martes, 16 de noviembre de 2010

Eduardo Cappellacci-Capitán Bermudez, Provincia de Santa Fé, Argentina/Noviembre de 2010

LA BÚSQUEDA


“Rubén Darío Pagliarutto. Barra 1491 bis depto. interno. 01/11/1950”. Dejó de escribir y repasó en silencio los datos que le faltaban llenar: teléfono, lugar de nacimiento, nacionalidad, número de documento, estado civil, estudios cursados… ¡Estudios cursados! ¡Eso era el colmo! ¿Para qué quieren tanta información? Información innecesaria, juzgó.
Venció la tentación de hacer un bollo con el formulario y tirarlo al cesto de residuos lleno hasta el borde con restos de comida, papeles rotos, una botella plástica y yerba usada. Siguió escribiendo. En realidad quería acceder a esa tarjeta de crédito y era condición indispensable llenar el formulario que le había dado, con una sonrisa cómplice, la promotora de ojos verdes y cuerpo armonioso. Quería saber qué se siente al tener una tarjeta de crédito, al comprar con una tarjeta de crédito. En realidad sabía que no iba a experimentar nada; pero pensó (pensaron, él y Griselda) que ya era hora de tener algunas cosas: un equipo de música, una computadora más moderna… cosas que no podría comprar de otro modo que no fuera a crédito.
Por eso no tiró hecho un bollo el papel, por eso se dispuso a completar el formulario con los datos que le solicitaban, venciendo sus prevenciones.
Cuando terminó de responder a todos los requerimientos, repasó prolijamente cada una de las anotaciones que hizo. Quedó conforme. Dobló el formulario en cuatro (cuidando que los vértices coincidieran perfectamente en cada doblez), lo guardó en su maletín; también guardó los útiles que había usado. Todo fue puesto en su sitio, prolijamente; una mirada le bastó para verificar que todo estaba en orden. Entonces cerró el maletín.
Se estiró en su silla quedando apenas apoyado en el borde de la vieja esterilla. Las piernas estiradas, las manos entrelazadas detrás de su cabeza. Se quedó inmóvil algunos segundos con los ojos cerrados. Inmediatamente estiró los brazos por sobre su cabeza continuando la línea de su cuerpo. Lentamente fue adoptando una postura más cómoda y relajada buscando que toda su espalda se apoyara en el respaldo.
Miró por la ventana. A través del vidrio cerrado observó las estrellas y la luna que colgaban lo suficientemente lejos: imposible no verlas. Bajó su mirada y notó lo que muchas veces había mirado (y quizá nunca había visto): los edificios vecinos adquirían un aspecto distinguido y misterioso bajo la iluminación lechosa de la luna llena. Se acercó a la ventana dirigiendo su mirada al jardín que, con elogiable buen gusto, construyó y mantiene su suegro. La luz blanca se empecinaba en aclarar el rojo profundo de la única dalia que había florecido. Oyó, amortiguado, el canto de un grillo.
Apoyó sus manos en el frío vidrio y acercó su cara hasta tocarlo también con su nariz sin dejar de mirar.
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Lunes. Bajó del colectivo en la esquina de San Luis y Oroño como todas las mañanas. Miró su reloj. Los lunes a esa hora, las 07:14, hay menos gente en las calles que los demás días. Cruzó San Luis y se encontró con algunos chicos que, formando grupitos de tres o cuatro, conversaban animadamente mientras esperaban la hora de ingresar al Misericordia. Seguramente contándose lo hecho durante el fin de semana, pensó recordando sus años de estudiante.
Apuró el paso por la vereda oeste de Boulevard Oroño y al llegar a Rioja, aprovechando que el semáforo le daba paso para cruzar el boulevard, se dirigió al cantero central y se dispuso a recorrer las cuatro cuadras que le restaban por ese sendero. Le gustaba caminar por Oroño. Siempre le había causado una atractiva inquietud esa muestra de grandeza, de señorío, de poder, de lujo y ostentación que venía desde fines del siglo XIX y se manifestaba en las construcciones: magníficas casonas, verdaderos palacios que hablaban de una estética distinta y de una realidad social también distinta. Lamentó que se fuera perdiendo esa magnificencia. Los edificios recién construidos y los que están en construcción van ganando un lugar preponderante, haciendo  que el Boulevard Oroño sea una confirmación de que los arquitectos han vendido al mejor postor el buen gusto, la gracia  y la emoción.
