lunes, 26 de octubre de 2009

Octavio Esquivel-Miami, Florida, EEUU/Octubre de 2009



Flor de Cactus

Soneto

Punzante espina con la luz ardiente

Y el milagro más bello de la lluvia,

Tal vez muerto de sed, mirada turbia,

¡Flor de cactus milagro floreciente!

Maravilla de fuego reluciente

La arena ni te empolva ni te enturbia,

Rubicunda mañana y alba rubia,

¿Qué otra flor puede ser más elocuente?

Mis ojos, la pantalla ven que es cierto

Con todas las estrellas en concierto,

¡La noche de las dunas te refina!

Nada luce más bello que el desierto,

La paciencia del cactus te imagina

Abrupto en exabrupto, ¡flor divina!

Víctor Raik-Buenos Aires, Argentina/Octubre de 2009



F U I S T E T U



Mi dique cedió

No fue el día ni la noche

No fue la lluvia ni el viento

No fueron las aguas, no fue el sol ni la luna

No fue el torrente del río, ni la embestida del barro

No fueron ramas caídas ni troncos perdidos,

lo que derrumbaron mi dique

Fuiste tú, pálida piel, hierbas de oro,

aroma de azahares secretos

Fuiste y tu mágico tango

Fue tu química, tus ojos sin color,

la que perforó mis defensas

y me convirtió en chapas retorcidas.

Detrás de no queda nada….

Sólo un abismo y sombras en mi frente.




domingo, 25 de octubre de 2009

María Antonia Herrera-Buenos Aires, Argentina/Octubre de 2009



Viajo por ir



Yo no viajo por llegar, viajo por ir

Juan C. Dávalos




Al avance clamoroso de los días

las luces ya no alumbran decididas

las horas perezosas dormitando

al reloj ignoran

silencio caprichoso

desnuda ambiciones

trepada en una nube

a cualquier rumbo

voy sin pasaporte

surcar los siete mares

beber todo el espacio

llegar allí

en la puerta

permanecer callada

gozar lo nunca hallado

soñar que no regreso.




Juan Carlos Vecchi-Olavarría, Provincia de Buenos Aires, Argentina/Octubre de 2009


Los beneficios literarios de una comida casera

A Nselmo...



