sábado, 22 de agosto de 2015

Enrique Guglielmi/Agosto de 2015

CARLOS FERREYRA, Milonga de Calandria - óleo s/tela - 149 x 194


Malevos, guapos y compadritos

Muchos son los tangos, milongas, cuentos, sainetes, folletines y películas que tienen como sujeto a malevos, guapos y compadritos. En sus conductas, gestos y actitudes estos personajes, habitantes del suburbio o del arrabal, presentan fuertes signos de coraje, valor, templanza y nobleza. Son individuos egocéntricos, individualistas, solitarios, competitivos y fundamentalmente criollos. Diestros con el cuchillo o el puñal, a veces pendencieros, otras justicieros. Por tales atributos son respetados, admirados o temidos por hombres y mujeres del barrio. En muchos casos están al servicio de políticos y hombres fuertes del lugar. Es decir, al servicio del poder.
Dice J. L. Borges: “Rosendo Juárez el Pegador, era de los que pisaban más fuerte por Villa Santa Rita. Mozo acreditao para el cuchillo, era uno de los hombres de don Nicolás Paredes, que era uno de los hombres de Morel”[1]
En Un guapo del 900 de Samuel Eichelbaum, llevado al cine por Leopoldo Torre Nilson,  Ecuménico López está profundamente ligado a la vida del comité al servicio de don Alejo Garay, el político que lo contrata como guardaespaldas y fuerza de choque. Estos guapos son portadores del miedo que forman parte de los mecanismos de control de las clases dominantes.
Cabe señalar la similitud entre los valores  del guapo y los del caballero de la Edad Media. No sólo comparten valores, comparten también estar al servicio de señores poderosos, se reemplaza  la espada por el cuchillo.
Sospecho que por ello  J. L. Borges en su milonga “A Don Nicanor Paredes”  dice:
Lo veo con paso firme
pisar su feudo, Palermo.
Hay en la construcción de estos personajes una mirada nostálgica del pasado, una mirada conservadora impregnada en algunos casos de cierto anarquismo individualista. El guapo sería entonces una construcción mítica.
Suele decirse también que el tango bailado tiene en su coreografía (la corrida, el ocho, el paso atrás y los firuletes) formas corporales vinculadas a la pelea a cuchillo entre dos hombres. Son consideraciones que alimentan el mito.
Así como Leopoldo Lugones en 1913, en la conferencia que dio en el teatro Odeon, resignificó la figura del gaucho que pasó de ser el enemigo de la civilización a ser el “arquetipo” de la argentinidad, Jorge L. Borges en 1930  en un  ensayo biográfico sobre Evaristo Carriego resignificó a guapos, compadritos y cuchilleros que habían desaparecido de la ciudad. Rescató también el tango inicial, no el impregnado por los hijos de inmigrantes italianos, el que incorporo el bandoneón. Redimió también a la milonga que todavía estaba profundamente ligada al campo y cuyos cantores eran los payadores. La milonga porteña, la de Piana, es posterior.
“Borges escribe un mito para Buenos Aires que, en su opinión, andaba necesitándolo. Desde un recuerdo que casi no es suyo, opone a la ciudad moderna, esta ciudad estética sin centro, construida totalmente sobre la matriz de un margen.” dice Sarlo.[2]
Sin duda son personajes que por sus cualidades se prestan para la representación poética pero su elección está teñida de política al servicio de una ideología imperante en las primeras décadas del siglo XX. El poder de representación confi­gura imaginarios, conduce colectivos, compromete voluntades y pro­duce imperativos en cuyo nombre se actúa. Se trata de contraponer al criollo y sus valores al inmigrante y sus hijos argentinos. Ciudadanos simples, trabajadores, comerciantes, oficinistas, obreros cuyo principal valor es el trabajo y cuyo coraje es enfrentar cotidianamente la injusticia y la explotación. En ese momento ya son ellos los verdaderos sujetos de la historia.
Guapos y compadritos quienes lograron un lugar en la literatura, en letras de tango y milongas no eran el arquetipo del porteño.
Raul Scalabrini Ortiz, en la misma época en que Borges resignificaba al orillero, definió al porteño real, al que vivía con sus alegrías y tristezas en el Buenos Aires cambiante. “No se alboroten, pues, los políticos ni los granjeadotes de voluntades. El Hombre de Corrientes y Esmeralda no es ladero para sus ambiciones …..  no es secuaz de personas”.[3]
También hoy hay intelectuales, escritores y periodistas que son secuaces, que construyen mitos, que ocultan verdades, que están al servicio de poderosos intereses y que desde un lugar de privilegio revisten su discurso de un efecto de autoridad presuntamente no sospechoso. Operan como una eficiente maquinaria que produce visibilidad, credibilidad y lo más importante: agenda.


[1] Jorge L. Borges. Hombre de la esquina rosada Bs. As. Emece 1996
[2] Beatriz Sarlo. Borges un escritor en las orillas. Ariel Bs As. 1995
[3]. Raul Scalabrini Ortiz. El hombre que esta solo y espera. Anaconda, Bs. As. 1933


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