jueves, 22 de mayo de 2014

Rita Graciela Quinteros-Buenos Aires, Argentina/Mayo de 2014



La leyenda del Paso del Indio
  “Kom- chingon”, muerte a ellos.


Una antigua historia cuenta que una vez existió en este lugar del mundo un gran pueblo que vivía de la caza, la pesca y de la recolección de los frutos de los árboles. Vivían en comunidad ya sea en los recovecos que se formaban entre las piedras o bien en casas que construían por debajo de la tierra formando habitaciones donde  podían habitar varias familias juntas. Las mujeres se dedicaban a tejer pacientemente ya sea con  las lanas de los animales o con los juncos y así proveían a sus familias de ponchos y colchas para el invierno y de cestos que usaban en la recolección de frutos y semillas. Los hombres se ejercitaban en la búsqueda de presas para cazar y la siembra de alimentos como el maíz y el zapallo.
Era muy agradable ver en algunos lugares, donde las aguas cristalinas formaban parte de pequeños arroyos y los árboles  tocaban el suelo con sus  largas y verdes hojas, a las mujeres que tejían  pacientemente a la sombra de esos árboles llorones  mientras que los hombres se dedicaban a pescar. Otras mujeres, generalmente las más jóvenes, machacaban los frutos del algarrobo y con esa harina hacían un pan rico y dulzón que se transformaba en uno de sus principales alimentos. Así vivían. Los jóvenes guerreros, durante el día, practicaban con las piedras, un arma que abundaba, e intentaban aprender a cazar. Las mujeres tejían en rudimentarios telares, cocinaban o realizaban en arcilla estatuillas y cacharros.
Adoraban a la luna, tal vez pidiéndole fertilidad y, por eso, en las esculturas que los representaban, los genitales aparecen sobresaltados.
Estos altos y caucasoideos pacíficos habitantes del norte cordobés vivían tranquilos y pasaban sus días monótonamente, sin salir de la rutina diaria.
Pero el hombre, todopoderoso, blanco, un día llegó a irrumpir esa paz.  Sus verdades eran verdades absolutas sin considerar las que aquellos otros ya poseían. Intentando imponer su cultura, arrasó con todo lo que pudo a su paso. Algunos se resistieron al cambio y al grito de “¡Kom-chingon!” atacaron y pelearon contra el enemigo. Tal vez de ese grito de guerra provenga el nombre con el que se los reconoce hoy día. Adoradores de los astros del cielo y de la Luna, fuerzas que mantenían en orden a la naturaleza que les proveía de lo necesario para vivir, no aceptaron lo que les querían inculcar estos otros, pálidos forasteros que no respetaban su lugar y trataron de no dejarse someter. Y así  comenzó  el exterminio. Primero los hombres se enfrentaron en las luchas, los unos con pistolas y, los otros, con boleadoras, piedras, arcos y flechas. Muchos otros, sobretodo mujeres y niños, murieron por las enfermedades que les contagiaban los españoles. Indefensos ante esos virus y bacterias desconocidos no tenían anticuerpos para protegerse de ese ataque feroz e indiscriminado que los subyugaba sin compasión.
Ante tanta barbaridad, un indio trató de proteger su bien más preciado y huyó con su mujer que esperaba desde hacía algunos meses a su primer hijo.
 Los blancos siguieron sus huellas. Dispuestos a derramar hasta la última gota  de sangre bárbara que se opusiera al cambio, subieron y bajaron por caminos impasibles. Pero aquel indio corrió y corrió llevando a su mujer en andas, escalando piedras y saltando partes del río que, también para protegerlos del mal, se había embravecido haciendo su tránsito por él más temible para los extranjeros. Aún así, impiadosos los perseguían  ya muy de cerca, por eso, en su desesperación por proteger a su familia, aquel indio valiente escaló junto a su compañera por un pequeño pasadizo que había entre la roca sólo conocido por él. Pensaba que al llegar a la cumbre podría, finalmente, estar a salvo de la empecinada cacería ejercida por el intruso y podrían comenzar una nueva estirpe junto a su mujer. Pero eso no sería así ya que el invasor estaba demasiado cerca y pudo vislumbrar el camino seguido por estos y continuó su persecución. Entonces, al verse acorralado el valiente cazador habló con los espíritus de la montaña. Les pidió ayuda ante el malhechor y, sobre todo, fortaleza para soportar su derrota. Los espíritus que habían visto la fiera y encarnizada búsqueda de la que trataban de huir con bravura, valentía e inteligencia y, por sobre todas las cosas, que sabían los fines altruistas que perseguía aquel, tomaron la decisión de proveer ayuda a la desdichada pareja.
 Así fue que juntaron aún más las rocas. El paso se hizo muy estrecho pudiendo acceder a él sólo agudizando el ingenio y calculando muy bien los movimientos.
 Cuando lograron terminar el ascenso a la montaña los españoles descansaron en una resbalosa roca plana que se ubicaba en  la cumbre. Buscaron a sus presas que ya no podían huir hacia otro lugar pues todo era precipicio y la única salida había sido ocupada por ellos, pero no los encontraron. En el paso que se abría entre las piedras bajando por el río que con gran estrépito chocaba y se espumaba y  que se hacía imposible de transitar, sólo pudieron encontrar una formación rocosa con la cara de un feroz guerrero que se encontraba en lo alto de la montaña  y al frente, al otro lado del río como mirándola y protegiéndola continuamente, la figura de una india con un abdomen prominente que pareciera estar a punto de dar a luz.
Desde aquel  día ese lugar es conocido como El Paso del Indio. Y dicen los habitantes actuales del recreo ubicado en las afueras de Capilla del Monte, que de noche cuando ya no hay turistas que lo visiten afanados por recorrer lugares inhóspitos con  extrañas rocas que no logran comprender cómo la erosión pudo crear esas raras formas, se escuchan extraños rituales, cantos ceremoniales y a veces los gritos de una mujer a punto de parir, hasta incluso hay quien dice que el llanto de un recién nacido se escucha en noches serenas cuando el cielo esta iluminado por la luna redonda y las infinitas estrellas titilan sin cesar, el río corre calmo y el viento es solo una brisa que apenas toca el rostro de quien anda por ahí.

