo dos testigos, y mi primo solo no es creíble… es “nulus”. Yo quiero saber qué estoy haciendo aquí. Señora usted habla y yo no entiendo nada…

Jueza: Bien señor Pérez Ramón. Yo he cumplido con una diligencia procesal. Estoy en paz con lo que regla el Código Procesal… (al secretario) considero, señor Abogado Secretario, que este acto no da para más, y aquí lo cerramos. Completaremos la actuación en mi despacho. (al preso) buenas tardes señor Pérez Ramón.

(Se van)





Escena II





Despacho de la Jueza. Confortable. La Jueza está sentada en su escritorio y escribe. Entra el Secretario.



Secretario: Permiso Señoría. Ha pasado algo inesperado en la causa número 14528 del señor Pérez Ramón sobre denuncia, tenencia y comercialización de drogas.

Jueza: (sin levantar la vista) hable señor Secretario

Secretario: Afuera está el guardia… él podrá explicarle…

Jueza: (sigue escribiendo) Hágalo pasar.

(entra el guardia)

Guardia: Permiso Señora Jueza… yo quería informarle que pasó algo… Pérez, ayer, después que usted se fue con el señor Secretario… después que se retiraron.

Jueza: (lo mira) Hable, hombre, ¿qué le pasa?

Guardia: Después que ustedes se fueron, Pérez se puso a gritar… parecía un loco… no lo pudimos contener… No sé… no entendíamos… lloraba… decía que era muy bruto… que no había sabido tratarla a usted… que no sabía que había que decirle Su Señoría y por eso lo iban a dejar preso toda la vida… para siempre… lloraba y gritaba y hablaba en otro idioma… decía testigus unus testigus nulus y otras cosas. Y sabía decir el artículo 259… y otras cosas… eso fue ayer… Pero hoy… ¡qué sé yo!

Jueza: ¿Qué pasó hoy? ¡HABLE, DIGA! ¿qué pasó?

Guardia: Hoy fui a la celda, tan oscura, tan húmeda y tan triste. Si hasta ahora guarda el último aliento de Pérez…

Jueza: ¿qué pasó?

Guardia: Había roto su pantalón y se había colgado. ESTABA MUERTO…

Secretario: (entristecido) la Majestad de la Justicia…

Jueza: (se desploma en la silla y oculta su rostro. Enérgicamente levanta los brazos y grita): ¡¡¡¡MIEEERDAAA!

viernes, 19 de noviembre de 2010

Nilda Antonia Pigazzini-Buenos Aires, Argentina/Septiembre de 2010

   Y DE PRONTO …

- QUÉ OTORGADO RECUERDO
ME CONDENA, ME ILUSTRA
QUÉ MOTIVO TAN SABIO SE TRANSPORTA
 ANTE MÍ
ME DIRIGE ME INVITA ME PROVEE
DE SUEÑOS
ME REGALA BALADAS
QUE JAMÁS…
NUNCA OI

QUIÉN SERÁ EL CABALLERO
EL POETA ANDANTE
QUE RECORRE EL ESPACIO
A BUSCAR SU VERDAD
COROLADO DE GLORIA DE MAISALES Y TRIGO
QUIEN SE ATREVE A DECIRLE
QUE EL  SILENCIO
ES VERDAD
-----------------

-QUIÉN DEPLORA TU AUSENCIA
QUE RECOJES Y BESAS
EL TALAR DEL ORGASMO
DONDE UN DÍA BEBÍ
                            QUIÉN SE RÍE NO SABE
                      DEL PLACER DE LOS DIOSES
                             DE LOS MONJES CAÍDOS
DE ESE  RARO VERGEL

QUIÉN TE AMÓ POR SORPRESA
                            Cuando ya no creías
                    Quién te trajo el emblema
                   De un doloroso parir…
Fue el amante que supo
 Encender en la tierra

la pasión desflorada
 de un jazmín…
en  mujer

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Josefina Fidalgo-Buenos Aires, Argentina/Noviembre de 2010

Arrastra una pena  tan antigua como secreta
              Un fermento que la consume lentamente

Pesadilla y vigilia de aniversario
              Siente la opresión de esos cuartos
                          con  aliento  a  encierro
Martillan las sombras calladas del pasado

              Desvelo de noches mustias

Sentada en el sillón de quejosos mimbres
              Sumida en  su  quietud batracia
En la casona en ruinas,  desierta  y  silenciosa
              donde todo se ve  violáceo y gris
Rememora el fantasma de aquél día,
              que espiaba su destino

Cuando las aguas  del río  revuelto y precipitado
              encontraron  aquél rostro.

