sábado, 20 de septiembre de 2014

Margarita Rodriguez-Buenos Aires, Argentina/Septiembre de 2014

CACHITO


En una de las tantas ocasiones en las que visitaba a mi amiga Adela, durante su convalecencia, me refirió una historia tan conmovedora como simpática. Aunque confieso que el personaje en cuestión me pareció, al principio, espeluznante. A tal punto que cuando pasaba por el comedor trataba de mirar para otro lado. Su presencia me producía escalofríos.
Es que el bicho, estaba parado sobre una tablita lustrada de aproximadamente treinta centímetros por diez, ocupando un lugar destacado sobre el aparador, escoltado por un juego de mate, un cofre de madera pintado y botellitas de diversos colores y tamaños.
Allí se erguía incólume al paso del tiempo. Al tacto era peludo y suave como Platero. Inmortalizado en una postura que, supongo,  la pericia del taxidermista hizo que se viera como  una criatura feroz, a la vista de un desentendido como yo. Sus ojos eran dos pequeñas cuentas brillantes, la mirada distante y a la vez detenida en una presa imaginaria. La boca abierta mostraba unos pequeños dientes afilados. La cola era larga y tiesa,  estirada como tratando de equilibrar el paso. Yo suponía que era un animal exótico traído de una provincia del norte o comprado en algún cambalache donde nunca faltan estas rarezas.
Hasta que se dio la oportunidad de hablar del asunto y le pregunté a Adela. A lo que ella, con toda naturalidad y entusiasmo me respondió: “Ah, Cachito”. ¡El bicho tenía nombre!
He aquí la historia de Cachito.
A sus ochenta y tantos años la sonrisa le iluminaba el rostro al evocarlo. Adela nació y se crió en el barrio de Piñeiro, partido de Avellaneda. Sus padres emigraron  de Armenia, país natal, huyendo de la invasión turca a principios del siglo pasado. Primero llegó él, luego cuando vino ella se casaron y tuvieron cuatro hijos. Adela era la mayor, después vinieron tres varones.  
La vida de la familia fue muy dura, como en el caso de la mayoría de los inmigrantes. Teniendo que realizar todo tipo de actividades para subsistir. Lograron alquilar una vivienda con un amplio terreno en el que, como se acostumbraba, tenían sus propios cultivos, además del infaltable gallinero. Manuel, así era como conocían al padre de Adela en el barrio, ya que su nombre original era muy difícil de pronunciar, instaló una peluquería. Por lo que se hizo muy conocido, teniendo como clientes a casi todos sus vecinos.
A dos cuadras quedaba el Riachuelo. Con todas sus curtiembres y galpones, era un lugar especial para la proliferación de roedores, que tenían a maltraer a todo el vecindario. En la peluquería, Manuel contó en una oportunidad como las ratas diezmaban el gallinero, por lo que alguien le aconsejó comprar un hurón, ya que estos animalitos eran excelentes cazadores y fácilmente domesticables. También le dijo donde conseguirlo. Así fue que un domingo, acompañado de su hija, cruzaron el viejo puente Victorino de la Plaza y se dirigieron a la feria que se instalaba los fines de semana sobre la porteña margen del ya entonces contaminado cauce de agua. Al mediodía volvieron a casa con su nueva mascota.
Le ubicaron en un rincón, un trapito de arpillera y un fuentón de zinc en el que gustoso se bañaba todos los días, pero le encantaba dormir a los pies de la cama de Adela. Los niños enseguida se encariñaron con él, no solo los de la casa sino también sus amigos.
“Cachito fue el milagro de la manzana”, recuerda Adela. En pocas semanas, trepando tapiales limpió el lugar de roedores. La convivencia con el barrio fue excepcional y en poco tiempo se hizo muy popular. Lindante por uno de los lados de la casa estaba la panadería. El pobre panadero, cansado de ver las bolsas de harina perforadas, aceptó gustoso la participación de este simpático animalito. “Lo que no hacía la municipalidad, lo hizo Cachito”.
Pero toda historia tiene sus claroscuros. Cierto día una vecina encontró una de sus gallinas muertas, sospechaba del hurón y así se lo hizo saber a Manuel. El buen hombre, para no tener problemas de vecindad, y con todo el dolor del alma decidió encerrarlo en un jaulón en el fondo de su casa. Allí estaría cómodo y seguro, pero Cachito no entendió el cambio y luchó por su ansiada libertad.
Lo descubrió el carbonero al llevar una bolsa de maíz hasta el gallinero. Estaba ya sin vida, atascado en un agujero que él mismo habría hecho, en el alambre de la jaula. Digno de todos los honores, el barrio entero lo lloró. No sé cuanto tiempo estuvo con la familia, pero sí sé que fue una tragedia descomunal.
Aunque  el destino tenía planes para Cachito. El día de la pérdida, Adela, que ya era adolescente, comentó el fatídico hecho con alguien que casualmente conocía a un taxidermista y le propuso no desprenderse del animal. Y así fue que quedó inmortalizado en el seno de la familia.
Adela creció, se mudó. Se casó, se volvió a mudar. Desde que murió su padre, la madre había fallecido unos años antes, ella fue en vida el fiel custodio del  hurón embalsamado y su recuerdo. No sé cual habrá sido el destino final de este genio y figura, encarnado en la estampa del simpático animal, cuando su dueña ya no pudo custodiarlo más. Por eso estas líneas pretenden, humildemente, perpetuar sus andanzas por este mundo. Tal vez ahora se hallen ambos correteando por los zaguanes y patios de las casas de Piñeiro, jugando a las escondidas.                                                            
                                                                                                                               Margaritae_rod@yahoo.com.ar

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