miércoles, 21 de mayo de 2014

Javier Úbeda Ibáñez (poema)/Mayo de 2014



Agua

Cerca del mar
sosegadamente murmura la tierra
mientras la madrugada melancólica
humedece y da vida a mis recuerdos.

El silencio me embarga
y respiro ansioso este vívido momento
entre haces de luz.

Una serie continua y arrulladora
de olas baña mis pies y enciende
mi mirada hasta terminar por rodear a
mi alma con una espléndida aurora boreal.

El cielo, enigmático y mudo,
guía mis pasos hacia mis encendidas aguas.

Y yo suspiro y vuelvo a suspirar de nuevo
divisando estrellas que se alejan
entre las olas de mis recuerdos.




Javier Úbeda Ibáñez-Mayo de 2014




Las mil formas del agua




La pareja formada por Laura y Roque había quedado con Luis y Rosa para pasar el primer día de Pascua al aire libre, en el campo. Los cuatro amigos de la infancia sentían devoción por la naturaleza, y siempre que podían encontraban una excusa para realizar una excursión.

Todos vivían en la provincia de Zaragoza (España) y eran unos amantes de la ciudad  maña y de sus alrededores. A veces, bromeaban y se llamaban a sí mismos, “los hijos del Ebro”, por la afición que sentían hacia este río, considerado el más caudaloso de España, y el segundo más largo después del Tajo. El río Ebro, tan majestuoso, atravesaba su amada ciudad y la acariciaba con sus aguas y su ritmo, impregnándola de un aroma especial, que contribuía a aumentar sus encantos y su inconfundible personalidad.

Casi siempre, las cercanías del río Ebro era su lugar de encuentro; les gustaba sentarse a su vera y charlar de forma distendida. El río Ebro, que sonaba a misterio y a glorias, era el invitado secreto a sus confesiones más profundas. Y, dado que cada uno vivía en una punta de la provincia de Zaragoza, siempre que quedaban solían hacerlo en la capital, con vistas directas al Ebro.

