El camioncito recorría la
montaña. Mi mano llevaba el vehículo por túneles recién excavados. Mi juego
favorito, cuando papá y mamá se distraían, era destapar el montículo de arena protegido
por ladrillos y meter las manos armando
autopistas y puentes para que pasaran los coches de juguete. El camión Duravit
era el favorito, lo llenaba de cualquier material posible para vaciarlo operando
la palanca de la caja volcadora.
Esa tarde, la atmósfera se hizo
densa. Escuchaba a mis padres, ensimismados en una ardua discusión. Surgían
palabras nuevas; papá dictaba algo a mamá, ella tecleaba en la Rémington una carta:
“punto, coma,… punto, señor, por la presente…”
Yo me fui colocando cada vez más
cerca de la puerta entornada. Trataba de ver lo que pasaba en la cocina.
Sus rostros severos dejaban
notar que la cosa era seria y definitiva:
—No
podés hacerme esto. Tenés una familia.
—Entendeme,
Kitty, tengo que ir. Me preparé mucho tiempo para esto ¿O te crees que soy
fotógrafo para vender “caritas” timbreando por la calle?
—Pero
cuando volviste de Cuba…
—Eran
las ganas del momento, los extrañé a vos
y a los chicos, pero la lucha es la lucha.
—Esta vez es diferente, todo clandestino, es muy arriesgado…
—Siempre fue arriesgado, toda mi vida estuve
esperando, además nos apoya el gobierno Revolucionario, y él está al mando…
Ansiaba descifrar cada palabra,
cada gesto. Sólo podía estar seguro de que estaba ocurriendo algo grave, lo que
comprobé cuando ellos me demostraron una dulzura solamente guardada para casos
extremos, como el día en que el médico les dijo eso de la bronquitis asmática y
casi me ahogan en abrazos entre toses y lágrimas, o la vez que la mamma, mi
bisabuela, se fue para siempre a ese lugar impreciso del cual nunca volvería.
Traté de seguir jugando.
Destripaba con bronca las colillas de cigarrillos a medio consumir y cargaba el
tabaco en la caja volcadora del Duravit. Al ratito mi tía Victoria me llamó. Eran
justo las cinco de la tarde. Ya había comenzado la transmisión y era la hora de
Rin tin tin.
—Voy a la casa de tía Vito, a
ver la tele.
Y en vez de decirme el “portate
bien” formal y descuidado de todos los días me volvieron a abrazar. Él lo hizo
por última vez.
Todavía trato de reconstruir
sus rasgos, las facciones, el color de sus ojos, el timbre de su voz. De adulto
intenté organizar los hechos: Que Prensa Latina, que Debray, que el Che; que
nunca se supieron los detalles, que a algunos no los pudieron hallar.
A veces en madrugadas solitarias,
cuando mi mujer y mis hijos duermen, jugueteo descuidadamente con una carbonilla sobre
un papel y me sale un rostro, siempre el mismo. Se me ocurre que es papá surgiendo de mi inconciente y me he
encaprichado en que esa es la cara que debo recordar.
Todavía sigo coleccionando detalles.
Traté de evocar las pocas imágenes que quedaron registradas en mi memoria: las
cámaras fotográficas, las cubetas de líquidos para rebelado, la máquina de
escribir.
Todavía atesoro episodios
confusos donde creo verlo. Ora practicando tiro en el paredón de la quinta de
Luján, ora saliendo detrás de la frazada que usaba para tapar la luz de un
improvisado cuarto oscuro.
Todavía lo sigo buscando, a
veces creo encontrarlo en los gestos de mis hijos o en algún documental sobre
la campaña del Ché en Bolivia.
2 comentarios:
Marcos:
¡Qué hermosa historia!
La guerrilla, el misterio y la nostalgia se pasean por ella.
Un saludo "felicitativo"
Marcos-hermano amigo-manifiestas en el cuento variados aspectos de un insoportable tiempo que hemos vivido.
Me encanta- apreciar- el cuidado de las palabras.
Miramar es una localidad que enaltece a los creadores.Esta demostrado.
Abel Espil
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