Había llovido toda la noche. Una tormenta otoñal (aunque faltaban doce días para que comenzara el otoño) sorprendió con “vientos huracanados del sector sur y ráfagas violentas que alcanzaron los 90 km por hora” como había descrito muy acertadamente el locutor al leer las noticias de las 5:30 hs en la emisora radial que escuchaba cada mañana. De esta tormenta, comenzada a media noche, sólo quedaba un aire húmedo que parecía más frío aún por efecto de la suave brisa. Las calles y veredas todavía mojadas mostraban la suciedad que los habitantes de Rosario se empeñan en no tirar dentro de los contenedores: papeles diversos, bolsas plásticas de las que entregan los negocios (a pesar de las advertencias de los ecologistas), restos de comida… El viento y la abundancia de agua caída en pocos minutos se habían encargado de juntar, en cada cuadra, toda esa basura. Como siempre que hay una tormenta fuerte en la ciudad, había algún árbol caído, ramas y hojas diseminadas por todos lados; algún cable cortado con uno de sus extremos perdido entre las ramas de un árbol y el otro amedrentadoramente expuesto sobre el piso, exigiendo alguna maniobra para no tocarlo o pisarlo. Caminaba despacio pero con firmeza observando todo el paisaje. Ya lo había visto innumerables veces en sus cincuenta y ocho años.
De pronto se paró. Se quedó quieto, pensativo. Lentamente se dio vuelta y retrocedió un paso. Volvió a quedarse quieto. Lo que había visto al pasar le había… impactado –esa era la palabra- retrocedió otro paso y quedó frente a esa gran rama de plátano arrancada por el viento y arrastrada por el mismo viento hasta quedar cruzada sobre el cantero central del boulevard. Semioculto por las hojas, debajo de las ramitas que habían sido su sostén, se veía un nido de gorriones bastante deteriorado por la caída. Ese nido, el hecho de haberlo visto al pasar, en el límite mismo de su campo visual, lo había conmovido. El nido estaba vacío. Vio lo que, evidentemente, había intuido: a poco menos de cincuenta centímetros del nido estaban dos de sus ocupantes. Dos pichoncitos, aún sin plumas, yacían muertos uno al lado del otro. Los cuerpecitos habían adoptado formas caprichosas, impensables para un pájaro vivo aunque sea pichón: los piquitos amarillos abiertos en lo que quizá fue su último pedido de auxilio, las patitas estiradas en uno y recogidas convulsivamente en otro, las incipientes alitas desplegadas en posición para un vuelo que nunca se iniciaría…
Desvió la mirada. No podía sostener la contemplación de ese espectáculo. El más terrible de la naturaleza. El único que le hacía dudar del valor de la vida: el espectáculo de la inocencia maltratada y muerta. Se sobrepuso a la conmoción que le produjo la visión de los dos pichones muertos. Reanudó su camino.
La pregunta surgió de improviso, como una revelación. Fue un rayo: brevísimo, luminoso, impactante. Una vez formulada pudo desandar la secuencia de premisas que concluyeron en la formulación de la pregunta. La visión de los dos pichones muertos fue el disparador.
Hay gran cantidad de gorriones en la ciudad. Los sentimos cantar ocultos en el follaje de los árboles, en ese momento en que la luz va pidiéndole a la noche que se corra para darle paso al día. Los vemos, en grupos más o menos numerosos, comer bullangueramente en las veredas corriéndose, con cortos vuelos, temerosa y cortésmente al paso de los transeúntes sin dejar, por eso, de cantar. Los hay en mayor número en las plazas y parques (como es lógico) y pueblan más los barrios que el centro. Seguramente hay varias decenas de miles de gorriones en una ciudad como ésta; tal vez, más de cien mil; ¿varios cientos de miles? Y están frente a nuestra vista permanentemente con sus movimientos rápidos y nerviosos. Pero  no encontramos gorriones muertos.
Salvo excepciones, en las calles, en las plazas y parques no vemos gorriones muertos. No se necesita ser un experto para darse cuenta de que habiendo tantos individuos de una especie que tiene corta vida, la cantidad de individuos de la especie que mueren diariamente debe redondear varias centenas. Sin embargo no los vemos, sus pequeños cadáveres no están en ningún lado. De ahí a la pregunta hay un camino inevitable: ¿dónde van a morir los gorriones?