Ana; Pablo y Viceversa




Con un erótico apetito fluctuante, entre los ochenta y cinco y trecientos besos por noche, Ana y Pablo, en poco tiempo consumieron la pasión que se tenían, el uno por el otro.
Cuentan las mojarritas que, en su último encuentro, jugaron a la escoba de 15 apostando al sosiego. Mientras jugaban, Pablo comió dos bananas y palitos salados. Ana aceptó lo que había quedado del puchero de la noche anterior a la noche anterior.
Jugaron dos escobas: La primera la ganó Pablo y la segunda también. El citado aprovechó su buen juego y se puso a barrer los rincones mientras ella miraba el cielorraso. Ella vió como una araña perseguía otra araña (también pensó que bien podrían estar corriendo una carrera de arañas), pero no le dijo nada a Pablo pues si bien el tanque de agua del edificio era muy grande, su sed de venganza aumentaba con el embalsamado gateo de los minutos.
Hablando del verbo ocular, durante este último desencuentro, no se miraron nunca como sugiere Mary Poppins en su ensayo “La importancia de la sombrilla y como bajarse las enaguas cuando el viento sopla “FFF” por si algún baboso anda merodeando las verdes colinas” (Capítulo 365, Pág. 12.999), cuando nos dice: “Pon tus ojos en mis ojos y deja de mirarme los pectorales que asoman sobre las puntillas rosauras de mi casaca egipcia".
Ana, tapó sus ojos verdes con dos rodajas de pepino bis (solía llevar siempre en su cartera uno, entre cuatro a cinco mil cosas más), y Pablo recurrió al par de anteojos de sol por lo que nos obliga a considerar, estimado lector, el horario de aquel encuentro: tres menos veinte de la madrugada.
A penas hablaron y apenas pudieron escucharse a partir de una notable estrategia de Pablo; la de crear una atmósfera acústica insoportable y a todo volúmen, sin considerar todavía el contenido de la cinta: “Teoría y solfeo hasta dominar las latas de dulce de batata, cacerolas y/o garrafas vacías con dos palitos chinos”.
Entre el olvido y el sarcasmo, uno y otro “confundieron” el nombre del otro: Tres veces Pablo se dirigió a Ana como "Euridice", dos veces como "Felicitas" y cuando ella le pidió permiso para ir al baño pues necesitaba vomitar un poco, él dijo:
- Faltaba más, Renzo, mi depto es mi depto, pero vos sabés dónde queda el ñoba…
Ana no se quedó a la retaguardia del encono: Una docena de veces nombró a Pablo como “reloj cucú”, tres veces como “teclado” y en dos ocasiones “intitulado”. Saliendo del baño optó por un “gracias, Tribilín”.
La temática que mantuvieron en aquella noche de gatos dormidos fue espeluznante: dos minutos y medio sobre política nacional e internacional y la importancia del agujero desde el punto de vista de un queso gruyere (el doble de tiempo menos de lo que tardó Pablo en levantar el tubo del teléfono, apoyarlo sobre su oreja derecha, decir “equivocado, Sr. gendarme”, y volver a colgar el tubo en el aparato).
Un silencio de seis camiones estacionados en una playa de estacionamiento, cargados con bolitas de acero, al finalizar la cinta, desencadenó el resto: Pablo empujando a Ana con una escobillón hasta la puerta de su departamento y ella rogándole a Dios para que uno de los ascensores, al menos uno, la estuviese esperando vacante en el piso.
A la noche siguiente, cada uno por su lado y en nombre de la esperanza, juraron no pensar en el otro nunca más.
- Borrón y cuenta nueva, bebé - le dijo Ana a Antonio Banderas, quien aparecía en la tapa de una famosa revista sobre cineastas y carameleros, dejada como al descuido sobre la mesa ratona del living.
- No existís, Ana -dijo Pablo mirando el helecho serrucho que agonizaba de sequedad en un rincón de la cocina.
El movimiento circular del tiempo todo lo cura. Ana y Pablo, decidieron reabrir sus corazones. Ana se compró un gato y le puso de nombre “Gunchi”. Pablo se decidió por algo más barato y menos misterioso: un hámster, y le puso mucha viruta a la caja de vidrio, media hoja de lechuga previamente humedecida, tapa de frasco de mayonesa para las semillas y algo de lana y papel, siguiendo las sugerencias de la vendedora, quien era gorda y hablaba como si fuera flaca.
Ana fue feliz mientras Gunchi recibía su amor humano, pero el gato se cansó de tanta mimada de Ana y desapareció una noche de peluche luna. Una vecina, en la otra vereda de la historia, comentó:
- Seguro que el pobre gato se fue porque ella habla demasiado. Y ese tono que tiene, ay dios mío, ¿lo escuchó alguna vez cantar a Edmundo Rivero engripado?
Alguien comentó que el gato se había ido pues nunca se pusieron de acuerdo con Ana sobre la marca del alimento. Que muchas veces los escuchaba discutir al respecto. Por su parte, Pablo cambió su mascota por una figurita de Bernardino Rivadavia, un latita de azafrán y dos saumerios, a saber: reina de la noche y musk.
Al poco tiempo, la soledad comenzó a soplarle la nuca a Pablo y decide probar suerte con otras mascotas. Así fueron pernoctando en su departamento los siguientes especímenes: perico, caniche, cobayo, caballo de calesita, zorro polar, lobo estepario, koala gigante, un jabalí sordomudo, un oso hormiguero con los hormigueros correspondientes por el mismo precio, un mandril, y finalmente, una anaconda dando por terminado el asunto.
- ¿Qué animal podría comerse una anaconda, Don Jacobo? -le preguntó una mañana al portero del edificio-. ¡Nadie me dijo que convivir con una era tan peligroso!
- Ud. me cuelga en la pared una foto carnet de una hormiga silbando y le saco tarjeta roja, eh -le contestó el portero, harto de escuchar las quejas de los demás propietarios e inquilinos del edificio, durante las reuniones del consorcio.
Ana y Pablo conocieron a Mario y Daniela: hoy son Ana y Mario, Pablo y Daniela. En realidad, considerando que últimamente estoy escuchando tipo buda de cerámica, bien podrían ser las duplas: Ana y Daniela, Pablo y Mario, Rómulo y Remo o Copa y Chego. De todos modos, el cuarteto anda feliz aunque lejos de comer perdices porque se pasan el calendario comiendo comida chatarra. ¿Linda historia, no? ¿eh? ¿no? ¡ah!
¿Y si les dijera que son cuatro desdichados, pero se la pasan comiendo pastel de carne y canelones de verdura? ¿Prefieren los canelones de espinaca? ¿Sí?
¡Viva la comida casera!
(1)

(1): ¿Qué me cuentan del puchero de Dios que quita los pecados del mundo? ¡Ten piedad de nosotros, amor!




