martes, 23 de agosto de 2011

Héctor Zabala-Buenos Aires, Argentina/Agosto de 2011

ANÁLISIS SOBRE “EL TONEL DE AMONTILLADO” DE POE

DUDAS Y DIFICULTADES

La primera duda que se presenta es dónde se sitúa el crimen y de qué nacionalidad son los personajes. Algunos críticos opinan que todo ocurriría en Italia y que tanto víctima como asesino serían italianos.
Pero en esto discrepo un poco. Es razonable admitir que el asesinato se sitúa en Italia; la palabra palazzo y ciertos detalles de la construcción (catacumbas, arcos, etc.), así como la existencia de por lo menos dos italianos (Fortunato y Lucresi), apuntan en ese sentido. Incluso hasta podría entenderse como muy probable que el homicidio tuviera lugar puntualmente en Venecia por la gran humedad del sótano, el salitre que aflora de las paredes, el nivel de la cripta por debajo del agua y el carnaval.
Sin embargo, el nombre (o apellido) Montresor no parece en absoluto italiano. Suena catalán o francés; incluso existe un pueblo al sudoeste de Tours (centro de Francia) que se llama Montrésor. Por otra parte este personaje de Poe habla como hablaría un extranjero xenófobo, al usar un modo despectivo contra los italianos y, además, siempre en tercera persona del plural, nunca en primera de ese número (nosotros). Por ejemplo, cuando afirma: “...el entusiasmo que fingen [los italianos] se adapta al momento y a la oportunidad, a fin de engañar a los millonarios ingleses y austríacos. En pintura y en alhajas Fortunato era un impostor, como todos sus compatriotas...”
Después tenemos las palabras “...pero en lo referente a vinos añejos [Fortunato] procedía con sinceridad. No era yo diferente de él en este sentido; experto en vendimias italianas, compraba con largueza todos los vinos que podía”. Esto, que podría equipararse con el sacrificio de la misa y verse como un preanuncio de la inmolación que Montresor haría de la persona de Fortunato, me reafirma en la idea de que el asesino probablemente fuese un extranjero en Italia dedicado a la reventa de vinos y que quizá ni siquiera residiese en ese país al momento de contarlo.
Por su parte, Fortunato demuestra ser un experto en vinos por ciertos tecnicismos referidos a la época en que el otro habría recibido la partida y al juzgarse capaz de distinguir entre amontillado y jerez, capacidad que a su vez niega de otro experto (Lucresi). El vino amontillado es una variedad española, lo que condice con el buen negocio del que habla Montresor a Fortunato (“No pude dar contigo y tenía miedo de echar a perder un buen negocio”). Al tratarse de un vino importado, su venta en Italia resultaría cara y por ende implicaría una gran ganancia para el importador.
Hay críticos que aseveran que el crimen tendría las características de una vendetta al mejor estilo italiano. Pero no se necesita ser italiano para desquitarse. La historia abunda en represalias realizadas por gentes que nada tenían de itálicos. Y en cuanto a la literatura, ahí tenemos a Hamlet, retratado por William Shakespeare en la obra homónima, o a los hermanos atridas Electra y Orestes, de los que nos hablan los tres grandes trágicos griegos [1]. Todos ellos personajes que nada tienen de italianos y que, sin embargo, llevan hasta el fin sus respectivas venganzas.
Por otra parte, hay detalles que van más allá de una simple vendetta. Desde el principio, el homicida se justifica así: “Había yo soportado hasta donde me era posible las mil ofensas de que Fortunato me hacía objeto”. Más allá de la hipérbole (que es como debe entenderse lo de las mil ofensas), esto de soportar estoicamente sucesivos agravios tampoco sería propio de alguien acostumbrado a la vendetta. Quienes responden así, por lo general no esperan que se los humille una y otra vez.
Otro intríngulis es a quién (o a quiénes) le habla Montresor y dónde. Podría pensarse que el relato es la confesión de un hombre arrepentido y moribundo a un sacerdote católico, o bien la narración de alguien muy poderoso que se jacta impunemente ante amigos y sirvientes.
Me inclino por lo segundo porque Montresor dice al comienzo: Vosotros, sin embargo, que conocéis harto bien mi alma, no pensaréis que proferí amenaza alguna”. Claramente habla en plural [2] a un grupo de gente reunida, gente de la que además no tiene necesidad de cuidarse mucho. Asimismo, no existe en el relato del asesino la menor pizca de arrepentimiento, más bien daría la impresión de regodearse en puntualizar los detalles; esto deja a un lado la posibilidad de que se trate de una confesión al estilo católico.
Varias de las cuestiones antedichas y el hecho de que el asesinato ocurriera cincuenta años antes demuestran que Montresor ya es un anciano cuando relata su crimen. Y en cuanto a dónde lo relata, quizá no se trataría del palazzo, en cuyos sótanos está emparedada la víctima, sino en un país extranjero. Sostengo esto porque en su exposición parece pintar pormenores y costumbres de los italianos con ánimo de ilustrar, explicaciones que estarían de más si su auditorio estuviese compuesto exclusivamente de personas nativas de Italia.