A los cuatro les gustaba andar por parajes casi inexplorados e ir inspeccionándolos sobre la marcha, como si fueran unos detectives a la búsqueda y captura de un sospechoso. El primer paso era ponerse de acuerdo acerca del lugar que iban a visitar. El camino hasta allí solía convertirse —en la mayoría de las ocasiones— en un verdadero peregrinaje. Una vez llegaban al emplazamiento que habían elegido, se entregaban al espacio en cuerpo y alma. Y es que a los cuatro amigos les fascinaba sentir la tierra como suya.

Después de interminables conversaciones acerca del lugar o lugares que pensaban visitar en Semana Santa, una tarde cálida de mediados del mes de marzo, acordaron que el primer día de Pascua se lo dedicarían al Parque Natural del Monasterio de Piedra, del término municipal de Nuévalos, dentro de la Comunidad de Calatayud (en Zaragoza).

Habían escuchado las mil y una maravillas de ese Parque, de sus acrobáticas cascadas y de sus enigmáticas cavernas, y querían pasar un día entero recorriéndolo, se proponían estar en contacto directo con uno de los Parques Naturales más impresionantes de Europa; un lugar fascinante, impresionante… que ellos tenían prácticamente al lado de su casa, así que no podían dejar pasar más tiempo sin visitar semejante milagro.

Aún faltaba una semana para el primer día de Pascua, y los amigos solían quedar todas las tardes para planificar su escapada al campo; más que planificar, investigaban y conversaban.

La fecha señalada por fin había llegado, por lo que estaban, realmente, emocionados, salieron a primera hora de la mañana, a pesar de que Zaragoza se encuentra a una hora del Monasterio de Piedra; pero ellos deseaban que el sol fuera su cicerone en ese viaje hacia lo maravilloso.

Cargaron en el coche todo lo que iban a necesitar y pusieron rumbo al espacio donde el agua te susurra poemas al oído, y mientras salta por los toboganes de luz que ella misma se ha diseñado, las cascadas, te regala cantos de una belleza cautivadora. Conscientes del paraíso que iban a visitar, se sentían unos privilegiados.

Durante el trayecto, iban charlando animadamente. Con su conversación se iban adentrando aún más en el Parque Natural del Monasterio de Piedra; y las ganas por llegar y verlo iban en aumento.

—¿Sabíais que su descubridor fue Federico Muntadas, y que el Parque tiene 1400 hectáreas y es uno de los ecosistemas de mayor riqueza biológica? —preguntó Laura a sus amigos.

—No —respondió Roque, siempre tan despistado.

—Nosotros sí que lo sabíamos, pero queremos volver a escucharlo —dijo Rosa—, sigue con la explicación.

—¿Cómo lo descubrió? —preguntó Roque.

—Leí que en 1840, don Pablo Muntadas Campeny compró la finca del Monasterio de Piedra, y dedicó sus tierras a las labores agrícolas y ganaderas. Su hijo, Federico Muntadas Jornet, se enamoró perdidamente de aquel extraordinario rincón y lo remodeló añadiendo caminos y realizando plantaciones. Él se preocupó de hacerlo accesible para poder compartir ese fenómeno natural con todo el mundo, pero por lo demás no cambió nada de este edén, el resto se lo dejó a la magia y la sabiduría de la naturaleza: al agua, que como una arquitecta licenciada con honores, con el paso del tiempo, ha ido esculpiendo las rocas calizas formando lagos, grutas y cascadas; a los árboles, a sus densos bosques de ribera, a una extraordinaria vegetación, que cubren el Parque de un color, infinitamente, verde y de las más variopintas tonalidades, hasta tal extremo que la vista, prácticamente, se te pierde, y por último, a los animales, que convierten al Parque en un sitio cercano y acogedor.

En 1860, detrás de la imponente Cascada Cola de Caballo, de cincuenta metros, el señor Muntadas descubrió la Gruta Iris. Buscó, buscó y al final dio con la fórmula que le permitió adentrarse en sus profundidades y pasear por sus rutas interiores.

—Se ve que el señor Muntadas era un hombre de gran carácter y muy tenaz  —afirmó Roque.

