lunes, 23 de febrero de 2015

CAROL MIRALLES-MENDOZA, Argentina/Febrero de 2015




La prolongación de las Magnolias

Habrá empezado el otoño la última vez que fui a New York. Mi padre me llevó a Mount Kisco, en los suburbios donde nacimos mis hermanos y yo. Íbamos por una calle larga llena de Arces como una especie de invasores en el bosque, haciendo difícil el avance. Parecía estar viendo una pintura de Corot, hojas de colores rojos con venas verdes, bronces vinosos, púrpura con negro, amarillo punteadas con naranja, provocando sombra pero a través de los árboles el sol se derramaba como rayos por lo que el camino tenía un brillo cálido.
Bajé la ventanilla para que me diera el aire en la cara, como si eso me trajera algo de mi infancia. Y lo hacía a medida que avanzábamos. Comencé a sentir el olor a Las Magnolias, un árbol enorme que había en la entrada. Le pedí a mi padre que se detuviera y me bajé, allí estaba abierto y denso con sus hojas perennes, todo florido, blanco con un intenso aroma. Fue tan vivo el recuerdo con mi madre, nosotros pequeños, recogiendo las flores del piso , jugando a quién juntaba más y luego ella las colocaba en varios floreros en toda la casa y el perfume nos embriagaba en ese dulzor de otoño.
Veo como un cuadro vivo, el día en que me casé llevaba un ramo de magnolias y otro que me sostenía en cabello hacia un lado. Soy incapaz de acordarme si fue pensado o pura casualidad. Es extraña, la manera en que duermen en nuestras cabezas las cosas que aparentemente no prestamos atención.
Cuando llegamos a la que había sido mi casa me pareció pequeña, todo era de otro tamaño, la puerta, las ventanas, el porche ¿Será que no vemos las cosas del mismo modo? O es que no nos queda nada de la infancia porque cuando llegamos a la edad adulta todo se nos aclara o tienden a no quedar registradas. Hay momentos que el pasado posee una fuerza tan poderosa que parece que podría aniquilarte.
Hubo un día en que mi hermano se metió a la boca unas bolitas de ácido para destapar las cañerías. La recuerdo porque era una tarde gris y lluviosa y los pétalos sedosos de las Magnolias flotaban por el aire. Mamá nos subió rápidamente al automóvil, un Ford Station Wagon modelo 65, reluciente con apliques de madera y manejó nerviosa con un cigarrillo en la boca mientras que la ceniza se le caía y mi hermano sangraba por la boca. Llegamos al hospital del pueblo, asustados, ella se bajó gritando: - Es una emergencia, una emergencia - salieron tres médicos y lo subieron a una camilla, mi madre entró con él, nos quedamos en la sala de espera, solas, con ella, pero siempre solos. Llegó mi padre con ira y bronca, pasó la mirada sobre nosotras pero no nos vio. Mi único hermano varón era su vida al igual que la de mi madre, los dos compartían ese sentimiento.
Lo salvaron y quedó sin secuelas, como lo salvaron tantas veces de tantas cosas. Lo que permaneció dentro de mí de ese incidente no fue el accidente, si no la mirada de desasosiego de mi madre, sentada a su lado de forma triste y resignada como uno de esos fieles alucinado mirando una aparición. Levantó la vista y me miró, hizo una risita torciendo la boca que yo se la devolví de la misma manera como diciendo “ todo está bien” y siempre le creíamos que estaba todo bien.
Sería una mentirosa no decir que ella nos hizo una vida maravillosa, sola, con un padre sin padre. De esa infancia en Mount kisco mi madre es, la que está siempre en mi memoria, la versión que tengo de ella es aun mejor. La veo con ese pelo negro medianoche y esa piel blanca con un tono dorado que le daba el sol. Por supuesto que han habido cosas que jamás pudimos prever, la pérdida, el dolor, los días sombríos y las noches de insomnios, son sorpresas que nadie sospecha, como una noche de febrero donde se detuvo su tiempo.
La llevamos sus cuatro pequeños niños que alguna vez fuimos a su última morada, en viaje hacia un campo de arces donde había un árbol de Magnolias.

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