Raúl Barrozo-Buenos Aires, Argentina/Noviembre de 2010

Simultaneidad de los paisajes

Acaba de pasar un elefante, una sombra gigante casi como una nube suave, oscura  y bamboleante en la quietud del paisaje, inclinando la trompa hacia un lado y hacia el otro, buscando, husmeando, presintiendo quizás ese otro extirpado destino, de sabanas africanas.
La realidad se desnuda de noche, muy en especial en esta zona del zoológico, aquí con la luna alta de abril, en el Jardín de las fieras de la gran urbe que es Buenos Aires. Hasta aquí he llegado. Por supuesto, estoy por fuera de las rejas, como bromeó un compañero esta tarde cuando fui a retirar mis pertenencias de la oficina, antes de pasar a cobrar mi indemnización por despido sin causa luego de trabajar 20 años en el lugar. Eso creo.
De lo que si estoy seguro es de esta sensación de límite, de haber llegado al límite, una especie de frontera que a la vez que me espanta me atrae. Un inmenso hueco, un agujero negro insondable, un espacio infinito. Esta ruptura encadenada, brusca y traumática.
La tenue luz del amanecer que se vislumbra desde el río, me permite ver también claramente, el andar de dos felinos siguiendo el mismo trayecto. Caminan hacia el templo hindú y vuelven contra las rejas, las rozan, se apoyan en ellas como  buscando una caricia.
Al principio juro que esperé con altísima adrenalina un zarpazo que finalmente no llegó. En alguna parte leí, hace ya un tiempo, que una garra te abre el cuello, te rompe la traquea e incluso te quiebra la columna cervical. La muerte sobreviene en segundos.
Debo haberme quedado dormido. Antes pasé por la Place de Italie donde está el monumento a Garibaldi, y comí un guiso de arroz recalentado sin sazonar con los clochards (zas, ya me confundo de idiomas). Y casi me confundo. Parecía que estaba en París (confieso que no es la primera vez que creo estar en París y no acá. ¿Acá?)
Ahora el dolor de cabeza se me ha pasado un poco (alguien en la Plaza consiguió licor) y creo que en cualquier momento me termino durmiendo. Si no fuera por ese cartel grande de la entrada, demasiado iluminado creo que ya me hubiera dormido. Está pulcramente pintado con letras verdes fosforescentes: “Especies en vías de extinción”. Un poco más abajo y con letra más chica también puede leerse “Entre todos podemos preservarlas”,
Antes, en París, los vagabundos eran clochards y ser clochard era pertenecer a una dinastía. Ahora, la denominación dinástica desapareció y se llaman SDF, “sin domicilio fijo”. Aquí en Buenos Aires  les llaman SDC, en Situación De Calle. Y comen en las plazas. Donde yo comí hace un rato arroz recalentado sin sazonar.
Es junio, y comienza a sentirse el frío en buenos aires. Algunos grados menos aquí en el Zoo, en esta cuña de la naturaleza en el impiadoso cemento de la gran ciudad. Sólo se escucha la brisa que mece las otoñales escasas hojas de las tipas y los jacarandaes. Y se me ocurre pensar, (mirá las cosas que se me ocurren), me hubiera gustado mucho, que ella también estuviera aquí conmigo. Pero no pudo ser. Ella ya no está. O mejor dicho ya no estoy Yo en el departamento que era nuestro y en el que sí quedó ella.
Algunas de las construcciones de este zoo porteño son como palacios orientales, tan parecidos a los de La ménagerie, la Casa de las fieras, en el Jardín des Plantes, allá en París. Además, también está muy cerca de la Plaza de Italia, en el arrondisements 5, Boulevar de LHopital de por medio. Todo tan cerca, y a la vez tan lejano.
 Me duele un poco la espalda, ya no se cómo acomodarme en los dos escalones que bordean el enrejado recinto de los animales salvajes. Hoy, justamente hoy se me ocurrió ponerme el traje Pierre Cardin que me regaló ella a su regreso de París. Simplemente me lo puse cambiado, cubriéndome el pecho con la espalda (del saco), y la espalda contra el escalón (de la jaula). Todo al revés. Me parece.
                                                                                                         

martes, 16 de noviembre de 2010

Delfina Acosta-Paraguay/Noviembre de 2010

Los modos de marcharse

Hay modos de marcharse de la vida:
poco a poco
se van de tu memoria
los versos más hermosos de Rimbaud.
Te ocurren dos fatalidades juntas:
se te muere la rosa
que al mirarla quisiste
con suspenso de niño,
con el amor de Dios,
y se entierran, también, en el jardín,
las hojas amarillas de tu alma.
Para llenar las horas de la tarde
vas y vienes del tiempo
en que quedó el recuerdo
de aquella boca tibia ayer besada.
Hay modos de marcharse
de la vida:
poco a poco
se van de tu memoria
los versos más hermosos de Rimbaud.

Fidel Alcántara Lévano-Perú/Noviembre de 2010

LA VISIÓN DEL MAÑANA

En un torrente de luz
La aurora del silencio
Acosa mi energía
Y se derrama la sabia de mis ansias
Y languidece mi euforia de sueños
Y mis anhelos de estrellan
Enmudeciendo con la tarde
Al caer la noche
A merced de las tinieblas,
Más me sacudo del tedio
Al amanecer
Y con la furia de ayer
Desafiando a la natura
 me elevo hacia las nubes
Y me vuelvo un astro en el espacio
 y del brillo de mis ojos
 me da la esperanza
De ser como el sol
Y abrir rutas de bonanza
En los rincones del mundo.

Trinidad Aparicio-Barcelona, España/Noviembre de 2010

Historia vieja, tinta nueva


 Desde el recuerdo, escribo pequeñas historias que a través de los años siguen atrapadas en mi memoria. Esta pretende ser un pequeño y merecido homenaje hacia dos personas que mucho quise y más  me quisieron: mi padre y mi abuelo.

 

             Me ubico en Chella, un pequeño pueblo de Valencia, allá por la guerra del “36” cuándo  primero los jóvenes y más tarde los  adultos debieron incorporarse a filas y el pueblo quedó carente de brazos fuertes.

Fue esa una época muy difícil, tanto, que hasta los ancianos se vieron en la necesidad de asumir nuevamente el papel de jefes de familia y tratar en lo posible de que en el hogar no faltase el sustento diario. De  hecho, ni las aves del corral ni los restos de cosecha, eran suficientes para subsistir por tiempo indeterminado sin que el hambre apremiara.

El dinero, ni lo había ni valía.

 Pero como la necesidad obliga, hete aquí, que entre los pobladores de la comarca,  se fomentó el mercado de intercambio: Un pichel de harina por dos kilos de patatas, dos picheles de arroz  por un litro de aceite o un huevo por un carretel de hilo y así sucesivamente.   

Mi abuelo, sin muchas alternativas en que pensar, desafiando a sus escasa fuerzas, fue de los pocos ancianos que se animaron a cruzar el monte camino a la ribera del Río Júcar zona  fértil  por su abundancia de agua, era fácil allí, canjear arroz o naranjas por el aceite que cosechábamos en casa. Recuerdo verlo llegar de regreso con las alforjas de su borrica cargadas. ¡Con qué alegría infantil, lo recibía si el cargamento era de naranjas! ¿Le habré preguntado alguna vez cuán cansado estaba?