Imprevistamente se encontró en la esquina de Urquiza. Cuando iba a cruzarla inmerso en sus pensamientos, volvió a la realidad y cruzó desde el cantero central a la vereda este de Oroño y comenzó a caminar los metros que lo separaban del ingreso a su lugar de trabajo. Las ventanas iluminadas del bar de la otra esquina, con el recorte de dos o tres parroquianos tomando, seguramente, su desayuno, la joven maestra jardinera que pugnaba por abrir el candado que aseguraba el cierre de la puerta de ingreso del Jardín Maternal, y, pocos metros más adelante, el frente vidriado de su lugar de trabajo, con la cortina metálica aún baja a esa hora, el cartel luminoso (con sus luces ausentes) de un fuerte color rojo con grandes letras blancas…  La escenografía conocida y amigable, la contenedora cotidianeidad, lo sacaron suavemente de la inquietud provocada por aquella pregunta.
Esperó que la empleada de la limpieza le abriera la puerta. La saludó con amabilidad al mismo tiempo que ingresaba y se dispuso a trabajar.

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La jornada laboral terminó tarde. Ya las sombras daban a la ciudad su tinte más distintivo. Un aura de melancólica quietud recubre todos los rincones de la ciudad cuando el sol se oculta. El magnífico río, que recibe primeramente la luz rosarina de cada día, es el primero en ocultarse –prudente, discreto- a la vista de los pocos paseantes del anochecer otoñal; sólo está dispuesto a reflejar a la luna cuando, con su insolente y frío brillo, le exige que lo haga. Y él, el río, la multiplica en cientos de pequeñas luces, o en un grueso trazo que lo surca de costa a costa o en una deforme esfera…  
Abrió la vieja puerta metálica que daba acceso a ese pasillo convertido en túnel por una glicinia densa que se poblaba de flores más o menos azules cada primavera. Cerró la puerta con llave y puso el pasador. Caminó el pasillo con paso cansado y presuroso por llegar a su casa.
-¡Hola, mi amor!, gritó ni bien ingresó a la pequeña recepción. En realidad el nombre de “recepción” dado a ese diminuto cuarto, era una exageración. Toda esa casa era una exageración. Su suegro la había hecho construir según su propio diseño en los fondos del amplio terreno donde estaba la casona, vieja pero digna, donde habían vivido los abuelos y los padres de Griselda. Cuando se casaron, la necesidad se impuso una vez más sobre el sentido común y la sensatez y fueron a vivir allí prometiéndose que ‘ni bien pudieran’ se irían a una casa propia. Ya llevaban treinta años de casados.
-¡Hola!- respondió Griselda desde la cocina. -¿Cómo fue tu día?
-¡Bah! Cómo siempre. Bien. Nada nuevo.
Sus palabras le sonaron poco convincentes. Dejó la preparación de la cena y lo siguió hasta el dormitorio. Rubén –cual religioso rito- se desvestía, colgaba prolijamente su traje, ponía la camisa con la ropa a lavar… Cuando ella entró estaba sentado en el borde de la cama, vestido solamente con un calzoncillo y con las medias aún puestas.
Se sentó a su lado, empujándolo suavemente lo obligó a acostarse y se recostó a su lado. Apoyó su cabeza sobre el pecho de su esposo y comenzó a acariciarlo. La cara, el cuello, el torso, los genitales, las piernas… Él, que tenía un brazo bajo su cuerpo, la acarició con su mano libre. La cara, el cuello, los pechos, el vientre, el pubis, las piernas… Ambos disfrutaban esos momentos y los prolongaban todo lo posible. Al dejar la casa sus tres hijos para hacer sus vidas, ellos habían hecho un tácito acuerdo de disfrutar juntos todas las cosas que siempre los unieron y, al mismo tiempo, no dejar de hacer, cada uno por su lado, aquellas cosas que los complacían.
-¿Qué te pasa?- preguntó ella.
-Nada- dijo con displicencia -nada importante.
-¡Rubén Darío!- alzó la voz impostando cual maestra que amonesta a un alumno.
Su esposo soltó una franca carcajada y se sentó nuevamente en la cama ayudándole a sentarse a ella misma. Le tomó las manos y comenzó a acariciarlas con esa ternura que a ella tanto le conmovía. Así, sentados en la cama, él en calzoncillos, tomados de las manos, le contó su experiencia de esa mañana ante la rama de plátano cortada por la tormenta: el nido, los pichones muertos… y la pregunta.
Cuando concluyó el breve relato, ella le tomó la cara entre sus manos, lo besó tiernamente en los labios, lo miró a los ojos y le dijo:
-Ahora vas a salir a buscar ese lugar dónde los gorriones van a morir, ¿verdad? Te conozco, Rubén. Y sé que si hay alguna cosa imposible de encontrar, el único loco capaz de salir a buscarla sos vos.
