lunes, 19 de marzo de 2012

CONVOCATORIA


A todos los escritores participantes en Revista Literarte digital los convoco para participar en la 2º Antología Internacional Grupo Literarte, la primera apareció el año pasado  con gran éxito
Los que estén interesados pueden comunicarse vía mail a la siguiente dirección: revistaliterartedigital@gmail.com  y con gusto les brindaré detalles.
Gracias por su atención
 Graciela Diana Pucci

 

Josefina Fidalgo-Buenos Aires, Argentina/Marzo de 2012


BUSQUEDA

Como un ave paranoica
escribo palabras con pluma de cristal 
-pulseada de partida-
escribo con el fuego en los dedos
como burlando gestos
hundidos en los brazos

Sobre el encaje de grietas
del muro del día
florecen amapolas
resbalan por la senda pegajosa de caracoles
desafiando el porvenir intruso de su destino

Mis brisas y sus tempestades
copulan en el suburbio
de palabras encendidas
palabras engaramadas
que gimen     buscan    persiguen
dolor      deseo      rebeldía

Palabras que insisten con premura
penetrar las venas del muro
para protegerse
de aleteos aviesos.

del libro Espiral Concéntrico

Nélida Vschebor-Buenos Aires, Argentina/Marzo de 2012


EL BANCO DE LA PLAZA


Vestido en jirones que otrora fuera ropa, un anciano deambula y se instala en el banco preferido de su plaza. Despaciosamente sienta su humanidad en ese colchón de piedra. Se arrebuja con una rotosa frazada y piensa pasar la noche en ese lugar. El frío es intenso, las hojas bullen y no le permiten dormir. Al fin el cansancio y el hambre pueden  más. Se queda adormilado. Y sueña. Se ve ubicado en un vergel, rodeado de flores y plantas y pájaros. Unos niños corretean y se le acercan ruidosos. Él los cobija en un abrazo.
            De pronto la oscuridad lo invade todo y aún semi dormido tiene conciencia de su pesar.
            Aliviado piensa que la muerte lo está acunando y lo lleva en raudo vuelo hacia el infinito, hacia la nada. Bendice a la muerte que piadosamente se ocupa de él.
            Siente un tirón en el brazo. Con mucho trabajo abre los ojos.
            El guardián de la plaza le pide que se levante. El sol ya inunda el entorno y los niños no tardarán en ocuparlo.
            Se sienta, recoge sus bártulos, trabajosamente se levanta y emprende su diario vagar.

Cristina Villanueva-Buenos Aires, Argentina/Marzo de 2012


Pequeño infinito

Duermo con vista a  un pedacito de cielo,  una lluvia de infinito cae.sobre mis suenos.Me abrigo en el arte efímero de los pequeños momentos.Entre el infinito y el instante, fluye la vida.

Elsa Teresita Vila-Buenos Aires, Argentina/Marzo de 2012


Ceremonia

Calle Arenal, Madrid.
Corral de la Pacheca, Madrid.
Plaza de Santa Ana, Madrid.

En mi cuerpo se mete un café suave,
                                                                           sencillo, oportuno.                
Contacto de recuerdos.
 En medio de los bodegones de jotas,
del cocido de Carmen,
del carbón de encina,
de las ensaimadas y las caracolas almibaradas,
estoy.
Embriagada de recuerdos,
y acompañada de  Lope, de Tirso, de Sorolla…
me inclino
ante vos, lugar elegido
para  amar y para permanecer siempre
viva.