Josefina Fidalgo-Buenos Aires, Argentina/Octubre de 2009



Ofelia



Esa abúlica mañana de domingo

Predicaba el escozor del fracaso

Ofelia no sabía qué era más pesado

Si el calor pegajoso del litoral misionero

O el naufragio de su matrimonio

ya tenían menos que indiferencia

La palabra

Era cada vez

Más delgada y espaciada

Él dependiente de sus propios tiempos

Amante de la libertad

La naturaleza

Y la milonga

Dueño de una sonrisa seductora

De inmaduro rebelde y macho flamante

Tomó la decisión de irse

Y se fue rumbo al sur

Ahora por las noches

Da clases de tango a los turistas

En una taberna estilo suizo de Villa la Angostura

Ella quedó acompañada

Dos hijas adolescentes

En plena erupción ansiosa y caprichosa

Cuatro gatos, dos perros,

Una pecera con variedad de especies

y

Un jaulón con coloridas cotorritas bochincheras

Además, trabaja ocho horas diarias

en un taller de alta costura

bordando piedras y mostacillas

En finísimos vestidos de fiesta

No le quedan ni hilachas de coquetería

Sólo arrugas en el alma

Siente que juntó estampillas a destiempo

Y que tuvo la felicidad en grageas

Ahora en las tardes de mates largos

Hay tristeza de geranios en el patio.





Alicia Balista-Buenos Aires, Argentina/Octubre de 2009



Puertas giratorias



Mis piernas pesadas recorrieron el camino en estado hipnótico hacia la casa. Abrí la puerta y subí hasta el play-room. Fui hasta la pequeña ventana, descorrí las cortinas para que entrara la luz del sol y se posara sobre mi escritorio, papeles, cuadernos, lapiceras. Busqué mi silla y me senté con los codos apoyados sobre mi mundo de palabras dispersas.

Comencé a garabatear sobre un papel sin saber qué iba a escribir.

Nada. Ninguna imagen.

A pesar de la apacible música de fondo que traía olas a mis pies sin salpicar mis ideas, surgió un pensamiento, “¿y si escribo las vivencias de los siete días de esta semana? ¿resultará trillado?

A ver, empezaré por ayer, creo que fue…


Viernes


Día gris. Húmedo, tristón. Salí a caminar con el mp3 y Serrat en mis oídos. Una tarde de planchado. Aburrido y cansador. Odio planchar, especialmente camisas.

Aparecieron palomas, torcazas, renegridos gorriones. Todos hambientos por su ración diaria de semillas esparcidas sobre el césped del jardín.

Pienso en mañana ¿otro día más?


Sábado


De nuevo mi mirada al cielo, gris, gris. ¿será agradable una siesta? Tal vez…

Acomodo y guardo la ropa planchada ayer. Sigue el gris, ya me harté. Busco mi paleta de colores. Tomo un pincel y esbozo en mi frente un sol amarillo cadmio. Deseo que ilumine la casa.

Esta noche quisiera soñar como Tempo si pudiera recordarlo a la mañana siguiente pero no creo. ¿Hacia dónde volarán? ¿En qué caja secreta se esconderán?


Domingo


En verdad no hubo sueño, pero sí aparecieron dos hermosas y coloradas anginas. ¡otra vez!

Terminé de leer a Monterroso, su libro “Exportación de cerebros”. El personaje que más me gustó fue “Leopoldo y sus trabajos”. Me pareció identificarme con él. Tengo cierta duda ¿quién podrá aclarar esta intriga?

¡Ta… tan… ta… tan, el chapulín colorado! Quizás necesite su astucia para mañana.


Lunes


Llegamos a Agosto. Época de poda de rosales. No me gustan mucho porque sus tallos tienen espinas traicioneras. Por eso adoro los jazmines y flores de lavanda con sus penachos violetas y aromas embriagadores.

Escucho a “Maná”: Poder vivir sin aire ¿cómo sería?


Martes


Hoy voy a un café literario, Grupo Presencias. Feliz de escuchar poemas y música amena. El día sigue horrible, gris y mucho frío. Tejo y destejo una bufanda de lana blanca con hilos de seda. ¿Seré Penélope?


Miércoles


Abro la ventana de mi cuarto y un cálido sol me enceguece. Duró poco el milagro.

Cumpleaños de mi ahijado. Tarde de amigos, familia, calor de hogar.

Miro el tejido, ¿sigo? Las agujas están plegadas como alas de mariposa.


Jueves


Día especial. Alegría. Encuentro del grupo Literarte. Lecturas de trabajos, correcciones y cafecitos por medio. ¿Habrá alguna novedad? Incertidumbre.

Creo que terminé mi propósito. Guardé los papeles escritos, en la mochila. La noche bostezó sobre mi cuerpo cansado que marchó directo a la cama.

El día asomó nuevamente, con cielo despejado de grises. Desnudé las camas. Abrí ventanas, a pesar del frío matinal.