CONCEPTOS GENERALES
El cuento está muy bien pensado. La preparación del crimen es óptima: el asesino se desprende por un día de todo sirviente inoportuno, se pone un antifaz para que nadie lo reconozca por la calle y además insiste en emborrachar aún más a la víctima para evitar toda resistencia.
Andar del brazo hasta la residencia de Montresor también debe verse como una medida precautoria de parte del asesino, pues contribuye a que los paseantes (y posibles testigos) ni siquiera se fijen en ellos. Seguramente la gente los tomaría por dos borrachos que se abrazan para mantenerse en pie, cosa improbable de lograr por separado. Y se sabe que nadie repara demasiado en borrachos callejeros.
Decidida la venganza, vemos que el asesino conserva una sangre fría que pone a prueba a la persona más flemática. En efecto, relata con una ironía y precisión dignas de un homicida convencido de lo que hace. Un verdadero psicópata.
Es digno de señalar cómo Poe avanza y suma tensión aun cuando desde el principio nos revela que Montresor será el asesino y Fortunato la víctima. La técnica de Poe crea un clima de terror y suspenso que no flaquea un instante. Incluso son notables los primeros diálogos en los que el asesino se esfuerza por llevar a la víctima a su propia bodega subterránea, pero apelando a la duda y al rechazo para incentivar más a un Fortunato pagado de sí mismo o de sus conocimientos, y encima celoso de otro experto en vinos como es Lucresi. Esta primera parte del cuento nos recuerda una araña que espera pacientemente la caída del insecto en su tela.

INDICIOS EN GENERAL
Y ahora vayamos a los indicios. Estos se centran no tanto en insinuar un asesinato –de hecho Poe hace que el homicida lo anticipe abiertamente a su auditorio– sino en cómo se ejecutará ese crimen. También hay algunos preanuncios del victimario a la víctima.
1) La ironía del traje rayado. Poe aprovecha el carnaval para vestir a la víctima de bufón pero también –quizá, en una segunda lectura– para anticipar que será un preso de por vida (y aun después de muerto); es decir un tipo que quedará para siempre entre cuatro paredes. [3]
2) La ironía de Montresor “...pero observa las blancas telarañas que brillan en las paredes de estas cavernas”, anunciándole a Fortunato que lo tiene atrapado en su red.
3) La botella de Medoc. Este vino tinto suele ser de un brillante rojo oscuro. Esto puede ser visto como una advertencia de que se producirá un hecho de sangre. Incluso, al romper el cuello de la botella es muy probable que se haya derramado líquido de ese color: una especie de preanuncio de parte del victimario a la víctima sobre lo que le espera.
4) La expresión romper el cuello. Si bien se refiere a una botella, no deja de ser también un mensaje subliminal: alguien terminará con el cuello roto; es decir, muerto. [4]
5) Hay un indicio expresado por el propio Fortunato (“...por los enterrados que reposan en torno de nosotros”), seguido de un sarcasmo del asesino a su futura víctima: “Y yo brindo porque tengas una larga vida”.
6) A estas ironías se suman otras anteriores como cuando el homicida dice “Tu desaparición sería lamentada, cosa que no ocurriría en mi caso. Volvamos, pues, de lo contrario te enfermarás y no quiero tener esa responsabilidad”. O bien cuando la propia víctima dice “Esta tos no es nada y no me matará. No voy a morir de un acceso de tos”. ¡Y por supuesto que Fortunato no morirá por un acceso de tos!
7) En un momento Fortunato señala “He olvidado vuestras armas”, que se puede tomar también como que no ha tenido en cuenta lo peligroso de la familia de los Montresor.
8) Los blasones de la familia del homicida. Hay quienes afirman que Poe puso el “Nemo me impune lacessit”, lema de la caballería escocesa, en homenaje a su padre adoptivo [5] que era de esa nacionalidad. Pero aparte de la curiosidad autobiográfica, esto también podría indicar que Montresor tuviera el espíritu vengativo de algunos clanes escoceses de antaño, muy sensibles al honor personal y de familia. Montresor agrega: “...el pie aplasta una serpiente rampante, cuyas garras se hunden en el talón”. Más allá de que ninguna serpiente tiene garras y que quizá sea un dragón a lo que se refiere, la frase sugiere connotaciones religiosas, lo que llevaría a pensar que para el asesino vengarse del insulto quizá fuese un tema sagrado. En efecto, la frase es muy similar a la que figura al cierre del versículo 15 del capítulo 3 del Génesis [6]. Y esto se refuerza con el lema familiar “Nadie me hiere impunemente”, que Montresor le lanza casi de inmediato.
Esta referencia indirecta a lo escocés, quizá sea también un indicio velado de cómo morirá Fortunato (entre cuatro paredes), pues las logias de la masonería [7] responden a tres ritos y uno de ellos es el escocés. Los otros son los ritos inglés y francés. De ser así, todo ese fragmento sería un indicio dentro de otro indicio.
9) Después viene un pasaje en el que Poe desarrolla un avance de estilo gótico, siniestro, que lleva al máximo la tensión dramática mientras aprovecha para mechar nuevos indicios con gran habilidad: “...Dejamos atrás largos muros formados por esqueletos apilados...”, “...Estamos debajo del lecho del río. Las gotas de humedad caen entre los huesos...”
10) Más tarde aparece por segunda vez el indicio de “romper el cuello” para finalmente desembocar en un diálogo referido a la masonería y a una pala o cuchara de albañil, señales evidentes que hablan de la inminente construcción de una pared o algo similar.
11) Además, las criptas en sí serían otro indicio.