Oscar Alfonso Vera-Buenos Aires, Argentina/Marzo de 2012


Mis Nietos,
Solo sueños

En un día no muy lejano, obviando mes y año, en una primavera esplendorosa, llena de verde, de flores, de brotes asomando a la vida, entre pimpollos de rosas y azahar, que perfumaban el ambiente de aromas y color, entre tanta belleza natural, me encontraba en una casa de campo, en un día de exuberante claridad provocada por un sol impoluto que trataba de hendir su luz  por cuanto resquicio encontraba a su paso hacia la tierra, por entre los gigantescos y enhiestos pinos, que me brindaban una sombra acogedora  bajo un cielo azul imponente e infinito, donde solo se escuchaba el trinar de las aves canoras, y el susurro del agua al filtrarse en la piscina, de pronto, irrumpieron como un canto a la vida, mis nietos, iluminando el aire con su risa, con sus muecas, con sus palabritas a medio terminar, que fueron un gorjeo para mis oídos al escuchar la palabra, “ABU” ¿me llevas en bici.? ¿jugamos a las escondidas? vos contás eh… u otras muchas que como un torbellino me lanzaban a  quemarropa, y me pedían cosas que estaban fuera de los carriles, lo que sus padres no aceptaban  que transitasen (muy acertadamente) pero entonces me convertí en el gran cómplice, y les permití todo a sabiendas que no correspondía, fueron sus voces las que me enternecieron y estremecieron, sus gestos, sus mimos tan espontáneos, tan puros, que traslucían la blancura de sus almas y la pureza infinita, que tienen para regalar a todo el que tiene tamaña suerte de poder compartir con ellos momentos tan gratos como este, y en esa pureza inmaculada se refleja como el sol sobre el lago, es que veo, siento el amor a través de mis nietitos que son dos angelitos a los que el niño Dios acompaña y guía en su camino, talvez por celos se quedó con ellos.


Como gráciles flores tempranas
de una primavera llena de color
como el sol que perfuma las mieses
doradas de tiempo, de puro arrebol.

Van mis nietos sonriéndole al viento
a pura belleza que Dios les brindó
son mis ojos, y mi luz, yo los veo
correr mariposas, como una canción.

Correteando por el prado verde
tan llenos de gozo, verlos disfrutar
cual aves canoras volando hacia el cielo
trepando las nubes total libertad.

Por que Dios es color, es amor,
y su mano nos cubre de calma
es la luz de mis ojos, mi Dios

Es la brisa, el aire y el sol
que perfuma a mis niños el alma
es tu beso, sagrado señor.

Téngase en cuenta que no tuve hijos



Stella Maris Taboro-Buenos Aires, Argentina/Marzo de 2012


Luis Tulio Siburu-Buenos Aires, Argentina/Marzo de 2012




CLAVELES VIOLETAS


Buscó aire desesperadamente.
Como aquella que por su insomnio ,
espera ansiosa la llegada del día.
Volvió a buscar aire,
no lo encontraba.
Solo encontró el alba
colado entre las cortinas,
como un abanico de luces
anunciando la mañana.
Con un estertor se levantó bruscamente.
Cayeron sobre su pálido rostro
y sus blancas canas,
las sondas que a la vida la amarraban.
Como un pulpo de brazos incoloros,
el color de la muerte la abrazaba.
Cayó hacia atrás y la almohada,
humedecida por sus últimas lágrimas,
la recibió ya sin aire,
la soportó ya sin vida,
la percibió ya sin alma.
……………………………………….
Algo me despertó.Apreté el botón del reloj,
haciendo que las agujas se iluminen.
Eran las cinco y veinte ,
el mismo instante de aquél día.
Treinta y siete años han pasado,
de aquellas horas de angustia,
de aquel minuto de agonía,
de aquel segundo de despedida.
Hoy compraré claveles violetas
y se los llevaré a mi madre.
Disfrutaremos los dos en compañía.