El aire reacomoda las energías, decía mi abuela.

Circuló por la casa a gusto por todos los huecos secretos. Los despertó y volvió a ponerlos en sus sitos ya revelados.




sábado, 24 de octubre de 2009

Raúl Fernández-Buenos Aires, Argentina/Octubre de 2009



INOCENCIA ROBADA


Ilusión de niña enamorada

que se desprende sin poder contenerlo

es algo que brota por un tiempo

uno más en el mundo…o uno menos.

Me quedé sola tendida en la camilla.

Prematura, la silenciosa muerte se escapa entre los dedos.

mi vientre dolorido, mi pecho de dolor,

y yo de duelo.

Le pregunté por Dios a una enfermera.

Me sonrió. Me dijo: Está en el cielo.

Pensé que estaba aquí, con mi niñito.

Que tonta, mi niño ya no está.

Lo desprendieron.




Delfina Acosta-Parguay/Octubre de 2009

HORA NOCTURNA

La anciana se hallaba sentada sobre la silla de ruedas, siguiendo con los ojos los movimientos del animal. Era un angora de ojos relampagueantes sumergido en la penumbra del patio cuya humedad parecía oler, por momentos, a las adelfas. De un salto estaba caminando ya sobre el tejado de la casa vecina, y los perros de la calle, al divisar su figura escribiéndose en la luna llena y rojiza, se largaron a ladrar con el juicio perdido.
- Ella no da casi trabajo - me dijo la señora Esperanza. Tenía la nariz aguileña y las gafas oscuras y esa atención falsa que ponen las mujeres apresuradas a las personas desconocidas y humildes.
No hubiera querido trabajar como dama de compañía, pero la larga enfermedad de mi padre, con su pobre cara de vela derritiéndose, y el cigarrillo apagándose - a menudo - en su boca salivosa, me empujó a presentarme como la candidata solicitada en el diario: “Se necesita señora de buen trato, limpia, con conocimiento de primeros auxilios, mayor de treinta años, sin retiro...”.
El té de chamomilla estaba caliente.
Y la bienvenida afectuosa, aunque difícil de sostener por la mujer, quien parecía cansada.
Después de decir que sí a cuatro recomendaciones puntuales de la dama, llevé a la anciana, sentada en su silla de ruedas, a su habitación.
El reloj de pared marcaba las ocho de la noche.

Con la cabeza reclinada sobre la almohada de su cama (usaba dos jergones viejos) se largó a hablar: “Él estaba enamorado de mí. Cuando yo ejecutaba “Para Elisa”, de Beethoven, en el piano alemán de la familia, sus sentimientos parecían accidentarse porque se le caían las lágrimas. Claro que Beethoven es trágico, patético, apocalíptico. No hablábamos casi. Es decir, sí, un poco. No nos decíamos aquellas palabras con que se aprietan los novios en la oscuridad, pues éramos dos tímidos chicos de la alta sociedad que siempre teníamos la vergüenza puesta. Tratándome de usted me preguntaba si había leído el libro de San Agustín, o de Platón, y cómo me sentía; yo, con el usted siempre en la boca, le contestaba que mi bien era su persona, su presencia, o sea su esmero: aquel traje de gabardina azul que olía a sustancia parisiense y esa tira de seda negra anudada a su cuello; le juraba que mi contentamiento estaba en él, sentado sobre la silla de mimbre, a una baldosa de distancia de las penumbras de la sala, siempre decente, como correspondía, aunque pasando de largo el horario de visita”.
Zas. La vieja deliraba.
Así son las personas mayores. Rememoran a sus novios muertos hace años. Hablan de largos viajes que hicieron en un trasatlántico, y te preguntan si has viajado con ellos en el buque de la compañía tal, o si recuerdas los apellidos que salieron a relucir en los saludos de presentación, los saludos de aquellas nuevas amistades italianas que alegraban los paseos sobre la cubierta del barco, al caer la noche titilante sobre el mar.
Le indiqué que debíamos dormir.
No me respondió; estaba ya dormida.
No podía conciliar el sueño y eran pasadas las diez de la noche. Un benteveo aventaba una queja lastimada al viento y una fina llovizna caía sobre los cipreses de la vereda; estaba pues yo cargando con el fardo de la hora nocturna que se acentuaba con el silencio asmático de la habitación.
El benteveo empezó a picotear la rama; la anciana habló.