INDICIOS NUMÉRICOS
Es muy probable que Poe nos haya dejado indicios numéricos en este cuento. Por ejemplo, las hileras de piedras con las que empareda Montresor a Fortunato son once y según algunos especialistas en numerología el once querría decir “justicia divina”. Habría que ver qué significarían cosas como que la cripta en que queda encerrado Fortunato tenía cuatro pies de largo, tres de ancho y seis o siete de alto, etc.

DESENLACE
Casi sin respiro, Poe sigue en su desarrollo narrativo amontonando huesos y hablando de paredes hasta que por fin Montresor engrilla a Fortunato y comienza a levantar el muro para que el otro muera de hambre y de frío, operación que describe con todo detalle.
Finalmente nos muestra que el asesino cumplió su plan tal como quería, cosa que afirma desde el comienzo del cuento, cuando dice “No sólo debía castigar, sino castigar con impunidad. No se repara un agravio cuando el castigo alcanza al reparador, y tampoco es reparado si el vengador no es capaz de mostrarse como tal a quien lo ha ofendido”.
Es probable también que lanzar la antorcha dentro del reducto fuese un símbolo de “mandarlo al infierno”.

[1] Las obras y autores trágicos que relatan la venganza de Electra y Orestes son: “Las coéforas” de Esquilo (525-456 a. J.C.) y las dos “Electra” de Sófocles (496-406 a. J.C.) y Eurípides (480-406 a. J.C.).
[2] He tomado la versión de Julio Cortázar, pero en otras también se traduce este párrafo en plural. Si bien es cierto que la palabra you en inglés sirve para indicar los pronombres de segunda persona en singular y plural, razones de contexto debieron decidir a los traductores por la conveniencia de inclinarse por el vosotros (o ustedes) antes que por el (o usted).
[3] Desde fines del siglo XVIII y hasta bastante avanzado el siglo XX, los presos peligrosos vestían trajes a rayas para que en caso de fuga cualquiera pudiese detectarlos.
[4] En inglés la palabra neck tiene el mismo valor que cuello en castellano: sirve tanto para designar el cuello de un humano, de un animal o de una botella.
[5] Los padres de Poe fueron artistas trashumantes que no se ocuparon de su educación. Quien lo crió fue John Allan (1779-1834), un escocés que emigró a los Estados Unidos y se dedicó al comercio. Edgar Allan Poe (estadounidense, 1809-1849), quien adoptó el apellido de su padre de crianza, tuvo con éste una fuerte relación amor-odio, según atestigua la correspondencia entre ambos.
[6] Pongo perpetua enemistad entre ti [la serpiente] y la mujer. Y entre tu linaje y el suyo: Éste te aplastará la cabeza y tú le morderás el calcañal (Génesis 3: 15).
[7] Si bien los historiadores no están de acuerdo en cuanto al origen de los masones, no cabe duda de su relación original con la albañilería. Tanto el nombre como sus símbolos (en particular el compás y la escuadra) apuntan a tal oficio. La masonería o francmasonería (del francés, franc, libre; mason, albañil) es una asociación secreta (o cerrada, según prefieren algunos) de personas que profesan principios de fraternidad mutua, usan emblemas y signos especiales, y se agrupan en entidades llamadas logias. Su origen moderno data de principios del siglo XVIII en Francia e Inglaterra, aunque se difundió rápidamente por toda Europa y más tarde por América.
No faltan quienes remontan su origen a los gremios de albañiles y arquitectos medievales, proponiendo que su poderío inicial se debió a los fuertes ingresos provenientes de la construcción de catedrales, iglesias y murallas defensivas para ciudades y burgos. Más allá de esta teoría, hay logias que intentan exagerar su prestigio remontándose a los tiempos del rey Salomón (siglo X a. J.C.) y de su amigo, el rey Hiram, de Tiro (Fenicia), quien le facilitó materiales y constructores para las obras del templo de Jerusalén.
Si nos parece extraño que unos meros albañiles se conviertan en una agrupación poderosa que supera su estructura inicial, hay que tener presente que la palabra gremio no tenía en el Medioevo el significado actual de sindicato de trabajadores. El gremio era una asociación que comprendía patrones y obreros. En aquel tiempo (y aún bastante después) no había libertad de trabajo tal como la conocemos hoy y el gremio era la institución que reglaba en detalle la actividad de un determinado oficio. Cada gremio establecía los derechos y obligaciones de sus respectivos maestros (patrones), oficiales y aprendices. Ninguna persona podía abrir taller o comercio ni ejercer su oficio por fuera de tales instituciones y reglamentos.