Gastón Segura-Madrid, España/Marzo de 2012


Ilusiones y desengaños


Hace un par de semanas y revolviendo por los cajones del escritorio, encontré la invitación a la fiesta donde nos conocimos y desde donde salimos para esta casa, de la que nunca, hasta hoy, he pensado en sacar, sino en meter a trozos mi biografía. Y de esa fiesta y esa noche hacía ayer exactamente un año: “algo digno de celebrarse”, me dije con una silenciosa ilusión. Pero, qué casualidad, también ayer debía de llevar el auto al concesionario para que le hiciesen una revisión general.
Normalmente, lo hace ella que para eso es suyo, pero como se encontraba de nuevo en Varsovia, ya me tienen allí, aguardando en una sala de espera a que un tipo con gafas, bata de un blanco impoluto y apellidos plastificados en el pecho viniera a darme el diagnóstico. Entretanto, me fui poniendo al día de las bodas del mes, de algún que otro interior hogareño de puro empalago y de las confidencias de una distinguida damisela que, corta de cuartos y ávida de protagonismo, acababa de sacar a subasta las impudicias de su familia y… Apareció el sujeto con que al coche no le pasaba nada que nos supiera ya “la señora”. Y con “la señora” para arriba y para bajo continuó hasta arruinarme el último gramo de virilidad, momento elegido para que firmase el conforme y “adiós muy buenas y saludos a la señora”.
—De su parte, caballero —fue cuanto pude morder antes de encender el contacto bufando maldiciones.
En cuanto me rehice calculando cuál sería la hora más oportuna para anunciarle el aniversario y escuchar la mar divertido como su vanidad se disfrazaba de coqueta indiferencia, sonó el teléfono. Era Octavio proponiéndome que lo acompañara al Matadero, para ayudar a Enrique Cavestany a montar su exposición. No pude negarme, naturalmente. Y en eso y en las cervecitas de festejo por la provechosa tarea pasé la tarde hasta que regresé a casa, con la noche ya abatida sobre Madrid y el teléfono clamando desde la puerta del ascensor.
—¿Por qué jadeas?
—Por el carrerón para alcanzar tu llamada —le respondí, e iba a proseguir con lo divertido que lo había pasado donde Enrique, cuando me interrumpió:
—¿No tienes algo importante que decirme? —Las entrañas me dieron un vuelco y me quedé absolutamente en vilo pensando que también ella se había acordado del aniversario, cuando me preguntó:— Pero, hombre, ¿qué te han dicho del coche?

Fernándo Sánchez Zinny-Buenos Aires, Argentina/Marzo de 2012


Fernando Sánchez Zinny
a propósito del poema
“Ella adujo”,
de Rolando Revagliatti

Ella adujo



-Estoy interferido, es por eso-

musitó él
presa de confusión

-Ganado que hubo el más mejor
amado mío
sólo te resta
reconocer la derrota-

adujo
con sosiego exultante
la interferencia.

Carta a Rolando Revagliatti



Querido amigo y correligionario:

Inhibe algo hablar de ciertos poetas a los que se conoce y esto es debido, justamente, a ese relativo conocimiento. Porque la circunstancia hace que uno no disponga en favor de ellos de esa cuota de imprecisión que convierte a un hombre en digno de incertidumbre, que es el mayor galardón del destino. Se dirá, por supuesto, que no hay para qué hablar de los poetas Fulano o Mengano sino que lo que se nos está pidiendo es que abordemos los poemas con que se presentan y que si aquellos viven –al menos para nosotros–, bajo torrentes de luz, esa luminosidad no tiene por qué abarcar, asimismo, el territorio secreto en que se articulan las sílabas y las palabras se transforman en campos de la batalla ominosa. Admito que el argumento tiene valor a propósito de algunos autores y de determinadas obras. No es, para mí, tu caso, el caso porteñamente arquetípico de Rolando Revagliatti: cuarenta años de contemplar no sin asombro tus entusiasmos, pertinacias y nobles ingenuidades acreditan indiscretamente no sólo nuestra mutua edad sino, también, una similitud de fondo que me hace temerte. Porque Rolando soy yo o, mejor dicho, Rolando es todos los que seguimos ese camino que el tal Revagliatti recorre con pasos de Arlequín.
Tu poesía parece coloquial, pero no lo es; tu poesía viste a menudo la ropa de la ironía, pero no es irónica. Tu poesía es siempre idéntica y monocorde y, sin embargo, abarca una totalidad cotidiana de la que nunca alcanzaremos a verlo todo; tu poesía se va en chistes y en juegos de palabras y, no obstante, está repleta de desencanto: tus burlas no son sino las ansias de una sensualidad que se sabe raíz de la desolación.
Ensayar tu merecido elogio se diría que debiera contener tres o cuatro ingeniosidades del tipo de “la luna es el ojo lagañoso de una amante que se despereza”. Pero qué vamos a hacerle, Rolando, no me salen y no porque no me vengan a la cabeza amables asociaciones  por el estilo sino porque, de antemano, me suenan a falsete. Mejor te gloso: “Estoy interferido”, decís por ahí y luego reconocés que esto lo coloca a uno en calidad de entregada “presa de confusión”. Aunque –puntualizás– es un despiste momentáneo porque a continuación queda anotado que “sólo resta reconocer la derrota”, pero esta aserción no es en sí tuya, sino que la “adujo con sosiego exultante la interferencia”.
¡Ah, hablaba la interferencia”, o sea ese diablillo que hace que la racionalidad no exista… Claro que sí. Verás Rolando, cada hombre, cada época, cada casualidad, tienen su pecado y es bueno que así suceda porque tal residuo religioso sirve de comodín para justificar la desazón perpetua. Viene a cuento esto porque, por añadidura, sos cura, cura confesor, que ésa es, más o menos, la función de la gente psicóloga. De acuerdo, sos poeta-psicólogo, aunque, bien visto, ¿qué poeta verdadero no lo es?  En cuanto a la otra categoría que revestís, no la olvido; lejos de ello, la aprovecho, de paso, para pedir la absolución.
Tuyo.

Fernando Sánchez Zinny
Verano de 2008



Ana Romano-Buenos Aires, Argentina/Marzo de 2012


Treta
Silencio
en calles cegadas
En noches
silencio haragán
¿Qué golpea
-silencio-
la agonía?
Aplasta
Ahoga
Mezquino
se mudó
cerca del ruido.

Carmen Rojas Larrazabal-Venezolana, reside en Los Angeles, California, EEUU/Marzo de 2012



Dime...¿esto...es amor?

Tus versos-luz, salieron a mi encuentro
y alzaron sus banderas, alertándome a tu voz,
anunciándote ya, como el Heraldo,
Misionero predicándole a mis días
en altar de irreverente corazón.
Y soltaron sus alforjas de ilusión,
lanzando tus semillas de amor sobre mis surcos
germinando en cada uno de mis sueños
insistentes de tu azul para este cielo,
de esos sueños que se escapan del otoño
y siempre saben deletrear tu nombre...
y despertar a plena luz, a tiempo,
amaneciendo mi sol en tu mirada
desde el Este inagotable de tus besos...

Me preguntas...esto...es amor?
Si susurras a mi oído,
que ayer hubo fiesta de aromas por mi calle,
y que el limonero anocheció en mi pelo,
dejando entre sus pétalos, mi nombre?
Y me das las coordenadas y la hora
de ese viaje que aguardabas, de ese encuentro,
hasta el centro surtidor de tu mirada
como un Verne, redimido a nuevo siglo,
alpinista, explorador de mi sonrisa
escalando los caminos de mi alma?

Ese centro que descubres, nos conoce,
es allí donde aun vuela la esperanza
mariposa de ternura, de alas blancas,
peregrina de Universo redentor,
y nos mira , a su vez, con ojo antiguo,
cual manantial único, infinito,
el reflejo inaccesible del Creador.

Desde allí,
desde ese centro
mio y tuyo en tierra fértil
descubierta por ti, en una mirada,
soy arado de luz para tu siembra
ya sedienta de tus manos jornaleras
de mi amor, de mi piel y mi alma;
desde allí, amor, yo te respondo:
SI, esto ...es...
AMOR.