“Aquel día de octubre apareció por el pueblo un hombre cojo y acuciado por la sarna. Quería ganarse unos cuantos pesos; llegó hasta el portón de mi casa, me ofreció su servicio de jardinero, y no se lo creí. Cuando yo no creo me suelo enojar. Lo dejé pasar, sin embargo. Me habló de las flores, de las petunias, de las hortensias, de las caléndulas, y me contó las propiedades medicinales de ellas, que las anoté en el papel de mi delantal. Para el alma, los jazmines; para el despecho, los ranúnculos; para la traición, las rosas imperiales; y las plagas de las violetas para el dolor del corazón”, dijo con una voz a la que veces parecía no llegar a tiempo, acuciada como estaba por sus bronquios llenos de catarro y el inicio de una tos ferina.
- ¿Y usted le creyó?
- Pues sí. Además me leyó el futuro. Me dijo que sería adinerada.
La vieja estaba fantaseando demasiado. Por momentos me preguntaba si ya había amanecido; le contestaba que no. Entonces ella me explicaba que era la hora en que las aguas del río se limpiaban y que la gran crecida llegaría en tres días de modo que la casa perdería, para siempre, su collar de diamantes. Un acceso de tos le tapó la boca.
Y un sueño pesado cayó sobre mí.

Dos personas en la calle discutían mientras orinaban en la vereda. Estaban ebrias. El de la voz grave quería ponerse de acuerdo con el de la voz aguda para cesar de discutir y perpetrar de una vez el delito. Como no existía perro que defendiera la mansión pensaban que se meterían con facilidad en la sala y se llevarían las alhajas en oro, y aquel anillo de diamante de la Lynch, que sobrevivió al saqueo de la guerra grande.
Los oí discutir mientras la calle los llevaba para abajo, hasta que se los tragó una esquina sin iluminación y el último fogonazo de un auto que perdió la dirección.
Adiós, borrachos. Adiós.
A las diez de la mañana serví a la anciana café con leche, huevos de codorniz revueltos, rosquillas de anís untadas con dulce de leche y una presa de pollo.
Comía sin apuro y bien.
Se tomó su tiempo que era mi tiempo.
- Lleve la bandeja al perro para que lo limpie - dijo.
No estaba enterada de que no había lebrel, ni dogo, ni perdiguero, ni pastor alemán, ni criatura parecida a un perro, ni pulga, salvo la sombra de la estatua de la pitonisa de bronce, en el corredor, que tomaba, a veces, la forma de un animal agazapado.

Calamidad: La señora Esperanza desapareció. Me echó el fardo, o sea su madre, encima. Ninguna nota, ninguna carta, nada. La busqué en las calles. Y más allá de las calles, en los domicilios de los muertos, o sea las aguas. Pero los estibadores no habían visto a ninguna mujer con sus características andar caminando por las orillas del río. Y las olas, con su piel escamosa, sus láminas doradas sólo habían arrojado a las playas dos enormes pescados muertos.
Pasaron tres días y tres noches.
Ella me contaba, a la hora nocturna, los cuentos de sus delirios como quien se enteraba de algo y me debía informar.
Aquella noche goteaba.
El sacudón de un relámpago en el cielo apuró sus palabras.
“Mi esposo me amaba. En el primer aniversario de nuestra boda me regaló un collar de diamantes y un traje enterizo de color bermejo. Un auténtico Chanel. Yo le dije que para qué, que con sólo su cariño me tenía por bien vestida. Ah.... el collar...”, suspiró. “Y pensar que lo perdí”, sollozó.
- Dónde está el collar - me encontré diciendo, desesperada, pues nuestra situación era calamitosa por donde quiera que se la mirase.
- ¡Ajá! ¡Conque resulta que me crees! - respondió, triunfante. Por fin alguien le daba un voto de confianza antes de caer el telón sobre su vida.
- Siempre te creí.
- Búscalo en la chimenea, debajo de un ladrillo marcado con una cruz.
Salí disparando de la habitación. Escarbé. Forcé la caída del ladrillo con una horquilla para heno. Ahí estaba, con sus ojos de perro en la obscuridad, mordiéndome casi la mano, como si se defendiera rabiosamente de la luz.
Volví cantando a la habitación de la anciana. Y ella, maravillada de mi humor, empezó a cantar.

Afuera llovía. Era noche cerrada con sol.