A lo que voy es: Durante uno de sus tantos caminares por los senderos del monte, un día mi abuelo coincidió con otro anciano. padre también de un hijo en la guerra. Los dos llevaban sus borricas cargadas con vasijas llenas de aceite; los dos iban al mismo lugar pero a la inversa. Mi abuelo iba por naranjas y el otro en su caso ya las había canjeado por aceite.

La cosa fue que caminando, caminando,  fueron contándose sus  cuitas y cosa curiosa, resultó ser que sus hijos   estaban los dos luchando en Extremadura y en el mismo destacamento. El circunstancial compañero de viaje, de mi abuelo,  era por demás comunicativo: “¡Señor que tiempos! ¡Cuánta falta hace mi hijo en casa! Pero Gracias a Dios tenemos noticias de él muy a menudo, y cada dos por tres nos arreglamos para poder mandarle algún paquete con comida. Pero mire usted si hay gente ruin en el mundo. A mi Vicente, -seguía diciendo el buen padre- cuándo en la compañía había el cartero anterior, muy pocas veces le llegaban los paquetes y cuándo le llegaban nunca estaban completos: en unos faltaba el tabaco y en otros las magdalenas o chocolates.
Mi abuelo, hombre de pocas palabras escuchaba, sonreía y asistía con un movimiento de cabeza intuyendo ya, el final de la historia.
“Seguro que con lo apropiado   a pesar de llamarse Ángel, aquel  cartero hacía su buen negocio”. Tras un breve silencio, el padre del tal Vicente reanudó su monólogo:
Pero… como le iba diciendo, eso  era antes. Ahora, dice mi Vicente que  con el nuevo  cartero,  un muchacho llamado Aparicio, si no recuerdo mal,  ahora los paquetes le llegan enteros.” – Al llegar a ese punto la sonrisa de  mi abuelo era de pura felicidad, asistía con su peculiar movimiento de cabeza y su acostumbrada expresión de: ¡Ajá! y seguía escuchando- “En agradecimiento por su don de gente,  una vez mi Vicente, le quiso obsequiar una cajetilla pero no la aceptó por que dijo que no fuma… sí le aceptó una tableta de chocolate. ¡Al parecer es un muchacho decente el tal Aparicio!”  -¡Ajá! Y que lo diga. ¡Si lo sabré yo que soy su padre!- dijo mi abuelo con orgullo y plena convicción. Menuda sorpresa. El padre de Vicente solo atinó a decir: “¡Ché, recollons!” ¡Mira si llego a hablar pestes de él! -Sin cuidado buen hombre. Yo sé, que de mi hijo, nadie puede decir ni ¡ay!
                                                                                                                                                                                                            



Alba Bascou-Buenos Aires, Argentina/Noviembre de 2010

Un pueblo tiene justicia cuando el sistema político respeta su identidad,
                              su buena alimentación,
                              su salud,
                              la educación de sus mujeres y sus hombres,
                              el trabajo de todos,
                              la libertad,
                              el placer,
 afirmándose en la distribución equitativa de las riquezas,
                              sin hacerse trampas.
                              Desde allí,
LA JUSTICIA se levanta en un país donde las sombras y los fantasmas
                              quedan alertas
                              en la MEMORIA.

Hugo Enrique Boulocq-Noviembre de 2010/Argentina

Prólogo de Hugo Enrique Boulocq para el volumen “Historietas del Amor” de Rolando Revagliatti (RundiNuskín Editor, Colección: La Hoguera, Buenos Aires, la Argentina, noviembre de 1991) y a ser incorporado, con apenas algún cambio, a la edición electrónica prevista, con todos sus textos corregidos,  para diciembre de 2010.





Prólogo

         
          En estos cuentos es posible que el lector se encuentre, casi frontalmente, ante un juego de imágenes cuyo tono sensual sobresale y se anima de un modo particular lo narrado. Como si se tratara de una proyección cinematográfica, la ficción estalla sin demasiados preámbulos; después de algunos trazos breves, eficaces, la trama se enciende y llega al erotismo, a la ironía, a la sátira, es el sueño descarnado, la ilusión oscura, la fantasía en paso de comedia.
          Detrás, entre los pliegues lingüísticos del decorado, el intelecto de Revagliatti, observador de esa realidad donde comienza el terreno común de la semántica, sustantiva, verbaliza, ajusta las palabras como si fuesen resortes de los sentidos. Y el festín principia. La sensación de espacio, de ambiente, es tan rápida que anula la distancia con el texto; descripciones apretadas, concisas, síntesis intachables, muy a propósito para un ritmo narrativo ceñido al galope de las frases, definen la brevedad del tiempo en el que todo ocurre como si nada pasara –aunque pase y pueda mirarse, tocarse, oírse, sentirse, pensarse. Más allá, franqueándonos la entrada a la representación verosímil de la realidad –que no es el mero detallismo superficial de lo real-, el arsenal discursivo del autor se convierte notoriamente, como recurso técnico y posibilidad significativa, en una indagación aguda acerca de lo previsible y precario de la existencia.
          Pero Rolando es un escritor concreto, y como tal sabe y demuestra que esa indagación bien puede ser un reflejo. Por eso sus textos exhiben el pulido suficiente para que el lector se mire y se reconozca, se ausculte mientras pasea por el sexo y la bohemia, las calles conocidas y las caras apuradas, los bares, los arquetipos, el teatro independiente, sin falsos pudores, sin fruslerías ni banalidades, llamando a las cosas con el nombre que aquí y ahora tienen, en el idioma que poseemos como un código de arraigo, desgracia, goce y permanencia, en la lengua que por sí sola nos funde a la experiencia colectiva del fracaso y del éxito. Quizás porque el coloquialismo utilizado como un estilete sea lo que mejor pone a prueba, denuesta o ridiculiza los valores gestuales, las virtudes estériles y las normas huecas de la hipocresía.
          Aventuro, por todo ello, que la coincidencia tonal, temática y estructural de estos cuentos no es, no puede ser casual. Porque la soltura del lenguaje importa desde ya un desprejuicio al ser acompañado por una búsqueda de sentido en la transgresión –y el autor esgrime, por ejemplo, la ironía como tal; porque la recurrencia hedónica en el hilo argumental, aunque a veces sea sólo andarivel del psicologismo que también demuestra conocer al dedillo, logra por sí misma interesar a los sentidos en experiencias concretas que actúan como paradojas de nuestros temores, pasividades y sueños reprimidos; porque la bien compuesta economía de cada relato obtiene, en fin, que la coherencia apuntada se transforme en un único y sugestivo encuentro con la literatura que practica.
          Y concluyo con un breve párrafo de Pavese, quien nos dice a propósito del escritor, a nosotros lectores y a los críticos, sobre la necesidad de “convencerse de que si un escritor elige ciertas palabras, ciertos tonos y giros insólitos, tiene por lo menos el derecho de no ser condenado de inmediato, en nombre de una precedente lectura donde los giros y las palabras eran más ordenadas, más fáciles o solamente diferentes. Esta tarea del lenguaje es la más vistosa, pero no la más ardiente. Por cierto que todo es lenguaje en un escritor que sea tal, pero basta justamente con haberlo comprendido para encontrarse con un mundo de los más vivos y complejos, donde la cuestión de una palabra, de una inflexión, de una cadencia, se vuelve enseguida un problema de costumbre, de moralidad. O, sin más, de política”.
          Le queda al lector, ahora, comprobarlo por sí mismo.




