lunes, 17 de mayo de 2010

Roxana Ini-Buenos Aires, Argentina/Mayo de 2010



M O N D O    C A N E


Santi,  llevá el perro hasta la placita, dale cuatro vueltas y volvé.
Santiago salió de la casilla con  la soga en la mano.  El dedo gordo casi atravesaba la gastada loneta de su alpargata. Estás creciendo rápido, le decía su mamá, y en verano los pies crecen más. Quizás por eso ahora lo dejaban cruzar la calle solo y recorrer las seis manzanas que lo separaban de la placita. Más que una plaza era un baldío, en el que algunos vecinos habían fabricado dos arcos. Con caños de cemento robados de la obra de la autopista se podía jugar a los túneles, un par de llantas hacían de hamacas colgando de una rama.
_Vamos Rocky, _emitió la aguda voz del niño. Pese a tener un nombre famoso el pichicho era apenas una cruza infeliz de bastardos. El pelaje se componía de mechones descoloridos apuntando hacia cualquier parte con absoluta falta de gracia. Aseguró la soga a su muñeca con un nudo corredizo, no es que fuera un animal fuerte ni que pudiera escaparse, sino más que nada para lucirlo como si fuera suyo. Otros chicos no querían jugar con él, pero ahora llevaba un perro y se sentía importante.
A la segunda vuelta se le acercó un pibe._ Si querés hamacarte yo te  lo tengo. _No gracias, tengo que pasearlo, le contestó, temeroso de que se lo robara. Al ratito se arrepintió, en una de esas podrían haberse hecho amigos. Se sentó sobre un tronco y aflojó la soga que le dejaba la mano morada. Acarició la cabezota pinchuda. Se miraron,
Socios en la soledad.  Golpeó tres veces como le habían enseñado. Unos minutos más tarde se abrió la puerta. _¿Ya volviste? Pasá que te preparo la cena. Ramón ya se va.
A la noche el reflejo del televisor daba forma a los escasos muebles agigantando sus sombras siniestras sobre la pared de madera. Santiago mantenía la atención fija en los monstruos como si pudiera controlarlos con la mirada. Su mamá estaba concentrada en la telenovela, fantaseando con joyas y banquetes, mansiones y galanes enamorados. Era  una ficción tan lejana aún de sus sueños más optimistas, que se conformaba pensando que después de todo, no eran más que una manga de frígidas estiradas.
Cayó rendida en la cama compartida, de cara a la ventana. Santiago se acurrucó despacio para no molestarla, podía ponerse de mal humor. Le gustaba que ella ocupara casi toda la cama, así cuando pasaba el tren haciendo vibrar el elástico del colchón, él, como sin querer, acercaba el cuerpecito al calor esquivo de su espalda.
Permanecía  largo rato con los ojos abiertos  esperando el foco de la locomotora, un haz lechoso que crecía hasta desaparecer de golpe, dejando atrás la estela de un traqueteo ensordecedor. Cuando pasaba el último tren hacia la capital se hundía en un negro silencio. Verificaba entonces  la respiración de su madre, rítmica, regular. Si en algún momento no la oía respirar, sudaba de espanto durante ese instante que le parecía eterno, para aliviarse de inmediato con un ronquido o el cambio de posición de su cuerpo. Tal vez ella le ponía un brazo encima. El se quedaba inmóvil imaginándose un abrazo cariñoso e infinito. Así lograba dormirse. Otras veces, acariciaba entre sus dedos un pliegue de su camisón y hundía su naríz en la mata de cabellos castaños con olor a manzanas casi hasta emborracharse y caer en un sueño manso.
Sentado en el escalón de la puerta. Santiago tiraba piedritas intentando embocarlas en una lata de duraznos vacía.  Se levantaba, recogía las piedras y volvía a empezar, una y otra vez. Un ladrido familiar lo distrajo de su juego. Rocky movía el rabo. Ramón entró. El chico tomó la cuerda. _ Me voy mamá, y salió como siempre hacia la placita.  Parecía que iba hablando solo, pero en realidad conversaba con su amigo, su compinche. Le contaba las pequeñas cosas de su pequeño mundo. Corrían amarrados uno al otro por algo más que una soga. A la vuelta se iba a animar. ¿ Porqué no?. Mamá saldría esa noche y él podría acariciarlo hasta dormirse.
_No pibe no te lo puedo dejar. Si salgo a pasear el perro, tengo que volver con el perro.
Esa noche no pegó un ojo. Las sombras lo acosaban como fanasmas. La cama estaba fría. Casi de madrugada entró su madre. Tenía olor raro. Simulando estar dormido la abrazó. Ella lo apartó de un empujón.
Una tarde empezó a llover, Ramón entró apurado, le tendió la soga al chico y cerró de un portazo dejándolo afuera con el perro. Santiago no tuvo tiempo ni de agarrar su campera. Caminaron cuatro cuadras. El cielo se cascó como un huevo gigante volcando el agua a baldazos. Pisando el barro que se había formado en minutos, corrió a su casa y se sentó bajo el alero. Tiritaba. Golpeó tres veces. Esperó. Volvió a golpear. Nada. Escuchó ruidos. Más ruidos, como grititos.Se acercó a la ventana. Estaban en la cama, ocupando también su pedazo. Ella lo abrazaba con los brazos y con las piernas. Se movían haciendo temblar la cama más que si pasara el tren.
_¿Dónde está Rocky?
_Se me perdió. Corrió atrás de un gato y no lo pude alcanzar.
_ Mocoso de mierda. _ Le dio un cachetazo.
Santiago se sacó la ropa mojada. Estornudó. Se acostó sin cenar, su madre de espaldas a él, dejando un hueco demasiado ancho entre los dos. Estaba oscuro. La cama vibró con el paso del tren que iba a la provincia. La pieza se iluminó con un haz lechoso que se apagó de golpe. A lo lejos  se escuchaba un ladrido que podía parecerse a cualquier otro. De nuevo el haz de luz, el traqueteo, los ladridos. Por sobre el silbato del tren a la capital se oyó un aullido breve y agudo. El niño sonrió recordando el nudo corredizo en el durmiente. Y se  deslizó en un suave sueño.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Que dolorosa esta historia, pero también así es de bueno este cuento,Roxana.

Besoss josefina