Héctor Zabala-Buenos Aires, Argentina/Octubre de 2009




Educación sexual como en los '50

El nene jugando en el arenero, el padre sentado en un banco en esa plaza de Caballito, una mañana cualquiera de domingo.
De pronto, surge esa lánguida puntería, que tiene todo nene de sentarse con fruición en el único charco de agua sucia en varias manzanas a la redonda. Sí, justo en el preciso instante en que la página deportiva de La Prensa aparece ante nuestros ojos de padre inflado de sol y arena, media hora después del: Querido, ¿sacarías al nene a la plaza mientras les preparo un rico almuerzo? Textual, como si ella no fuera a comer o se le pudiera decir que no.
Raúl, el papá, oye el ¡plaf! sin hacer caso. La página deportiva (único lugar, además, que trae la conformación de nuestro equipo favorito) merece un poco de respeto religioso, ¿o no?
Cuando ya logre uno pasar del guardavalla –que siempre será el mismo y por ende el menos interesante– el nene se pondrá a lloriquear porque está mojado. Entonces uno (y Raúl no será la excepción) deberá correr con el pañuelo inmaculado antes que el querubín, que parece saberlo todo, se seque las lágrimas por propia iniciativa con manitos y arena pro conjuntivitis.
Pero al fin los dos cachetes marrones del pantaloncito nuevo son un factor inapelable para dejar la soleada y silenciosa mañana y rumbear para casa con la felicidad del caso.
En el camino, Raúl cavila sobre quién jugará de puntero derecho esa tarde, mientras todavía se lamenta para sus adentros por el pequeño accidente. Sí, porque ¡nunca lo hagas en voz alta que al nene le hace mal!, ¿o ese día no me acompañaste al psicólogo?
De pronto el nene pregunta (y nunca sabremos si la sucia zambullida desencadenó alguna rara asociación de ideas):
–Papi, ¿qué es eso de los siete vecinos?
–¿Qué?, ¿siete qué?
–Ayer, mamá y dos vecinas decían que Pablito, mi mejor-mejor amigo, nació siete vecinos.
Siete vecinos, siete... Ah sí, sietemesinos. Menos mal que éste no escuchó bien. Parto adelantado –cae en la cuenta Raúl, cuando sus pensamientos ya corrían entre el zaguero izquierdo y el volante central.
–No sé, habrá que preguntarle a mami qué quisieron decir (al menos, esta vez zafé).
Ya en casa, se encara con su suegra y con Mercedes, su mujer: que a ver si se fijan en lo que hablan delante del nene, che. Pero una vez casi aclarado el asunto, Mercedes contraataca. Lo increpa porque es obligación de padre responder todas-todas las preguntas de tu hijo: que los traumas, que la castración psíquica, que la infancia sin respuestas, que las secuelas temáticas recurrentes, que el psicólogo dice, que las corrientes pedagógicas actuales afirman, que la experiencia médica confirma, que la mar en coche...
Raúl asiente en silencio (¿le queda otra?) y sale con destino a plaza y arena, una vez que el nuevo pantaloncito no porta dos nalgas mojaditas, y tras la nueva promesa del rico almuerzo.
El rostro de Raúl se mantiene tieso. Es el de un condenado regando con su propio sudor los peldaños del cadalso. Espera de nuevo la ya vieja pregunta. Sabe que vendrá. Sabe que los chicos son bastante obsesivos, al menos el que le tocó en suerte.
Sí, porque ahora, seguro vuelve y me pregunta cómo es eso de los siete vecinos. Y yo tendré que responderle que no son siete vecinos sino sietemesinos. Él me dirá que no entiende. Yo no haré comentarios, pero él igual me preguntará qué significa. Yo tendré que contestar que... bueno, que se dice así, que la gente grande, porque... ¡porque no son nueve sino sólo siete! Él insistirá con eso de qué es lo que son siete y no nueve. Yo deberé decirle: bueno... los meses. Y cambiaré enseguida de tema, pero él igual arremeterá con ¿qué meses?, y yo le tendré que aclarar: los meses en que la pancita de mamá estuvo un poco hinchada. Pero él, porfiado, seguirá con lo de ¿por qué estuvo hinchada tantos meses? Claro, él no puede recordar porque es hijo único y miraba desde adentro, pero igual habrá que decírselo. Ay, pero a mí no me sale. Soy chapado a la antigua y estos psicólogos modernos, ¡dale que te dale! Y el angelito de dios seguro que machacará y machacará, porque para eso son mandados a hacer, y al fin tendré que explicarle que estuvo así porque los nenes nacen dentro de la pancita de la mamá. Y el muy ladino, seguro que me pregunta: ¿y cómo llegan hasta ahí? Y entonces viene la parte terrible y tendré que decirle lo de la semillita de papá. Y él insistirá con aquello de ¿cómo puede papá ponerle una semillita a mamá? y, encima, ¿dónde? Y pedirá detalles y tendré que decirle algo. Pero no se conformará y pedirá más y más detalles. Pero no puedo, no puedo. Seré antiguo, todo lo que quieran, pero cuando yo era chico a los nenes los traía la cigüeña desde París y sanseacabó, es decir, sanseacababa. Por supuesto, nunca entendí del todo cómo un pajarraco podía traer un bebé, pero bueno, uno no seguía preguntando. Después vinieron a complicarla los psicólogos y los pedagogos. Sólo faltan los podólogos. Maldita sea esa Facultad y su carrera de Psicología. Miren, en qué aprietos lo ponen a uno. ¿No ven que es una almita ingenua?, ¿o acaso a nosotros nos traumó el asunto cuando lo supimos de grande?, ¿o no somos gente normal, acaso?, ¿eh? ¿Qué necesidad hay de tener que explicarle cosas casi pornográficas?, ¿qué necesidad de...?
–Papi, ya entendí. Ahora me acuerdo. No eran vecinos. Eran mesinos. De meses, ¿viste? Hace mucho lo dijeron las amigas de mamá y después lo vi en la tele.
¡Ah, menos mal, qué suerte! No va a seguirla, ya se conformó. ¡Se acabó, zafé...!
–Ahora, papi, otra pregunta, ¿cuándo hiciste el amor con mamá?, ¿siete o nueve meses antes de que yo naciera?
.
“Educación sexual como en los ‘50” (cuento): Tercera Mención en el XV Concurso Nacional de Narrativa y Poesía de Poetas del Encuentro de Villa Ballester. San Andrés (Provincia de Buenos Aires), Argentina, 3 de mayo de 2006