EL TONEL DE AMONTILLADO [1]
de Edgar Allan Poe
 
Notas de Héctor Zabala ©

Había yo soportado hasta donde me era posible las mil ofensas de que Fortunato me hacía objeto, pero cuando se atrevió a insultarme juré que me vengaría. Vosotros, sin embargo, que conocéis harto bien mi alma, no pensaréis que proferí amenaza alguna. Me vengaría a la larga; esto quedaba definitivamente decidido, pero, por lo mismo que era definitivo, excluía toda idea de riesgo. No sólo debía castigar, sino castigar con impunidad. No se repara un agravio cuando el castigo alcanza al reparador, y tampoco es reparado si el vengador no es capaz de mostrarse como tal a quien lo ha ofendido.
Téngase en cuenta que ni mediante hechos ni palabras había yo dado motivo a Fortunato para dudar de mi buena disposición. Tal como me lo había propuesto, seguí sonriente ante él, sin que se diera cuenta de que mi sonrisa procedía, ahora, de la idea de su inmolación.
Un punto débil tenía este Fortunato, aunque en otros sentidos era hombre de respetar y aun de temer. Enorgullecíase de ser un connaisseur [2] en materia de vinos. Pocos italianos poseen la capacidad del verdadero virtuoso. En su mayor parte, el entusiasmo que fingen se adapta al momento y a la oportunidad, a fin de engañar a los millonarios ingleses y austríacos. En pintura y en alhajas Fortunato era un impostor, como todos sus compatriotas; pero en lo referente a vinos añejos procedía con sinceridad. No era yo diferente de él en este sentido; experto en vendimias italianas, compraba con largueza todos los vinos que podía.
Anochecía ya, una tarde en que la semana de carnaval llegaba a su locura más extrema, cuando encontré a mi amigo. Acercóseme con excesiva cordialidad, pues había estado bebiendo en demasía. Disfrazado de bufón, llevaba un ajustado traje a rayas y lucía en la cabeza el cónico gorro de cascabeles. Me sentí tan contento al verle, que me pareció que no terminaría nunca de estrechar su mano.
–Mi querido Fortunato –le dije–, ¡qué suerte haberte encontrado! ¡Qué buen semblante tienes! Figúrate que acabo de recibir un barril de vino que pasa por amontillado, pero tengo mis dudas.
–¿Cómo? –exclamó Fortunato–. ¿Amontillado? ¿Un barril? ¡Imposible! ¡Y a mitad de carnaval...!
–Tengo mis dudas –insistí–, pero he sido lo bastante tonto como para pagar su precio sin consultarte antes. No pude dar contigo y tenía miedo de echar a perder un buen negocio.
–¡Amontillado!
–Tengo mis dudas.
–¡Amontillado!
–Y quiero salir de ellas.
–¡Amontillado!
–Como estás ocupado, me voy a buscar a Lucresi. Si hay alguien con sentido crítico, es él. Me dirá que...
–Lucresi es incapaz de distinguir entre amontillado y jerez.
–Y sin embargo no faltan tontos que afirman que su gusto es comparable al tuyo.
–¡Ven! ¡Vamos!
–¿Adónde?
–A tu bodega.
–No, amigo mío. No quiero aprovecharme de tu bondad. Noto que estás ocupado, y Lucresi...
–No tengo nada que hacer; vamos.
–No, amigo mío. No se trata de tus ocupaciones, pero veo que tienes un fuerte catarro. Las criptas son terriblemente húmedas y están cubiertas de salitre.
–Vamos lo mismo. Este catarro no es nada. ¡Amontillado! Te has dejado engañar. En cuanto a Lucresi, es incapaz de distinguir entre jerez y amontillado.
Mientras decía esto, Fortunato me tomó del brazo. Yo me puse un antifaz de seda negra y, ciñéndome una roquelaure [3], dejé que me llevara apresuradamente a mi palazzo. [4]
No encontramos sirvientes en mi morada; habíanse escapado para festejar alegremente el carnaval. Como les había dicho que no volvería hasta la mañana siguiente, dándoles órdenes expresas de no moverse de casa, estaba bien seguro de que todos ellos se habían marchado de inmediato apenas les hube vuelto la espalda.
Saqué dos antorchas de sus anillas y, entregando una a Fortunato, le conduje a través de múltiples habitaciones hasta la arcada que daba acceso a las criptas. Descendimos una larga escalera de caracol, mientras yo recomendaba a mi amigo que bajara con precaución. Llegamos por fin al fondo y pisamos juntos el húmedo suelo de las catacumbas de los Montresors.
Mi amigo caminaba tambaleándose, y al moverse tintinearon los cascabeles de su gorro.
–El tonel –dijo.
–Está más delante –contesté–, pero observa las blancas telarañas que brillan en las paredes de estas cavernas.