Rolando Revagliatti-Buenos Aires, Argentina/Marzo de 2012


VEINTICUATRO HORAS



          El varón argentino del presente relato se llama Amancio. Intentaré estructurar un friso (acaso lo será para algunos lectores) crudo y fidedigno. Quien esto escribe, también varón y argentino, se apropiará del transcurrir de una jornada de su amigo del alma. El que lo es desde que cursáramos el colegio secundario en un barrio al que no pertenecíamos: Mataderos. Tenemos la misma edad y parecida conformación física. Yo acabo de casarme por segunda vez. Convivo con mi esposa desde hace cinco años. Él convivió con chicas durante lapsos cortos. Tiene un hijo al que no conoce. Nieto de armenios bailarines, integraba un ballet folclórico armenio. Baila el tango y cualquier ritmo de moda. Frecuentábamos boliches, clubes y centros regionales con la intención de hacernos rápidos levantes. Yo no alcanzaba siempre ese objetivo. Él nunca "se quedaba en la palmera". Y no era selectivo. Alternó con una multitud de minas circunstanciales con las que le era imposible compartir algo más que una cama o paredones propicios para el atraque, umbrales, puentes ferroviarios intransitados, parques. Tiene cuatro hermanas mayores; y yo, dos. Ellas le han ido favoreciendo el acceso a sus amigas. Y con una de mis hermanas se escapó en carpa a Mar de Ajó durante un tórrido fin de semana. No hay escenario en donde no esté a la pesca. "Tirarse, tirarse y achicar el pánico a rebotar. Lo que no se da hoy, puede darse mañana. No intereso a todas, pero eventualmente intereso a todas", sigo oyéndolo proclamar muy con los pies sobre la tierra. Y así, no hay grupo, conjunto, clase, congregación, ágape, banda, vernissage, amontonamiento, donde con las damas no se muestre representando el papel de manso o atrevido o cínico o revolucionario o habilidoso o tornadizo. Lee revistas, novelas policiales o de género fantástico, cancioneros. Canta en reuniones, y compone y estudia vocalización y armonía. De las letras de las que soy autor, difunde las que él musicalizó, las humorísticas: "El Muy Aludo" (zamba), "Los Racinguistas de San Lorenzo" (chamamé), "La Lobizona" (milonga campera), "El Burro de Polipropileno" (valsecito). Es buen chisporroteador y cuentacuentos. Habita un monono departamento, en Uriburu y Paraguay, decorado por él. Es propietario, a medias, de un instituto de danzas y expresión corporal, por Saavedra, en cuyo vestíbulo, en cuadritos de varilla sepia, brotan refranes y sentencias: "El hombre haga ciento; a la mujer no la toque el viento", "El que quiera gozar, goce, que del mañana no hay certeza", "Ama sois mientras que el niño mama; después ni ama, ni nada".
          El miércoles trece a las dos y media de la madrugada lo tenemos a Amancio montado por Verónica, estudiante en receso universitario, a la que se fue ganando en un anfiteatro, desde las veintidós del martes doce. Alarma a las siete el despertador de Amancio dispuesto por Verónica. Reiterada la experiencia de las dos y media, Verónica se duchó mientras Amancio yacía derrumbado. Luego ella se vistió, le anotó sus números de teléfono (y sus medidas) en un pañuelo de papel, y se fue a su empleo (oficinas de la Pepsi-Cola).
        Amancio se sobresaltó a las once, al sonar el timbre oprimido por la encargada del edificio. Reclamaba su firma para una notificación de que el viernes quince se realizará una reunión de copropietarios. Y él se despabila: flexiones al lado de la ventana abierta. Desayuna mate cocido con Tosti-Beck y queso San Regim fresco. Habla por teléfono con su socio; con la productora de un programa de televisión, a la que el viernes, a medianoche, pasará a buscar por el canal; con un primo residente en la provincia de Chubut, en viaje de negocios por Buenos Aires; con un instructor del instituto. Arregla la cama mientras tararea "reloj, no marques las horas", lustra sus zapatos grises y ejecuta otros menesteres. Se da un remojón y perfuma. Ingiere dos porciones de tarta de zapallitos y agua mineral. Cepilla sus dientes y cuando oye la chicharra del portero eléctrico aprieta el botón que habilita la cerradura y se cubre con una toalla que se ajusta a la cintura. Sonriendo recibe a Edurne que sale del ascensor y le devuelve la sonrisa. Entra al departamento, él cierra la puerta, se estrechan. La toalla se desliza hasta el suelo y Edurne (baja, melosa, piel adolescentona) se ruboriza. Amancio la conduce al comedor, le quita la cartera blanca y una bolsa de plástico que deposita sobre la mesa. Sube al sofá y se instala con piernas abiertas y en equilibrio de frente a Edurne. Obtenida la satisfacción, desciende del sofá, congratulado, la desabotona, libera de cierres, broches y "falsas ataduras", le muerde la nuca y entusiasmándose con los pechos, desde atrás, maniobra hacia el dormitorio, donde ella concluye de desvestirse. No logra Amancio con sus variadas y esmeradísimas caricias que Edurne se abandone a un verdadero clímax (por ningún procedimiento lo habría ella, con nadie, experimentado). La induce a arrodillarse, se introduce en su sexo unos minutitos y a continuación la sodomiza. Comparten un puro cuando Edurne le comenta que había llegado allí desde el sanatorio donde su nuera acababa de dar a luz. Se bañan, juntos, de inmersión, en despampanante bañera. Y se recobra, Amancio, de una lipotimia, cuando Edurne se va.