Rubén sonrió. No necesitaba el permiso de su esposa, pero sí su comprensión.
-¿Cuándo empezás la búsqueda?- agregó ella remarcando, con un poquito de ironía, las dos últimas palabras.
-Tengo pensado dedicar los sábados- dijo en voz baja, aclarando rápidamente en tono de disculpas: -Algunas horas, no más.

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Se levantó temprano. El calor húmedo, denso, pegajoso, había hecho fácil el salir de la cama. Las sábanas se pegaban al cuerpo húmedo por la leve transpiración que la tenacidad del ventilador de techo no lograba evitar.
Se acercó a la ventana y comprobó que el aire del exterior, ocupando el jardín como un cuerpo espeso e inmóvil, era tan cálido como el que ahogaba dentro del dormitorio. El sol, aún no visible en su jardín, se presentía en el cielo celeste intenso. Le gustaba este momento de la mañana; independientemente del calor y de la humedad, disfrutaba de esa explosión de vida y de luz que se le antojaban las mañanas de fines de verano.
Se duchó. Se afeitó prolijamente. Eligió un conjunto deportivo de pantalón y remera, fresco y liviano para usar esa mañana. Se calzó las zapatillas. Se miró rápidamente en el espejo y aprobó la imagen devuelta.
Ya en la cocina encendió la radio y se preparó el mate. La locutora y el “periodista-conductor” del programa de la mañana repetían la estúpida rutina de bromear entre ellos, riéndose a carcajadas, con cuestiones personales o con vanas y vacuas “noticias” que los diarios se empeñan en publicar. “¡Qué manera más indigna de desaprovechar el tiempo en un medio de comunicación!”, pensó. Tomó mate despacio, saboreando cada uno. Los acompañó con pan untado con margarina y mermelada. Cuando terminó, lavó el mate, la bombilla y el cuchillo que había usado y guardó cada cosa en su lugar.
Fue hasta el mueble que hacía las veces de biblioteca sosteniendo a duras penas un desordenado conjunto de libros y revistas. Del último estante tomó una carpeta azul rotulada con una tarjeta autoadhesiva donde se leía, en letras de varios colores: “La Búsqueda”. La ironía de Griselda le había parecido un buen nombre para la empresa que estaba iniciando.
La noche anterior, como todos los viernes, se quedaron a ver alguna película en la TV demorando la hora de irse a dormir aprovechando el beneficio de no tener que levantarse temprano el sábado. Él no miró la película o, mejor, la miró pero ocupó su atención en “planificar” lo que haría ese sábado.
En su carpeta había puesto hojas de cartulina en las que demarcó columnas con los siguientes encabezados: “Fecha”, “Zona explorada”, “Se encontró”. En esta última pensaba anotar las cosas importantes que iría descubriendo sábado tras sábado y que, cual escalones, le permitirían encontrar el objeto de su búsqueda: el lugar en donde los gorriones de Rosario van a morir.

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Separó su cara del vidrio, miró el reloj y calculó, sorprendido, que había estado contemplando el jardín iluminado por la luna durante, por lo menos, quince minutos. Se restregó las manos una contra otra para recuperar el calor que habían perdido al estar tanto tiempo apoyadas en el vidrio. Se dio cuenta de que por estar inmóvil tan cerca de la ventana había bajado su temperatura corporal. Fue hasta la alacena, sacó una copita y la botella de licor de chocolate que estaban una al lado de la otra. Llenó la copita con licor, devolvió la botella a su lugar y se dirigió, con la copa en su mano, a la sala.
Dejó la bebida en la mesita de cristal que estaba entre el televisor y un sillón ya desgastado por el uso. Del último estante de la biblioteca sacó la carpeta azul, atizó el fuego del hogar y se sentó en el sillón. Juntó sus piernas formando una mesa para la carpeta y la apoyó en esa superficie segura, pero continuaba sosteniéndola con sus dos manos. Sintió una extraña sensación de inquietud. Era miércoles y había tomado su carpeta azul sin saber todavía muy bien para qué. La carpeta permanecía en su lugar en el último estante de la biblioteca siempre, excepto los viernes a la noche, en que preparaba su excursión del día siguiente, y los sábados cuando la llevaba en su recorrida.