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Agustín Romano-Buenos Aires, Argentina/Octubre de 2009




Esperando a Nancy



Mientras estoy al acecho a la espera de Nancy, siento que mi corazón tiene ganas de aullar. Soy previsor y desde pequeño me encantó el estudio, aunque mi padre piensa que soy un poco imbécil porque siempre estoy echado en actitud filosófica. Desde hace un año sueño con una niña tierna, dulce y de pubis angelical. La soñé una y otra vez. Así supe que se llama Nancy, que es coqueta, que le gusta vestir ropas escarlatas y estar a la moda. Por mis sueños sé que le encanta llenar su cuarto de flores.
Me enteré también de que su padre murió en una guerra contra los míos, que su madre tiene una pequeña taberna y que es creadora de manjares. Mi adorada suele ayudarla en la distribución de sus viandas. Lo que no me dijo el sueño es el nombre de su país.
Con el tiempo mi deseo de ella se va haciendo feroz. Quiero que ambos seamos uno. En mis sueños su figura está asociada a un sendero, a un pequeño puente de color gris, a un bosque. Me di a la tarea de hallarla. Estudié la moda que usa. Estudié el sendero. Estudié las variedades de plantas que hay en el bosque. De este modo pude ubicar la región en donde vive, que es ésta. Por amor a ella aprendí su idioma, que suena tan áspero en mi garganta. La ciencia de los astros me ayudó para saber la fecha y el punto exacto donde podré encontrarla.
Mi deseo de ella y sólo ella me ha transformado en una especie de chacal famélico. Supe que el día señalado es hoy. Atravesará el puente a las 16 y 35. Se maravillará al contemplar los grandes árboles. A las 16 y 40 pasará junto a la roca y –veinte metros más adelante- se detendrá a juntar unas violetas, acaso para su cuarto. Anoche llegué al bosque y encontré la roca y el puente gris. Dentro de una hora estaré gozando de sus asombros. Después morir... deliro por ella. Ya llega. Es mi amada Nancy. La reconozco porque viste, como en mis sueños, su elegante caperuza roja.


Esperando a Nancy: Obra Finalista en el Certamen Internacional Contextos de Relato Breve (2003).



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Isabel Llorca Bosco-Buenos Aires, Argentina/Octubre de 2009



Encaje



Tan resbaladiza la espina
.
pero pude atraparla
y la arranqué sin respirar.
Con un extremo perforé el papel
de la misma manera
que para hacer encaje de bolillos.
Jugando conmigo como con otra
me fui distrayendo de mí y eso me calmó.
Clavé de nuevo la espina para cerrar un punto
y se hizo el silencio.
.
Voy a encimar las hebras
y cruzaré las manos en el sitio del dolor.
No sé por qué presiento
que no lo dejarán cicatrizar



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Chavi Martínez-Guaminí, Provincia de Buenos Aires, Argentina/Octubre de 2009