Se volvió hacía mí y me miró a los ojos con veladas pupilas, que destilaban el flujo de su embriaguez.
–¿Salitre? –preguntó, después de un momento.
–Salitre –repuse–. ¿Desde cuándo tienes esa tos?
El violento acceso impidió a mi pobre amigo contestarme durante varios minutos.
–No es nada –dijo por fin.
–Vamos –declaré con decisión–. Volvámonos; tu salud es preciosa. Eres rico, respetado, admirado, querido; eres feliz como en un tiempo lo fui yo. Tu desaparición sería lamentada, cosa que no ocurriría en mi caso. Volvamos, pues, de lo contrario te enfermarás y no quiero tener esa responsabilidad. Además está Lucresi, que...
–¡Basta! –dijo Fortunato–. Esta tos no es nada y no me matará. No voy a morir de un acceso de tos.
–Ciertamente que no –repuse–. No quería alarmarte innecesariamente. Un trago de este Medoc nos protegerá de la humedad.
Rompí el cuello de una botella que había extraído de una larga hilera de la misma clase colocada en el suelo.
–Bebe –agregué, presentándole el vino.
Mirándome de soslayo, alzó la botella hasta sus labios. Detúvose y me hizo un gesto familiar, mientras tintineaban sus cascabeles.
–Brindo –dijo– por los enterrados que reposan en torno de nosotros.
–Y yo brindo porque tengas una larga vida.
Otra vez me tomó del brazo y seguimos adelante.
–Estas criptas son enormes –observó Fortunato.
–Los Montresors –repliqué– fueron una distinguida y numerosa familia.
–He olvidado vuestras armas.
–Un gran pie humano de oro en campo de azur; el pie aplasta una serpiente rampante, cuyas garras se hunden en el talón.
–¿Y el lema?
Nemo me impune lacessit. [5]
–¡Muy bien! –dijo Fortunato.
Chispeaba el vino en sus ojos y tintineaban los cascabeles. El Medoc había estimulado también mi fantasía. Dejamos atrás largos muros formados por esqueletos apilados, entre los cuales aparecían también toneles y pipas, hasta llegar a la parte más recóndita de las catacumbas. Me detuve otra vez, atreviéndome ahora a tomar del brazo a Fortunato por encima del codo.
–¡Mira cómo el salitre va en aumento! –dije–. Abunda como el moho en las criptas. Estamos debajo del lecho del río. Las gotas de humedad caen entre los huesos... Ven, volvámonos antes de que sea demasiado tarde. La tos...
–No es nada –dijo Fortunato–. Sigamos adelante, pero bebamos antes otro trago de Medoc.
Rompí el cuello de un frasco de De Grâve y se lo alcancé. Vaciólo de un trago y sus ojos se llenaron de una luz salvaje. Riéndose, lanzó la botella hacia arriba, gesticulando en una forma que no entendí.
Lo miré, sorprendido. Repitió el movimiento, un movimiento grotesco.
–¿No comprendes?
–No –repuse.
–Entonces no eres de la hermandad.
–¿Cómo?
–No eres un masón.
–¡Oh, sí! –exclamé–. ¡Sí lo soy!
–¿Tú, un masón? ¡Imposible!
–Un masón –insistí.
–Haz un signo –dijo él–. Un signo.
–Mira –repuse, extrayendo de entre los pliegues de mi roquelaure una pala de albañil.
–Te estás burlando –exclamó Fortunato, retrocediendo algunos pasos–. Pero vamos a ver ese amontillado.
–Puesto que lo quieres –dije, guardando el utensilio y ofreciendo otra vez mi brazo a Fortunato, que se apoyó pesadamente. Continuamos nuestro camino en busca del amontillado. Pasamos bajo una hilera de arcos muy bajos, descendimos, seguimos adelante y, luego de bajar otra vez, llegamos a una profunda cripta, donde el aire estaba tan viciado que nuestras antorchas dejaron de llamear y apenas alumbraban.
En el extremo más alejado de la cripta se veía otra menos espaciosa. Contra sus paredes se habían apilado restos humanos que subían hasta la bóveda, como puede verse en las grandes catacumbas de París. Tres lados de esa cripta interior aparecían ornamentados de esta manera. En el cuarto, los huesos se habían desplomado y yacían dispersos en el suelo, formando en una parte un amontonamiento bastante grande. Dentro del muro así expuesto por la caída de los huesos, vimos otra cripta o nicho interior, cuya profundidad sería de unos cuatro pies, mientras su ancho era de tres y su alto de seis o siete. Parecía haber sido construida sin ningún propósito especial, ya que sólo constituía el intervalo entre dos de los colosales soportes del techo de las catacumbas, y formaba su parte posterior la pared, de sólido granito, que las limitaba.