Hugo Enrique Boulocq
1991 / 2010

Miriam Brandan-Los Ángeles, California, EEUU/Noviembre de 2010

PARA SIEMPRE
He de quererte  siempre…
Aun cuando el tiempo ponga nieve en tus cabellos
y tu espalda se encorve lentamente,
cuando tus ojos se contraigan y se opaquen
cuando tus manos no estén firmes… y te tiemblen.
He de quererte siempre…
Cuando las líneas de tus curvas, sean rectas
y cuando aumentes en peso y superficie,
cuando tus piernas no se roben las miradas
y cuando ya no sea claro lo que dices.
He de quererte siempre…
 Porque lo que amo más de ti, no esta a la vista
aunque a un jardín en primavera hoy te asemejes,
de lo que estoy enamorado, es de tu esencia
y de tu amor, que con el tiempo… no envejecen.

Carolina Bugnone-Mar del Plata, Provincia de Buenos Aires, Argentina/Noviembre de 2010

Lucifer

“El tipo es un fóbico”, dice, y toma un sorbo de café con un gesto de qué me importa, y le importa. La otra mujer se ríe levemente, ocultando los dientes y apenas mueve la comisura de los labios para que la amiga no se ofenda. “Sino cómo se explica?”, continúa, mira hacia el techo mientras  habla mordiéndose el labio inferior, y apaga el cigarrillo con fuerza exagerada en el fondo de la taza de café. “Y sí, fijate, primero mirá la onda que tira, después se borra increíblemente”. Y saca otro cigarrillo con gesto nervioso, lo enciende con premura, lo lleva a su boca sin pausa, arroja el humo como si escupiera la rabia y la desazón. “Pero me parece que te estabas haciendo la cabeza, Maru…”. La mirada que devuelve ante tal balazo, mantiene el mismo nivel de artillería. “No, boluda, no. Es un fóbico”. Y sirve la segunda taza de café, esta vez bien amargo, para que ese lago  negro le queme la tráquea y le haga olvidarse del hombre.
Afuera empezó a llover por centésima vez en la semana, y se vuelven inevitables las quejas relativas al aspecto climático de la vida. Se suma que es lunes a las 9 de la mañana, y que acaba de entrar al café en el que desayunan, una parejita deseosa de derrochar besos. Las espectadoras miran imantadas por la escena, la amiga sonríe de nuevo y sin disimularlo, Maru destila un cierto odio ante la ostentación que cree cuasi obscena frente a sus ojos.
El celular de la amiga suena desconsolado, atiende y blasfema en voz baja, da algunas directivas y se extiende más de lo conveniente. Maru la oye sin oír y cada tanto desvía sus ojos hacia esa mesa endemoniada frente a sí. Aunque la que se siente endemoniada es ella misma. Puede sentir las llamaradas a su alrededor y la sangre que se acumula en sus ojos aún hinchados, de dormir poco y de llorar y del exceso de clonazepam que se viene tomando hace unos días.
Entonces, mientras la amiga sigue parloteando con mal gesto, ella se levanta de la mesa con un impulso hasta ahora desconocido. Camina sobre las llamas del infierno y su aliento es caliente y húmedo y maloliente, y sus ojos brillan amarillos y desorbitados, y su pelo se crispa y parece un revuelo de lenguas de fuego, y las uñas han crecido profusamente y lucen puntiagudas y negras, y la voz se le ha puesto grave y desencajada, y debajo de su túnica roja aparece el escote insinuante y rojo, como su boca desangrada, como la sangre en sus ojos. Y como un rugido desenfocado, les grita en la cara a los desconcertados amantes.
Y mientras ellos se levantan rápidamente, deciden a la vez y sin consultarse, retirarse del lugar con la mayor velocidad de la que son capaces, no sin antes responderle con un trillado pero no menos efectivo “locademierda”.
Maru se desploma ante la mirada incrédula de la amiga. Vuelve a la silla desinflada, deshilachada, la ropa destruída como la del increíble hulk cuando regresa tristemente a su pueril humanidad. Los cabellos quemados y oliendo a carne chamuscada, las uñas rotas, los labios mordidos. El aliento a cigarrillo y los ojos aún hinchados.
De no dormir y de llorar y del clonazepam.
“Es un fóbico”, repite innumerables veces. La amiga le acaricia la cabeza, aceptando su oficio de continencia y enfermera y bombero. Por el mismo precio. El de la amistad que actúa ante los desvaríos del ser querido.
O sea que la abraza, paga los cafés, la lleva del brazo y la sostiene, toma su cartera y le acomoda el pelo, chequea que tenga las llaves de la casa y se sube a un taxi, rodeándola con su brazo y diciéndole “shhh” como las madres que calman a los hijitos que lloran, o como cualquiera que calla a una mascota que chilla.
La deja en su casa, en su cuarto, se asegura de que vaya al baño, le lava la cara y la ayuda a acostarse. La tapa, le apaga el velador, le vuelve a decir “shhh” mientras la otra ahoga los últimos “es un fóbico” tras un hilo de baba y la mirada perdida.
Se retira silenciosa, cierra con la llave que tiene de la casa de su mejor amiga. Camina hasta la esquina, y se sube al auto con el fóbico.

