jueves, 21 de junio de 2018

Lilia Durand-Argentina/Junio de 2018


Acoso

El partido terminó cerca de la medianoche. Micaela recoge la canasta con los pocos pasteles que le quedaron sin vender. Calza sus pies doloridos con las zapatillas que habrá de caminar las treinta cuadras que la distancian de su casa, un rancho de paja y adobe enclavado en la mitad de un terreno invadido por yuyales hirsutos.
Con pasos rápidos abandona la cancha. Recorre las pocas cuadras iluminadas, acompañada por los algunos parroquianos que se quedaron a la final.

Su cuerpo se tensa, los ojos perforan la espesura de la niebla que lentamente enmanta árboles y animales. Ha entrado en la solitaria zona, donde, según informados vecinos, pululan las ánimas condenadas a deambular en eterno castigo.
Apresura el paso. Los pies heridos de zapatos rotos  se entierran en el barro. Sin aliento, enceguecida por las lágrimas que recalan en el borde de los párpados desfallece. ¡Corre Micaela, corre! La tierra le transmite el eco que  avanza. Se levanta, cae, se levanta, cae, cae. Las fieras hambrientas se acercan. Siente el aliento detrás de la nuca.  A ciegas camina el borde del arroyo. Los arbustos esconden su pequeña figura. Tal vez no la encuentren. Se detiene. El frío del agua calma el brillo hiriente del dolor. El cansancio la agobia.

Una lechuza vuela.

Desbocados de instintos, la rodean. Siente el jadeo en todo su cuerpo. Se desgarra en jirones de inocencia mancillada. Ellos, saciados, se alejan.
Queda ahí, de cara al cielo. Límpido y azul cielo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Lilia cómo estás tanto tiempo sin vernos. Muy bueno tu cuento, fuerte doloroso, triste, muy bien narrado, como vas mostrando las acciones del personaje. Me encantó. Besosss Jóse