Fue inútil que Fortunato, alzando su mortecina antorcha, tratara de ver en lo hondo del nicho. La débil luz no permitía adivinar dónde terminaba.
–Continúa –dije–. Allí está el amontillado. En cuanto a Lucresi...
–Es un ignorante –interrumpió mi amigo, mientras avanzaba tambaleándose y yo le seguía pegado a sus talones. En un instante llegó al fondo del nicho y, al ver que la roca interrumpía su marcha, se detuvo como atontado. Un segundo más tarde quedaba encadenado al granito. Había en la roca dos argollas de hierro, separadas horizontalmente por unos dos pies. De una de ellas colgaba una cadena corta; de la otra, un candado. Pasándole la cadena alrededor de la cintura, me bastaron apenas unos segundos para aherrojarlo. Demasiado estupefacto estaba para resistirse. Extraje la llave y salí del nicho.
–Pasa tu mano por la pared –dije– y sentirás el salitre. Te aseguro que hay mucha humedad. Una vez más, te imploro que volvamos. ¿No quieres? Pues entonces, tendré que dejarte. Pero antes he de ofrecerte todos mis servicios.
–¡El amontillado! –exclamó mi amigo, que no había vuelto aún de su estupefacción.
–Es cierto –repliqué–. El amontillado.
Mientras decía esas palabras, fui hasta el montón de huesos de que ya he hablado. Echándolos a un lado, puse en descubierto una cantidad de bloques de piedra y de mortero. Con estos materiales y con ayuda de mi pala de albañil comencé vigorosamente a cerrar la entrada del nicho.
Apenas había colocado la primera hilera de mampostería, advertí que la embriaguez de Fortunato se había disipado en buena parte. La primera indicación nació de un quejido profundo que venía de lo hondo del nicho. No era el grito de un borracho. Siguió un largo y obstinado silencio. Puse la segunda hilera, la tercera y la cuarta; entonces oí la furiosa vibración de la cadena. El ruido duró varios minutos, durante los cuales, y para poder escucharlo con más comodidad, interrumpí mi labor y me senté sobre los huesos. Cuando, por fin, cesó el resonar de la cadena, tomé de nuevo mi pala y terminé sin interrupción la quinta, la sexta y la séptima hilera. La pared me llegaba ahora hasta el pecho. Detúveme nuevamente y, alzando la antorcha sobre la mampostería, proyecté sus débiles rayos sobre la figura allí encerrada.
Una sucesión de agudos y penetrantes alaridos, brotando súbitamente de la garganta de aquella forma encadenada, me hicieron retroceder con violencia. Vacilé un instante y temblé. Desenvainando mi espada, me puse a tantear con ella el interior del nicho, pero me bastó una rápida reflexión para tranquilizarme. Apoyé la mano sobre la sólida muralla de la catacumba y me sentí satisfecho. Volví a acercarme al nicho y contesté con mis alaridos a aquel que clamaba. Fui su eco, lo ayudé, lo sobrepujé en volumen y en fuerza. Sí, así lo hice, y sus gritos acabaron por cesar.
Ya era medianoche y mi tarea llegaba a su término. Había completado la octava, la novena y la décima hilera. Terminé una parte de la undécima y última; sólo quedaba por colocar y fijar una sola piedra. Luché con su peso y la coloqué parcialmente en posición. Pero entonces brotó desde el nicho una risa apagada que hizo erizar mis cabellos. La sucedió una voz lamentable, en la que me costó reconocer la del noble Fortunato.
–¡Ja, ja... ja, ja! ¡Una excelente broma, por cierto... una excelente broma...! ¡Cómo vamos a reírnos en el palazzo... ja, ja... mientras bebamos... ja, ja!
–¡El amontillado! –dije.
–¡Ja, ja...! ¡Sí... el amontillado...! Pero... ¿no se está haciendo tarde? ¿No nos estarán esperando en el palazzo... mi esposa y los demás? ¡Vámonos!
–Sí –dije–. Vámonos.
–¡Por el amor de Dios, Montresor!
–Sí –dije–. Por el amor de Dios.
Esperé en vano la respuesta a mis palabras. Me impacienté y llamé en voz alta:
–¡Fortunato!
Silencio. Llamé otra vez.
–¡Fortunato!
No hubo respuesta. Pasé una antorcha por la abertura y la dejé caer dentro. Sólo me fue devuelto un tintinear de cascabeles. Sentí que una náusea me envolvía; su causa era la humedad de las catacumbas. Me apresuré a terminar mi trabajo. Puse la última piedra en su sitio y la fijé con el mortero. Contra la nueva mampostería volví a alzar la antigua pila de huesos. Durante medio siglo, ningún mortal los ha perturbado. ¡Requiescat in pace! [6]