Eduardo Cappellacci-Capitán Bermudez, Provincia de Santa Fé, Argentina/Noviembre de 2010

LA BÚSQUEDA


“Rubén Darío Pagliarutto. Barra 1491 bis depto. interno. 01/11/1950”. Dejó de escribir y repasó en silencio los datos que le faltaban llenar: teléfono, lugar de nacimiento, nacionalidad, número de documento, estado civil, estudios cursados… ¡Estudios cursados! ¡Eso era el colmo! ¿Para qué quieren tanta información? Información innecesaria, juzgó.
Venció la tentación de hacer un bollo con el formulario y tirarlo al cesto de residuos lleno hasta el borde con restos de comida, papeles rotos, una botella plástica y yerba usada. Siguió escribiendo. En realidad quería acceder a esa tarjeta de crédito y era condición indispensable llenar el formulario que le había dado, con una sonrisa cómplice, la promotora de ojos verdes y cuerpo armonioso. Quería saber qué se siente al tener una tarjeta de crédito, al comprar con una tarjeta de crédito. En realidad sabía que no iba a experimentar nada; pero pensó (pensaron, él y Griselda) que ya era hora de tener algunas cosas: un equipo de música, una computadora más moderna… cosas que no podría comprar de otro modo que no fuera a crédito.
Por eso no tiró hecho un bollo el papel, por eso se dispuso a completar el formulario con los datos que le solicitaban, venciendo sus prevenciones.
Cuando terminó de responder a todos los requerimientos, repasó prolijamente cada una de las anotaciones que hizo. Quedó conforme. Dobló el formulario en cuatro (cuidando que los vértices coincidieran perfectamente en cada doblez), lo guardó en su maletín; también guardó los útiles que había usado. Todo fue puesto en su sitio, prolijamente; una mirada le bastó para verificar que todo estaba en orden. Entonces cerró el maletín.
Se estiró en su silla quedando apenas apoyado en el borde de la vieja esterilla. Las piernas estiradas, las manos entrelazadas detrás de su cabeza. Se quedó inmóvil algunos segundos con los ojos cerrados. Inmediatamente estiró los brazos por sobre su cabeza continuando la línea de su cuerpo. Lentamente fue adoptando una postura más cómoda y relajada buscando que toda su espalda se apoyara en el respaldo.
Miró por la ventana. A través del vidrio cerrado observó las estrellas y la luna que colgaban lo suficientemente lejos: imposible no verlas. Bajó su mirada y notó lo que muchas veces había mirado (y quizá nunca había visto): los edificios vecinos adquirían un aspecto distinguido y misterioso bajo la iluminación lechosa de la luna llena. Se acercó a la ventana dirigiendo su mirada al jardín que, con elogiable buen gusto, construyó y mantiene su suegro. La luz blanca se empecinaba en aclarar el rojo profundo de la única dalia que había florecido. Oyó, amortiguado, el canto de un grillo.
Apoyó sus manos en el frío vidrio y acercó su cara hasta tocarlo también con su nariz sin dejar de mirar.
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Lunes. Bajó del colectivo en la esquina de San Luis y Oroño como todas las mañanas. Miró su reloj. Los lunes a esa hora, las 07:14, hay menos gente en las calles que los demás días. Cruzó San Luis y se encontró con algunos chicos que, formando grupitos de tres o cuatro, conversaban animadamente mientras esperaban la hora de ingresar al Misericordia. Seguramente contándose lo hecho durante el fin de semana, pensó recordando sus años de estudiante.
Apuró el paso por la vereda oeste de Boulevard Oroño y al llegar a Rioja, aprovechando que el semáforo le daba paso para cruzar el boulevard, se dirigió al cantero central y se dispuso a recorrer las cuatro cuadras que le restaban por ese sendero. Le gustaba caminar por Oroño. Siempre le había causado una atractiva inquietud esa muestra de grandeza, de señorío, de poder, de lujo y ostentación que venía desde fines del siglo XIX y se manifestaba en las construcciones: magníficas casonas, verdaderos palacios que hablaban de una estética distinta y de una realidad social también distinta. Lamentó que se fuera perdiendo esa magnificencia. Los edificios recién construidos y los que están en construcción van ganando un lugar preponderante, haciendo  que el Boulevard Oroño sea una confirmación de que los arquitectos han vendido al mejor postor el buen gusto, la gracia  y la emoción.
