lunes, 19 de febrero de 2018

Nechi Dorado-Argentina/Febrero de 2018

“Mujer” Ilustración de la artista visual argentina Beatriz Palmieri


Doña Efigenia

Todos los días cuando el calor más apretaba y el sol parecía convertir en estacas de fuego cada rayo; o cuando el frío ponía rojas las narices y la base de las orejas, la mujer pasaba por el filo de la calle angosta bordeando la orilla del riachuelo sin contaminación en ese tiempo de vendedores de a caballo y pilas de valores ahora desvalorizados.
Éramos muy pequeñas mi amiguita y yo y esperábamos su aparición con nuestros corazoncitos al galope estrenando los primeros temores ante lo diferente. A lo que se alejaba de los parámetros de normalidad impuestos socialmente. El motivo de nuestra espera decían que se llamaba doña Efigenia y el nombre en sí mismo nos sonaba a algo extraño, como si no fuera propio de esta tierra. Creo que los adultos tampoco sabían mucho de esa persona que hoy, con varias décadas más sobre mis hombros, aparece como una visión muy fuerte, casi como si fuera un personaje atemporal.
Si tuviera que hacer un retrato de esa mujer de andar exhausto diría de ella que parecía penitente de auroras enlodadas, como si pasara sus horas entre nubes oscuras de veneno derramado en su linfa. La imagino como arrojada a un vacío repleto de guijarros.
Diría sin temor a equivocarme que doña Efigenia pateaba desencuentros de arcángeles dormidos, asemejándose a un bodoque; a estrella deformada; a un árbol sin tutores; a una aguja sin ojo incapaz de enhebrar el hilo de la vida.
Su mirada esquiva parecía ser el resultado del salto imperceptible de un resorte; sin escuchar el tono de su voz lo imaginábamos áspero; elucubraciones propias del desconocimiento, del exceso de fantasía que nos hacía imaginarla como un ser de otra era entre los rumores de un barrio chato, aburrido, donde resultaba más divertido presuponer que callar.
En una oportunidad, mientras esperábamos ansiosas su paso, las vecinas la mencionaban haciendo una especie de vaticinio histórico de la vieja, de su pasado, de su destino vetusto:
-Ella tuvo una infancia desgraciada, decía doña Blanca, la mamá de Sofía, era hija de padre bebedor que golpeaba hasta a su propia madre en cada exceso etílico. La cargó de hijos, no se cuántos, pero eran muchos.
-Si, eso me dijeron, asentía doña Clorinda agregando detalles quién sabe si con fundamento; además, continuó, estaba para casarse y el novio la plantó en la iglesia, la pobre enloqueció.
Mi amiga y yo íbamos recopilando datos que por supuesto la imaginación se encargaba de inflar como masa con levadura.
-Además tuvo otros amores, comentó doña Anita con la seguridad de un abogado carancho que pretende imponer su tesis falsa, agregando unas gotas más a una especie de alquimia barrial que pretendía dibujar un perfil al que nadie nunca tuvo acceso.
-Dicen que perdió un hijo, agregó doña Luisa persignándose, a lo que doña María sumó su “Dios lo tenga en la gloria, pobrecito, dicen que era deforme”.
Doña Efigenia siguió pasando muchos años con su marcha de madreselva herida; mientras nosotras nos deteníamos en su mirada de ángel en exilio, dentro de las posibilidades que brindaba al dar los buenos días tímidos, sin voz audible, con un simple movimiento de su cabeza siempre cubierta por un pañuelo de colores devorados por el sol y las lloviznas.
Lo que hoy pienso cada vez que la recuerdo es que cargaba un estigma que no tuvo ni quiso y aun así, de ser cierto lo que se decía de ella, fue capaz de carcomer el odio irracional de la ira. Jamás tuvo un gesto irrespetuoso pese a tanto desprecio que sin dudas podría percibir en el entorno.
A pesar de su parquedad doña Efigenia fue capaz de desplegar alguna sonrisa efímera que no tenía sentido, empalideciendo al sol, encandilándolo  con ganas locas de perseguir su día.
Hoy sigo recordando a esa mujer opaca, imaginando que mientras sueña su sueño -tal vez y por los años pasados, ya podría ser eterno, no sé-, habrá de andar susurrando alguna frase encendida, inconexa, como quién murmurara en un oído tibio una canción de amor para dormir al niño que decían.
Siento que tal vez depositó su aliento, dio su vida, por esa mariposa que hizo nido en su ombligo y quisiera decirte que si alguna vez, por esas cosas extrañas de la pervivencia se cruzara por tu camino, ya vencida, observes dulcemente como carga tormentos.  La mujer era un canto de amor en esta vida, aunque fuera lacónica, hirsuta, desteñida.


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