[1] En su idioma original: The Cask of Amontillado (1846). Esta versión castellana es de Julio Cortázar. Algunas versiones lo traducen también como El barril de amontillado.
[2] connaisseur: En francés, conocedor, entendido, experto.
[3] roquelaure: En francés, capa pesada y abotonada hasta la rodilla, usada por los hombres hasta el siglo XVIII, compuesta a menudo de pieles y seda.
[4] palazzo: En italiano, palacio, mansión.
[5] Nemo me impune lacessit: Nadie me hiere impunemente. Esta frase latina se encuentra en el escudo de Escocia. Es el lema de la Orden del Cardo, orden de caballería escocesa. El lema también fue adoptado por varios regimientos escoceses.

[6] ¡Requiescat in pace!: ¡Descanse en paz! Epitafio latino que la Iglesia Católica utiliza al cierre de un responso, a modo de petición por el alma de un difunto.



Diego Martín Yamus-Buenos Aires, Argentina/Agosto de 2011

Amor, a marzo

Me enseñaron desde chico, mis maestras del jardín
Después en el San Antonio y en el Güemes la seguí
Lo volví a ver en TEA, cursos en fascículos
Puse una profesora, pero nunca entendí el amor
No, no hay nada que hacer, y eso que me maté estudiando
Muchas pruebas las aprobé, pero amor me la llevé a marzo
Qué le voy a hacer, si es un tema demasiado intrincado
Tan difícil es de entender que amor me la llevé a marzo
Me la llevé a marzo
Difícil como geometría, denso como verbos ¿no?
Largo como geografía, qué complejo es el amor
Me estudié todos los libros, López Raffo y varios más
Practiqué un montón de veces, pero amor desaprobé igual
No, no hay nada que hacer... (estribillo)
Y como siga así el año voy a repetir, y como siga así el año voy a repetir
¿Por qué no venís y me enseñás vos, que sos la abanderada de la división?
¿Por qué no venís y me enseñás vos, que sos la abanderada, que sos la abanderada?
¿Por qué no venís y me enseñás vos, que sos la abanderada de la división?
¿Por qué no venís y me enseñás vos, que sos la abanderada, que sos la abanderada, que sos la abanderada?
No, no hay nada que hacer... (estribillo, repite)
Me la llevé a marzo, me la llevé a julio, me llevé la previa

Nélida Vschebor-Buenos Aires, Argentina/Agosto de 2011

EMPEDRADO


Un atardecer inclemente, un día sin sol.
Se escucha el voceo cadencioso del afilador que pasea su cansancio por el gastado empedrado.
En una esquina, bajo el alero de tejas de una bonita vivienda, apoyados en el mármol de la entrada, un puñado de muchachos agrede al afilador con palabras hirientes, mostrándose orondos ante sus compañeros, quienes festejan los exabruptos.
Resignado, él sigue su camino en silencio, con las risas y burlas pegadas a su espalda. Una arruga profunda surca su frente
De improviso, la puerta se abre con estrépito y entonces todo cambia. Un revolotear de piernas corre en distintas direcciones.
Todo vuelve a su normalidad y el afilador se aleja silbando su camino.