Había llovido toda la noche. Una tormenta otoñal (aunque faltaban doce días para que comenzara el otoño) sorprendió con “vientos huracanados del sector sur y ráfagas violentas que alcanzaron los 90 km por hora” como había descrito muy acertadamente el locutor al leer las noticias de las 5:30 hs en la emisora radial que escuchaba cada mañana. De esta tormenta, comenzada a media noche, sólo quedaba un aire húmedo que parecía más frío aún por efecto de la suave brisa. Las calles y veredas todavía mojadas mostraban la suciedad que los habitantes de Rosario se empeñan en no tirar dentro de los contenedores: papeles diversos, bolsas plásticas de las que entregan los negocios (a pesar de las advertencias de los ecologistas), restos de comida… El viento y la abundancia de agua caída en pocos minutos se habían encargado de juntar, en cada cuadra, toda esa basura. Como siempre que hay una tormenta fuerte en la ciudad, había algún árbol caído, ramas y hojas diseminadas por todos lados; algún cable cortado con uno de sus extremos perdido entre las ramas de un árbol y el otro amedrentadoramente expuesto sobre el piso, exigiendo alguna maniobra para no tocarlo o pisarlo. Caminaba despacio pero con firmeza observando todo el paisaje. Ya lo había visto innumerables veces en sus cincuenta y ocho años.
De pronto se paró. Se quedó quieto, pensativo. Lentamente se dio vuelta y retrocedió un paso. Volvió a quedarse quieto. Lo que había visto al pasar le había… impactado –esa era la palabra- retrocedió otro paso y quedó frente a esa gran rama de plátano arrancada por el viento y arrastrada por el mismo viento hasta quedar cruzada sobre el cantero central del boulevard. Semioculto por las hojas, debajo de las ramitas que habían sido su sostén, se veía un nido de gorriones bastante deteriorado por la caída. Ese nido, el hecho de haberlo visto al pasar, en el límite mismo de su campo visual, lo había conmovido. El nido estaba vacío. Vio lo que, evidentemente, había intuido: a poco menos de cincuenta centímetros del nido estaban dos de sus ocupantes. Dos pichoncitos, aún sin plumas, yacían muertos uno al lado del otro. Los cuerpecitos habían adoptado formas caprichosas, impensables para un pájaro vivo aunque sea pichón: los piquitos amarillos abiertos en lo que quizá fue su último pedido de auxilio, las patitas estiradas en uno y recogidas convulsivamente en otro, las incipientes alitas desplegadas en posición para un vuelo que nunca se iniciaría…
Desvió la mirada. No podía sostener la contemplación de ese espectáculo. El más terrible de la naturaleza. El único que le hacía dudar del valor de la vida: el espectáculo de la inocencia maltratada y muerta. Se sobrepuso a la conmoción que le produjo la visión de los dos pichones muertos. Reanudó su camino.
La pregunta surgió de improviso, como una revelación. Fue un rayo: brevísimo, luminoso, impactante. Una vez formulada pudo desandar la secuencia de premisas que concluyeron en la formulación de la pregunta. La visión de los dos pichones muertos fue el disparador.
Hay gran cantidad de gorriones en la ciudad. Los sentimos cantar ocultos en el follaje de los árboles, en ese momento en que la luz va pidiéndole a la noche que se corra para darle paso al día. Los vemos, en grupos más o menos numerosos, comer bullangueramente en las veredas corriéndose, con cortos vuelos, temerosa y cortésmente al paso de los transeúntes sin dejar, por eso, de cantar. Los hay en mayor número en las plazas y parques (como es lógico) y pueblan más los barrios que el centro. Seguramente hay varias decenas de miles de gorriones en una ciudad como ésta; tal vez, más de cien mil; ¿varios cientos de miles? Y están frente a nuestra vista permanentemente con sus movimientos rápidos y nerviosos. Pero  no encontramos gorriones muertos.
Salvo excepciones, en las calles, en las plazas y parques no vemos gorriones muertos. No se necesita ser un experto para darse cuenta de que habiendo tantos individuos de una especie que tiene corta vida, la cantidad de individuos de la especie que mueren diariamente debe redondear varias centenas. Sin embargo no los vemos, sus pequeños cadáveres no están en ningún lado. De ahí a la pregunta hay un camino inevitable: ¿dónde van a morir los gorriones?
Imprevistamente se encontró en la esquina de Urquiza. Cuando iba a cruzarla inmerso en sus pensamientos, volvió a la realidad y cruzó desde el cantero central a la vereda este de Oroño y comenzó a caminar los metros que lo separaban del ingreso a su lugar de trabajo. Las ventanas iluminadas del bar de la otra esquina, con el recorte de dos o tres parroquianos tomando, seguramente, su desayuno, la joven maestra jardinera que pugnaba por abrir el candado que aseguraba el cierre de la puerta de ingreso del Jardín Maternal, y, pocos metros más adelante, el frente vidriado de su lugar de trabajo, con la cortina metálica aún baja a esa hora, el cartel luminoso (con sus luces ausentes) de un fuerte color rojo con grandes letras blancas…  La escenografía conocida y amigable, la contenedora cotidianeidad, lo sacaron suavemente de la inquietud provocada por aquella pregunta.
Esperó que la empleada de la limpieza le abriera la puerta. La saludó con amabilidad al mismo tiempo que ingresaba y se dispuso a trabajar.