          Se viste, se acicala, atiende el llamado telefónico de alguien que le solicita en alquiler un salón del instituto para efectuar allí una muestra coral. Guarda en un ataché carpetas y talonarios que llevará al instituto. Llega caminando al registro civil en el que será uno de los testigos de mi casamiento. Se excusa por no poder quedarse al sencillo lunch posterior a la ceremonia. "Siendo el trece de enero de mil novecientos ochenta y ocho y en compañía de los testigos Rosalía Ethel Albornóz y Amancio Toufenedjián, van ustedes a unirse en matrimonio y conformar de esa manera la legítima familia, base y sustento de la sociedad y del Estado. Bien. No sé si ustedes ya, ustedes, viven juntos. Lo deduzco, más o menos, por la documentación...” Una agraciada compañera de trabajo de la mujer con la que me están casando, toma fotografías. Sigue el juez: “...prescindir de la lectura de los artículos de la Ley de Matrimonios, porque entiendo que ustedes ya lo han practicado y conocen. Y los voy a invitar a que se acerquen al estrado junto con sus testigos para recibir el consentimiento. Contrayentes, les entrego en ambas manos esta libreta de matrimonio. Mucha suerte". Besos, abrazos y más fotografías. Amancio, en un aparte, señalándome que de verdad está muy urgido de tiempo, y que quién es esa mina (la agraciada), que habría que planear algo para charlar con ella, y que interceda para obtener él esa chance, y que sigamos Martha, mi esposa, y yo, siendo un ejemplo a imitar, y que para cuándo el primogénito, se despide, asciende a un colectivo y otea a las pasajeras, ninguna de las cuales engancha con las miraditas, por lo que llega a destino, sin novedad. Soluciona engorros en el instituto y conversa con una flaquita que no tenía computada, nueva alumna de gimnasia rítmica. Amancio la acompaña a su casa, en Boulogne. Ella guía con vivacidad el Renault 18 de su padre. Con vivacidad le trasmite que no posee registro de conductora pero sí elementos (salvoconductos) probatorios de que su padre es un general de la Nación. Anochece. Estaciona el auto a algunas veredas de su casa. Calle arbolada. Al descender del automóvil, Amancio con disimulo acomoda su trajinado instrumental fuera del slip. Besa con cautela a la flaquita, y posteriormente con vehemencia, incrustándose en ella la promueve para causas aún más conmovedoras. Ella se justifica (aunque Amancio no ha verbalizado ninguna proposición), explicitando motivos por los que no podría ahora prolongar su permanencia con él. Se citan para el domingo en la confitería Caddie.
          Después de un par de trayectos en colectivos, en uno de los que procura en vano simpatizar con otra joven discurseándole que "supongamos que soy uruguayo, supongamos por lo tanto que requiero de una cicerone, supongamos que vos te ofrecés para que investiguemos esta gran metrópoli", piensa: "Rígida. Yo tan ocurrente, tan suelto, y ésta, impávida, obtusa. Hoy no pasa nada en los colectivos". Llega Amancio al edificio del diario La Razón. Tal vez Eva estuviese disponible. No ha estado con ella desde octubre. La extraña, ella no lo ha contactado. Tiene ganas de ir al cine con ella, de cenar, y de todo lo demás. Lo recibe en su escritorio, y contentísima da por terminada su labor. En taxi se trasladan al restaurante Río Rhin, en Almagro, a la vuelta de la casa de Eva. Comparten el vistoso pollo "a la carroza real", un panqueque de banana, y ella toma un café. El cine quedará para otro día. Ya en el departamento de Eva, estilo jiposo, Amancio canta temas suyos (y míos) mientras ella lo graba. Con Amancio cantando desde el casette, ambos juguetean a desvestir al otro. Eva  pide break para conectar el contestador telefónico y colocarse el diafragma. Concedido el responsable break, se demoran en un sesenta y nueve, hasta que Eva interrumpe, saturada. Amancio la penetra con lentitud. Ya jueves catorce y una y cuarenta y cinco, a Amancio le aguarda dormir enroscado con su querida Eva hasta el amanecer. Y entonces regresar será el imperativo, salir de allí, caminar, cielo y porteros que lavan las veredas, y dormir otro rato en su propia cama, y la vida sigue, y él sigue, mi amigo, argentino y varón, compulsivo y equidistante.