Elsa Teresita Vila-Buenos Aires, Argentina/Agosto de 2011

Paraíso clandestino
 
 
Desde el borde de mi ventana, subo.
Me trepo como puedo
y llego, otra vez, a mi tejado.
Los sueños que apilé durante años
empezaron a caerse  indiferentes, desparejos.
Acaricio algunos todavía
y otros los abandono por imperfectos.
 
Las cárdenas tejas
se arruinaron con el tiempo.
 
Fue mi paraíso clandestino.
Redil de conjeturadas ilusiones.
 
Seguramente nacerán, otra vez, mis veletas;
mis manos salpicarán las grietas
que se amontonaron con la vida,
y se renovará así
el  fastidioso agobio de este tiempo.

Oscar Alfonso Vera-Buenos Aires, Argentina/Agosto de 2011

El paraíso

Embretado en los mares de sinuosos caminos,
llenos de altibajos, de esperanzas,
voy cabalgando mil olas encrespadas,
con sus penachos bordados de espuma salobres,
atiborradas de barahúnda, incrustadas
como flechas, en la bruma pesada y penetrante,
sueño con que pase la oscuridad desapacible,
y encontrarme con la alborada
que me permita discurrir el horizonte,
es otoño en mi alma, pero aún me quedan vestigios
de hermosas primaveras, me encuentro sumergido
en un hermoso silencio, acuden a mi mente
los días traslúcidos de sol, porque en esta noche lóbrega
echaron alas mis mejores sueños,
el paraíso será nuestro, o de ninguno,
cuando sueño fantasías por la noche,
 encuentro esencia en lo recóndito,
serás mía, seré tuyo, seremos dos,
y un mismo anhelo,
aún, nos quedan estaciones por vivirlas,
el uno para el otro, y los dos para uno,
sobre un camino ancho, lleno de luz,
 de esplendor
aunque los años se empeñen en humillarlo
 a cada paso,
he de abrirlo con mis manos, como broche final,
 el arco iris,
apartaré el cancel, y entraremos, como fruta madura,
al  paraíso,
hermanado bajo un cielo insomne, en soledumbre,
me siento capitán, de sueños nuevos,

Juan Carlos Vecchi-Olavarría, Provincia de Buenos Aires, Argentina/Agosto de 2011

CASI 

Se gastó la vida
en una estación de trenes,
lustrando zapatos y botas.

Una noche, casi regresando
a la villa, le pareció ver una moneda
junto a las vías y se bajó del andén.

Un tren casi dormido lo hizo pomada
y lo metieron en un cajón barato,
pero antes de sellar la tapa a martillazos
casi se dieron cuenta que sus manos
brillaban como dos estrellas
sobre un cementerio para héroes
de guerras sin casco ni uniforme.

Cristina Validakis-Río Tercero, Provincia de Córdoba, Argentina/Agosto de 2011

EL FARO DEL ANHELO

Un poco más allá

de la confortable certidumbre

se eleva nuevamente,

el faro redentor de los anhelos

-atalaya remota e invicta-

hacia donde se deslizan

inseguros y pueriles,

                                       los deseos.



Erguido, el faro, en su ápice versátil

difumina su luz, perenne  de guiños

-volubles, caprichosos-

como la marcha insegura de mi barco,

-perezoso, a veces, y las más bravío.



Y yo la veo... un poco más allá del espejo,

de la niebla y el letargo

de los naufragios y los miedos.

Por un instante aferro

las cuerdas translúcidas que me tiende

el altivo y veleidoso fanal.

Y parece inadmisible

relegar al  olvido, el dolor o el deseo.

Y en el vertiginoso vahído de las olas

me sumerjo nuevamente

en el espejo menesteroso del recelo.


Y no sé si es posible

                                    orientarme...

por el declive raudo de las olas

el solapado hálito del viento

o la volátil luz del faro,

             intermitente, débil,

sumergida , como yo,

en el acuoso y desconcertante espejo

donde a veces, distraídos o perdidos

lentamente...

se van ahogando uno a uno

                      los secretos motores del anhelo…