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La jornada laboral terminó tarde. Ya las sombras daban a la ciudad su tinte más distintivo. Un aura de melancólica quietud recubre todos los rincones de la ciudad cuando el sol se oculta. El magnífico río, que recibe primeramente la luz rosarina de cada día, es el primero en ocultarse –prudente, discreto- a la vista de los pocos paseantes del anochecer otoñal; sólo está dispuesto a reflejar a la luna cuando, con su insolente y frío brillo, le exige que lo haga. Y él, el río, la multiplica en cientos de pequeñas luces, o en un grueso trazo que lo surca de costa a costa o en una deforme esfera…  
Abrió la vieja puerta metálica que daba acceso a ese pasillo convertido en túnel por una glicinia densa que se poblaba de flores más o menos azules cada primavera. Cerró la puerta con llave y puso el pasador. Caminó el pasillo con paso cansado y presuroso por llegar a su casa.
-¡Hola, mi amor!, gritó ni bien ingresó a la pequeña recepción. En realidad el nombre de “recepción” dado a ese diminuto cuarto, era una exageración. Toda esa casa era una exageración. Su suegro la había hecho construir según su propio diseño en los fondos del amplio terreno donde estaba la casona, vieja pero digna, donde habían vivido los abuelos y los padres de Griselda. Cuando se casaron, la necesidad se impuso una vez más sobre el sentido común y la sensatez y fueron a vivir allí prometiéndose que ‘ni bien pudieran’ se irían a una casa propia. Ya llevaban treinta años de casados.
-¡Hola!- respondió Griselda desde la cocina. -¿Cómo fue tu día?
-¡Bah! Cómo siempre. Bien. Nada nuevo.
Sus palabras le sonaron poco convincentes. Dejó la preparación de la cena y lo siguió hasta el dormitorio. Rubén –cual religioso rito- se desvestía, colgaba prolijamente su traje, ponía la camisa con la ropa a lavar… Cuando ella entró estaba sentado en el borde de la cama, vestido solamente con un calzoncillo y con las medias aún puestas.
Se sentó a su lado, empujándolo suavemente lo obligó a acostarse y se recostó a su lado. Apoyó su cabeza sobre el pecho de su esposo y comenzó a acariciarlo. La cara, el cuello, el torso, los genitales, las piernas… Él, que tenía un brazo bajo su cuerpo, la acarició con su mano libre. La cara, el cuello, los pechos, el vientre, el pubis, las piernas… Ambos disfrutaban esos momentos y los prolongaban todo lo posible. Al dejar la casa sus tres hijos para hacer sus vidas, ellos habían hecho un tácito acuerdo de disfrutar juntos todas las cosas que siempre los unieron y, al mismo tiempo, no dejar de hacer, cada uno por su lado, aquellas cosas que los complacían.
-¿Qué te pasa?- preguntó ella.
-Nada- dijo con displicencia -nada importante.
-¡Rubén Darío!- alzó la voz impostando cual maestra que amonesta a un alumno.
Su esposo soltó una franca carcajada y se sentó nuevamente en la cama ayudándole a sentarse a ella misma. Le tomó las manos y comenzó a acariciarlas con esa ternura que a ella tanto le conmovía. Así, sentados en la cama, él en calzoncillos, tomados de las manos, le contó su experiencia de esa mañana ante la rama de plátano cortada por la tormenta: el nido, los pichones muertos… y la pregunta.
Cuando concluyó el breve relato, ella le tomó la cara entre sus manos, lo besó tiernamente en los labios, lo miró a los ojos y le dijo:
-Ahora vas a salir a buscar ese lugar dónde los gorriones van a morir, ¿verdad? Te conozco, Rubén. Y sé que si hay alguna cosa imposible de encontrar, el único loco capaz de salir a buscarla sos vos.
Rubén sonrió. No necesitaba el permiso de su esposa, pero sí su comprensión.
-¿Cuándo empezás la búsqueda?- agregó ella remarcando, con un poquito de ironía, las dos últimas palabras.
-Tengo pensado dedicar los sábados- dijo en voz baja, aclarando rápidamente en tono de disculpas: -Algunas horas, no más.

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Se levantó temprano. El calor húmedo, denso, pegajoso, había hecho fácil el salir de la cama. Las sábanas se pegaban al cuerpo húmedo por la leve transpiración que la tenacidad del ventilador de techo no lograba evitar.
Se acercó a la ventana y comprobó que el aire del exterior, ocupando el jardín como un cuerpo espeso e inmóvil, era tan cálido como el que ahogaba dentro del dormitorio. El sol, aún no visible en su jardín, se presentía en el cielo celeste intenso. Le gustaba este momento de la mañana; independientemente del calor y de la humedad, disfrutaba de esa explosión de vida y de luz que se le antojaban las mañanas de fines de verano.
Se duchó. Se afeitó prolijamente. Eligió un conjunto deportivo de pantalón y remera, fresco y liviano para usar esa mañana. Se calzó las zapatillas. Se miró rápidamente en el espejo y aprobó la imagen devuelta.
Ya en la cocina encendió la radio y se preparó el mate. La locutora y el “periodista-conductor” del programa de la mañana repetían la estúpida rutina de bromear entre ellos, riéndose a carcajadas, con cuestiones personales o con vanas y vacuas “noticias” que los diarios se empeñan en publicar. “¡Qué manera más indigna de desaprovechar el tiempo en un medio de comunicación!”, pensó. Tomó mate despacio, saboreando cada uno. Los acompañó con pan untado con margarina y mermelada. Cuando terminó, lavó el mate, la bombilla y el cuchillo que había usado y guardó cada cosa en su lugar.
Fue hasta el mueble que hacía las veces de biblioteca sosteniendo a duras penas un desordenado conjunto de libros y revistas. Del último estante tomó una carpeta azul rotulada con una tarjeta autoadhesiva donde se leía, en letras de varios colores: “La Búsqueda”. La ironía de Griselda le había parecido un buen nombre para la empresa que estaba iniciando.
La noche anterior, como todos los viernes, se quedaron a ver alguna película en la TV demorando la hora de irse a dormir aprovechando el beneficio de no tener que levantarse temprano el sábado. Él no miró la película o, mejor, la miró pero ocupó su atención en “planificar” lo que haría ese sábado.
En su carpeta había puesto hojas de cartulina en las que demarcó columnas con los siguientes encabezados: “Fecha”, “Zona explorada”, “Se encontró”. En esta última pensaba anotar las cosas importantes que iría descubriendo sábado tras sábado y que, cual escalones, le permitirían encontrar el objeto de su búsqueda: el lugar en donde los gorriones de Rosario van a morir.