—Sí, yo lo veo más como un enamorado de la naturaleza; lo suyo fue un flechazo con el Parque del Monasterio de Piedra —añadió Laura.

—Sigue, sigue contando —le insistió Rosa.



—El señor Muntadas, en 1867, creó el primer centro de Piscicultura de España, naturalizando en aguas del río Piedra, donde priman la trucha común y el cangrejo ibérico.

—Pero… ¿se trata de un Parque privado, no? 

—Sí, lo que ocurre es que el señor Muntadas en 1886, consciente de la responsabilidad del estado en la conservación de la riqueza piscícola, ofreció en arriendo la piscifactoría central del Monasterio de Piedra. Desde entonces, ha sido administrada por el Departamento de Agricultura y Medio Ambiente del Gobierno de Aragón. Pero, efectivamente, el Parque del Monasterio de Piedra sigue perteneciendo,  hoy por hoy, a la familia Muntadas. A día de hoy es el Parque Natural privado más visitado de Europa. Y fue declarado “Monumento Histórico-Artístico-Nacional” en el año 1983.

—Sí que te has documentado —le dijo, impresionado, su amigo Roque.

—Es que he visto muchas imágenes, vídeos y leído todo lo que se ha escrito sobre el Parque del Monasterio de Piedra, que toma el nombre del río Piedra que lo atraviesa.

Al llegar al Parque, el paisaje cambió de pronto como si de una alucinación se tratara, delante de ellos tenían un vergel en estado puro, además, daba la sensación de que el sol era un elemento más del paisaje, como los árboles, el canto de los pájaros o el agua cristalina, saltarina y mágica que parecía tener vida propia en el Parque.

El sol, que parecía flirtear con la copa de los árboles gigantescos y con el trino de los pájaros. El sol que se dejaba querer por los saltos del agua, y éstos brillaban enloquecidos de alegría, les daba la bienvenida por adentrarse en el Parque Natural del Monasterio de Piedra.

La vista les bailaba de un lugar a otro sin saber dónde posarse. Los cuatro habían agudizado sus oídos; todos los sonidos que se podían escuchar en el Parque sonaban a cantos celestiales.

Nada más poner el pie en él, se sentaron para gozar, plenamente, de todo aquello, y decidir hacia dónde iban a encaminar sus pasos. Habían leído que el Parque se podía recorrer en dos horas y media, pero a ellos les apetecía tomarse su tiempo y beberse la grandiosidad de aquel espectáculo a pequeños sorbos; eso era lo que les estaban reclamando sus sentidos.

Iniciaron el recorrido en la Plaza de San Martín, dando un rodeo llegaron hasta el Mirador de la Cola de Caballo para contemplar los 50 metros, apasionantes, de la recóndita Cascada Cola de Caballo; cascada que esconde un fabuloso secreto: la Gruta Iris. Ésta, insinuante, les mostró sus secretos y les invitó a pasar. Con una exclamación de sorpresa, se adentraron en las entrañas de la gruta, admirándola a cada paso que daban. Cuando salieron, lo hicieron totalmente hechizados, y enseguida clavaron sus miradas en la Peña del Diablo.

Luego desde la Peña del Diablo, caminaron, sigilosos, por los bordes de un entorno cristalino, y se vieron reflejados en el brillante e impoluto Lago de los Espejos, éste parecía sacado del País de la Fantasía que se describe en La historia interminable, de Michael Ende. Lago por el que paseaban con cierta ceremonia grandilocuente unas espléndidas ánades reales y unos elegantes cisnes.

Se quedaron mudos delante del murmullo y de la luminosidad de la Cascada de los Chorreadores, que se divide en tres brazos los cuales  desembocan en un bosque de hermosísimos fresnos.

A continuación, se posicionaron justo enfrente del Baño de Diana y de la Cascada Caprichosa, ésta esparcía sus gotas a los vivaces bosques de la ribera, improvisando un coqueto riego de vapor.

Seducidos por los múltiples sonidos con los que les estaba deleitando el agua, acudieron como hipnotizados al Lago de los Patos, a la Gruta del Artista y a la Cascada Trinidad.