Zulma Prina-Buenos Aires, Argentina/Marzo de 2012


Ombligo del mundo

Extendió sus manos derramando dioses
Surcó la tierra de espigas.

Contó los días
el nacer y la muerte.

Guardó en las rocas
la voz de los tiempos.

Selló la pena
el horror.
la miseria.

           * * *       

Ahora sus muros esperan abrirse
para ir en busca
de la bárbara escena

celebrar el infierno

grabar sobre piedra
barro y oro enmudecido
la memoria de los dioses
   
                   para el último día.

Teresinka Pereira-Toledo, Ohio, Estados Unidos/Marzo de 2012


REFLEJO

     
En el pozo
se refleja
una locura
de amor.

La Luna
presa
en el agua
brilla su canto
como un pajarito
ciego.

Rosalba Pelle Mancuso-La Plata, Provincia de Buenos Aires, Argentina/Marzo de 2012


EL AMOR II

Al tiempo
no lo mido por minutos
lo mido esperando tu llegada
con este amor añorando tu mirada.

El tiempo no es mío,
el tiempo orada la magia
de tu existencia  a tantos kilómetros
de mi universo.

El tiempo, en ti y en mi,
en nosotros ,silente sí,
y…
cuando tu embrujo me envuelve
es el mismísimo sol
 albo ,crepuscular,
el pan de amor
en nuestros labios.