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Separó su cara del vidrio, miró el reloj y calculó, sorprendido, que había estado contemplando el jardín iluminado por la luna durante, por lo menos, quince minutos. Se restregó las manos una contra otra para recuperar el calor que habían perdido al estar tanto tiempo apoyadas en el vidrio. Se dio cuenta de que por estar inmóvil tan cerca de la ventana había bajado su temperatura corporal. Fue hasta la alacena, sacó una copita y la botella de licor de chocolate que estaban una al lado de la otra. Llenó la copita con licor, devolvió la botella a su lugar y se dirigió, con la copa en su mano, a la sala.
Dejó la bebida en la mesita de cristal que estaba entre el televisor y un sillón ya desgastado por el uso. Del último estante de la biblioteca sacó la carpeta azul, atizó el fuego del hogar y se sentó en el sillón. Juntó sus piernas formando una mesa para la carpeta y la apoyó en esa superficie segura, pero continuaba sosteniéndola con sus dos manos. Sintió una extraña sensación de inquietud. Era miércoles y había tomado su carpeta azul sin saber todavía muy bien para qué. La carpeta permanecía en su lugar en el último estante de la biblioteca siempre, excepto los viernes a la noche, en que preparaba su excursión del día siguiente, y los sábados cuando la llevaba en su recorrida.
Bebió un pequeño sorbo de licor y abrió la carpeta. Comenzó a pasar las gruesas hojas de cartulina mecánicamente, con un cierto desinterés. Prestó dispersa atención a las fechas anotadas en la primera columna. Se dio cuenta, al llegar a la última hoja, que ya llevaba más de seis meses de búsqueda. Volvió a la primera hoja y reinició la revisión. Ahora analizaba, con mayor atención, el contenido de la columna “Zona explorada”. Allí figuraban, desordenadamente, algunas de las cuentas que forman este Rosario al mismo tiempo sagrado y profano: Barrio Las Flores, Echesortu, el Saladillo, Barrio Belgrano, Empalme Graneros, Tío Rolo, Barrio Acindar, el Parque de la Independencia, Alberdi, la Circunvalación, el Parque Alem, Pichincha, la Terminal y el Patio de la Madera, Barrio Refinería, la Florida, Villa Banana, Parque Urquiza y el Observatorio, la esquina de Pasco y Mitre, el Gigante y el Coloso, Peatonal Córdoba, el Parque de España, la desembocadura del Ludueña… Ya había recorrido importantes retazos de la geografía rosarina. Cerró la carpeta y apoyó toda su espalda en el respaldo del sillón.
Alcanzó la copita y en dos tragos cortos y rápidos acabó con el resto de licor de chocolate. Dejó la copa sobre la mesita y volvió a recostarse, esta vez estirando sus piernas relajadamente. La carpeta reposó, a su lado, en el sillón. Debía recorrer la tercera columna, pero le pareció que hacerlo era algo así como leer el acta de reconocimiento de su fracaso. Creyó entender entonces la sensación que le asaltó al tomar la carpeta azul esa noche: “Es frustración”, se dijo. “Frustración e impotencia”. Recordó las palabras de Griselda aquella noche: “…si hay alguna cosa imposible de encontrar…”. Se sintió angustiado. Recogió las piernas, apoyó los codos en sus rodillas y su mentón en la palma de sus manos que quedaron una a cada lado de su cara.
Dejó esa posición casi fetal, original, tomó nuevamente la carpeta azul y la abrió en la primera hoja. Lentamente empezó a leer las muy breves anotaciones de la tercera columna y, a medida que leía, iba comprendiendo. En esa columna, anotados a modo de ayuda-memoria, había nombres de personas, de lugares, de cosas… A medida que las leía, las palabras recobraban su poder y cumplían con su misión: le hacían recordar las circunstancias y los motivos por los que él las había escrito en esa columna, en la que se debía anotar lo que “Se encontró”.
Así encontró “María” y recordó a esa maestra correntina que vivía en la Villa La Lata desde hacía diez años, que le convidó con agua fresca en esa tórrida mañana y le comentó, didáctica e irrefutablemente, por qué estaba segura que moriría viviendo en la villa. También encontró “Estatuas de Lola Mora” y revivió la emoción al encontrarse con esas esculturas bellas y poderosas de la gran tucumana a las que tantas veces había mirado con indiferencia. Más adelante había escrito “César” y volvió a sentir pena y dolor por aquel joven drogadicto que lloró en sus brazos mientras le contaba por qué se drogaba. El sábado 18 de mayo, primaveral (aunque era otoño), anotó “Maritza” y, al leerlo, renovó la promesa de no usar nunca más como insulto las palabras puto o travesti. El sábado siguiente, Fiesta Patria, encontró anotado “Fernando B de L” (se sonrió al pensar en su propia inocencia al mantener anónimo, escribiendo sólo las iniciales, el apellido del chico) y se preguntó para qué sirve tener tanta plata si tu hijo piensa de ti como Fernando de su papá…
Dejó de leer. Las lágrimas en sus ojos y, aún más que éstas, la emoción del darse cuenta, le impedían seguir. Tampoco necesitaba seguir leyendo: sabía de memoria cada una de las palabras que había registrado en esa columna y a qué “encuentro” correspondía.
Repitió en voz alta las palabras de Griselda: “…si hay alguna cosa imposible de encontrar…” Se dio cuenta de que él coincidía con esa expresión. Tal vez, ya lo sabía al iniciar la búsqueda. Pero comprendió también que eso no importa. Lo importante es buscar y estar abierto a mirar con otros ojos lo que se va encontrando.
Volvió a la cocina. Fue directamente hasta la ventana y miró. El cielo nocturno, las estrellas, la luna, los edificios vecinos, el jardín, la dalia…
Se fue a dormir. El sábado la invitaría a Griselda a desayunar en Augusto y, después, a caminar.