Y, después, por una seductora escalera tallada en roca, llegaron al Parque de Pradilla y a la Cascada de los Fresnos.

Unas señales azules tomaron el relevo para trasladarlos hasta el Valle del Vergel; y de ahí al Lago de los Patos. La salida estaba ya cerca, pero ellos volvieron a visitar, otra vez, el Parque del Monasterio de Piedra, donde asistieron a una exhibición de aves rapaces de mirada penetrante.

Tras este baño impresionante de luz, visitaron todas las exposiciones que ofrecía el Parque Natural del Monasterio de Piedra.

Y al final, salieron del Parque, como lo hizo Bastián Baltasar Bux en La historia interminable, maravillados y renovados.

Hace un año que visitaron ese edén situado en las proximidades de la hermosa ciudad de Zaragoza, y aún continúan impresionados por lo que vieron, sintieron, olieron, escucharon y saborearon en el espectacular Parque Natural del Monasterio de Piedra.











Javier Úbeda Ibáñez, escritor, crítico literario y miembro del proyecto REMES (Red Mundial de Escritores en Español).

Nació en Jatiel (Teruel, España), en 1952. Y reside actualmente en la ciudad de Zaragoza (España).

Es autor del conocido libro de relatos breves y poemas Senderos de palabras (Pasionporloslibros. Valencia, 2011) y de los cuentos Daniel no quiere hacerse mayor (Pasionporloslibros. Valencia, 2011) y La Elegida (Pasionporloslibros. Valencia, 2012).

Ha publicado numerosos artículos de opinión tanto en prensa digital como en prensa escrita. Algunos de los títulos más significativos han sido: “La educación: significado y objetivos”; “Paternidad responsable y responsabilidad educativa”; “La función educativa del Estado”; “La valoración del conformismo ambiental”; “Reflexiones sobre la democracia”; “Libertad y responsabilidad en la información”; “La iniciativa privada” o “Reflexiones sobre la libertad”.

Además, es autor de numerosas reseñas literarias, relatos cortos y poemas, que han ido viendo la luz en importantes revistas de España como Almiar, Ariadna-RC, Culturamas, Fábula (de la Universidad de La Rioja), Horizonte de Letras, La Sombra (de lo que fuimos), LetrasTRL, Literaturas.com, Luke, Magazine Siglo XXI, Narrador, Narrativas, OtroLunes, Palabras Diversas o Pluma y Tintero… y también en revistas del extranjero como Gaceta Virtual, Letras en el andén, Liter-aria, Literarte, Poeta (todas ellas de Argentina) o Cinosargo (Chile), Cronopio (Colombia), Herederos del k(c)aos (EE.UU.), La ira de Morfeo (Chile, Argentina y Brasil), Letralia (Venezuela), Ombligo (México), Resonancias.org (Francia), Letras Uruguay o Palabras (ambas de Uruguay), entre otras muchas.



Luis Tulio Siburu-Buenos Aires, Argentina/Mayo de 2014

Bien cubierto

Llega la noche.
El hombre va hasta el fondo del edificio, busca un fieltro negro y lo echa encima. La tela,  demasiado ancha y larga, cae sobre los costados, cubriéndolo totalmente.
¿Cuál fue su intención?. Seguramente conservarlo en buen estado y seguir cultivando  la etérea fantasía de un archivo minucioso de personajes que se deslizaron suavemente sobre la alfombra, observándose durante muchos años frente a él,  puerta giratoria que da a un túnel del tiempo, donde cualquier  cristiano queda preso y registrado como usuario habitual de un objeto sin voz y sin oídos,  pero con la capacidad de reflejar a quien se le pone delante e influirlo con su propia y silenciosa opinión, ya sea favorable o desfavorable, ayudándolo en sus decisiones sobre elegancia o confort .
Mañana seguirá la rutina.
El mismo hombre retirará la cobertura. Luego levantará las persianas y de nueve a veinte horas, el tradicional espejo de pie y movible, continuará prestando sus servicios a los clientes de la centenaria zapatería porteña Calzados Guante, de Florida 445, a sólo una cuadra de donde estuvo la mítica casa de Manucho Mujica Láinez.