Bebió un pequeño sorbo de licor y abrió la carpeta. Comenzó a pasar las gruesas hojas de cartulina mecánicamente, con un cierto desinterés. Prestó dispersa atención a las fechas anotadas en la primera columna. Se dio cuenta, al llegar a la última hoja, que ya llevaba más de seis meses de búsqueda. Volvió a la primera hoja y reinició la revisión. Ahora analizaba, con mayor atención, el contenido de la columna “Zona explorada”. Allí figuraban, desordenadamente, algunas de las cuentas que forman este Rosario al mismo tiempo sagrado y profano: Barrio Las Flores, Echesortu, el Saladillo, Barrio Belgrano, Empalme Graneros, Tío Rolo, Barrio Acindar, el Parque de la Independencia, Alberdi, la Circunvalación, el Parque Alem, Pichincha, la Terminal y el Patio de la Madera, Barrio Refinería, la Florida, Villa Banana, Parque Urquiza y el Observatorio, la esquina de Pasco y Mitre, el Gigante y el Coloso, Peatonal Córdoba, el Parque de España, la desembocadura del Ludueña… Ya había recorrido importantes retazos de la geografía rosarina. Cerró la carpeta y apoyó toda su espalda en el respaldo del sillón.
Alcanzó la copita y en dos tragos cortos y rápidos acabó con el resto de licor de chocolate. Dejó la copa sobre la mesita y volvió a recostarse, esta vez estirando sus piernas relajadamente. La carpeta reposó, a su lado, en el sillón. Debía recorrer la tercera columna, pero le pareció que hacerlo era algo así como leer el acta de reconocimiento de su fracaso. Creyó entender entonces la sensación que le asaltó al tomar la carpeta azul esa noche: “Es frustración”, se dijo. “Frustración e impotencia”. Recordó las palabras de Griselda aquella noche: “…si hay alguna cosa imposible de encontrar…”. Se sintió angustiado. Recogió las piernas, apoyó los codos en sus rodillas y su mentón en la palma de sus manos que quedaron una a cada lado de su cara.
Dejó esa posición casi fetal, original, tomó nuevamente la carpeta azul y la abrió en la primera hoja. Lentamente empezó a leer las muy breves anotaciones de la tercera columna y, a medida que leía, iba comprendiendo. En esa columna, anotados a modo de ayuda-memoria, había nombres de personas, de lugares, de cosas… A medida que las leía, las palabras recobraban su poder y cumplían con su misión: le hacían recordar las circunstancias y los motivos por los que él las había escrito en esa columna, en la que se debía anotar lo que “Se encontró”.
Así encontró “María” y recordó a esa maestra correntina que vivía en la Villa La Lata desde hacía diez años, que le convidó con agua fresca en esa tórrida mañana y le comentó, didáctica e irrefutablemente, por qué estaba segura que moriría viviendo en la villa. También encontró “Estatuas de Lola Mora” y revivió la emoción al encontrarse con esas esculturas bellas y poderosas de la gran tucumana a las que tantas veces había mirado con indiferencia. Más adelante había escrito “César” y volvió a sentir pena y dolor por aquel joven drogadicto que lloró en sus brazos mientras le contaba por qué se drogaba. El sábado 18 de mayo, primaveral (aunque era otoño), anotó “Maritza” y, al leerlo, renovó la promesa de no usar nunca más como insulto las palabras puto o travesti. El sábado siguiente, Fiesta Patria, encontró anotado “Fernando B de L” (se sonrió al pensar en su propia inocencia al mantener anónimo, escribiendo sólo las iniciales, el apellido del chico) y se preguntó para qué sirve tener tanta plata si tu hijo piensa de ti como Fernando de su papá…
Dejó de leer. Las lágrimas en sus ojos y, aún más que éstas, la emoción del darse cuenta, le impedían seguir. Tampoco necesitaba seguir leyendo: sabía de memoria cada una de las palabras que había registrado en esa columna y a qué “encuentro” correspondía.
Repitió en voz alta las palabras de Griselda: “…si hay alguna cosa imposible de encontrar…” Se dio cuenta de que él coincidía con esa expresión. Tal vez, ya lo sabía al iniciar la búsqueda. Pero comprendió también que eso no importa. Lo importante es buscar y estar abierto a mirar con otros ojos lo que se va encontrando.
Volvió a la cocina. Fue directamente hasta la ventana y miró. El cielo nocturno, las estrellas, la luna, los edificios vecinos, el jardín, la dalia…
Se fue a dormir. El sábado la invitaría a Griselda a desayunar en Augusto y, después, a caminar.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy buen cuento.