No roseola


Será bestial e irrigante, será apenas el comienzo pero, de tal magnitud y belleza que estará próximo a la arborescencia, a la brotación, cerca del ceremonial indicador de que se posee trémulo todo un corazón agotado de silencios y de lágrimas. Tendrá al final como un comienzo, una cumbre donde ya otra cosa no pueda verse más que una cumbre. Será saciada por la lluvia, por el campo que dice cuantas cosas alguien pueda acercar, cuantas cosas el motivo indique que se desea, cuanto más se lo tome y brille. Sólo hace falta lo que hace falta, y eso está previsto inmensamente en los ojos que ven y atraviesan. Será más humano que nunca o quizá humano por fin.
Ser intuida desde la niñez con esas cosas que tanto pone por delante y se sienten fuera, lejos y ajenas cada vez. Ser para mitigar en un trance constante que es el devenir, el ir, y el volver algunas veces a notar que estaba allí, que dio su insignia, tuvo su portal, permaneció despierta para mostrarse tanto y profundamente. Tanto como el mar que cuando conocido se estrechó al cuerpo y a las manos. Alabanza, perdón, sutil modo de respirar despacio lo cual anunciaría ese gesto mortal maravilloso, esa andanza que hace el camino a casa, la ronda en el patiecito, las palmas durmiendo sobre el pecho.
Se sabe tan poco de lo que aparece de pronto exaltando el mundo y sin embargo se le concede el enorme aprecio y dignidad de ser lo que se espera, lo que se anhela con la furia embriagada. Con la furia inserta, arrolladora que atrae el íntimo designio y el calor.
Conjurará tremenda vigilancia sin devastar la inminente dulzura con caparazón de hembra, con filosa estatura, con entrega voraz y sigilosa. La audacia que invierte poco a poco con vastedad el inmenso privilegio. Es de darse que, los montes y las praderas deberán beberse el saco grana de la vernácula palpitación, y después de envenenarse renovarán en su etapa virginal la esencia inmaculada de una eterna felicidad.
Será como pretendamos desde la más honda y puntual sombra dulce y blanca que se halla tan dentro y perdida. Será un mar, un continente, todo un planeta que envejece de vida, que emana agua y más agua como una mujer.
Y allí se verá resurgida y multiplicada en una enorme sensación, la esfera que atiende a todos los desposeídos, a los que evocan el cariño con una maraña de dolores y esperanzas. Quien deba dará guturalmente cosas, lo hará para transformarse, para redimirse dentro de la especie que ha hecho. Dentro de la especie que se hizo y fue. Manteniendo sí, la vorágine y el esplendor de un alma vulgarizada, extorsionada, mentida.
Será por doquier el adorado trote de unos reyes antes melancólicos que degustarán la masa de cómo se ama, de cómo se sueña, la manta que tapó tanto infinito caminar.
Sencillamente un paradisíaco lanar donde se quiere. Sólo la sensación de la honda maternidad y eslabón de la aniñada calidez, de la vida fortalecida con la mejor fragilidad del ser, con el más húmedo principio que enaltece y da cuenta de lo exquisito, de lo salino, como una lágrima absorbida por un beso. Uno absoluto, volcado, sumergido y salvado para siempre.
Hay que ver donde se adivinan los brazos, donde se entrelazan los bonitos animales del ocaso, de la tarde ennegrecida que agradece y hace a la tiranía más fútil y adormecida. Donde se entreabre la mariposa dejando un halo de polvo coloreado que inviste el oriente y reinventa el día poniendo alertas todos los sentidos. Cuanta fantasía se mueve dentro y se transporta. Un regalo tierno, una búsqueda inacabable, un destrozo de verdad y entrega. Cuánto. Tanto como la radiante inminencia de la Venus que espera, del niño que sonríe, del hombre que ve más bello y más allá. Qué atractivo el piano, la canción, la risa. Qué soportable el infinito trabajo del encariñado momento y la vocación de lo que más duele y va por dentro, que sale y se extiende a la brevedad con sintomática gracia.



Nélida Vschebor-Buenos Aires, Argentina/Octubre de 2009


ABSTRACCIÓN



El camino era umbroso, la tarde desvanecía. Los últimos toques del sol radiaban serpenteando a mi paso. Alcé la vista y ante mí apareció esa casita que tanto llamaba mi atención.

Mirándola quedé expectante. La casa parecía tomar vida. Los postigos cerrados a medias, eran dos ojos vigilantes que seguían mis movimientos. Las tejas rojas del techo descendían como flequillos sobre la frente. La puerta era una boca abierta que me invitaba a pasar.

Un silencio total rondaba en su interior. Me sentí impregnada de la modorra que invadía el espacio. Pesadamente llegué hasta el dormitorio. Las camas eran una invitación al descanso. La inercia del lugar me estaba contagiando. Volví a mirar en redor.

Y allí, a un lado, se hallaba un gran armario con sus puertas abiertas de par en par, simulando un gigantesco bostezo en una siesta reparadora.

Sobre el piso, yacía una mullida y acogedora alfombra rosa.

Donde me acomodé lo mejor que pude, ronroneando feliz.