Nina Pedrini-Buenos Aires, Argentina/Marzo de 2012


JAULAS

En un claro del bosque construyó su casa, derribó árboles, acarreó materiales, muebles, artefactos desde la ciudad cercana, completó la tarea  y se dedicó a gozar del paisaje arbolado, a escuchar sus sonidos, conocer los matices de cada uno. Vivir del bosque, desmontar para su conveniencia, observar la conducta de los animales y elaborar un plan para sacar provecho económico de todo ello.
De alguna manera tomó contacto con personas aficionadas a la caza mayor de ejemplares exóticos. Las visitas al boliche del turco Jali, estratégicamente ubicado en el límite del bosque, lo hizo posible.
El turco no era trigo limpio, así que ambos se cuidaron mutuamente y el silencio sobre sus actividades jamás se rompió.
En una ocasión, llegaron tres hombres desde tierras lejanas y desconocidas para él, no para Jalil. Eran emisarios de jeque árabes, interesados en comprar pieles de yaguareté.
Por esas cosas de la globalización o quién sabe y cómo, la existencia de un felino en tierras americanas llegó al conocimiento de los príncipes reinantes en Arabia Saudita o en Omán o en algún principado de aquellos lugares.
Varias veces compartieron expediciones con el Hombre solitario del bosque chaqueño. En todas, la caza fue exitosa y la paga abundante; lo que produjo que, desde entonces, la vida del animal corriera serio riesgo de extinción.
Organizaciones ecologistas emitieron señales de alarma; pero nadie pudo o quiso informar sobre el paradero de los depredadores.
Así que el Hombre continuó su minucioso trabajo de ubicar con certeza el hábitat del felino. Es éste un morador solitario, individuos de ambos sexos se juntan en períodos más o menos prolongados durante la época de celo. Su nombre en guaraní YAGUARETÉ significa  Verdadera Fiera.

La hembra había caminado una larga distancia, sin alejarse de la orilla del Bermejo. Tenía prisa, su preñez estaba llegando a término y era imprescindible encontrar un sitio para parir.
Su olfato le informó sobre la cercana presencia de su mayor enemigo, más que el Puma o las manadas de Chanchos del Bosque: el Hombre.
Encontró un claro, el olor a humano no se percibía, con serenidad dio a luz cuatro crías: dos machos y dos hembras.
Luego de atender a sus pequeños se echó a dormir abrazándolos tiernamente.
Todos los días, después de amamantar a la cría, la tigresa recorría las cercanía para abastecerse de comida.
Una de esas mañanas, el Hombre, divisó a los  cachorros, comprobó la ausencia de la madre y con su experimentada destreza, capturó a los recién nacidos.
Los árabes llegarían al día siguiente, los esperaría con una fantástica y productiva sorpresa.
Así fue que los cuatro Yaguaretés Miní, partieron hacia tierras arenosas y desérticas, fueron albergados en fastuosos palacios, en enormes jaulas para  el orgullo ostentoso de los príncipes saudíes y admiración de sus visitantes.


La madre Yaguareté buscó a sus hijos, primero con cierta serenidad, luego con angustia. Guiada por su olfato, siguió el rastro hasta avistar el boliche de Jalil. Se alejó con el corazón estremecido, comprendió que el Hombre le había arrebatado no sólo la cría, también su razón de ser. Pero no le arrebató la memoria, el Don que Dios proporcionó a los Yaguaretés para no perder la estirpe.

El Hombre disfrutó de las opíparas ganancias que obtuvo negociando con los árabes. Visitaba el boliche del turco casi a diario. Las chicas que Jalil tenía cautivas para alegrar a sus clientes, cambiaron una buena parte de las costumbres del cazador. De modo que tanto despilfarro hizo disminuir la salud de quien creía ser el rey del bosque.

La hembra le fue siguiendo el rastro, varias veces, entre el sopor de las fiebres, el Hombre creyó verla entre la maraña.
Ella esperó, comía poco, se sentía cada día más débil, pero también olisqueaba la debilidad de él.
Hasta que una tarde, entre la niebla que se deslizaba desde el follaje, él, la vio. Ella se estaba acercando, sus ojos cayeron sobre el pecho del Hombre como dos cuchillos. Sintió un dolor inconmensurable, pidió agua, quiso gritar, la Yaguareté se acercaba, cuando estuvo a su lado emitió un rugido débil y lastimoso.
Hombre y bestia se encontraron. Él, desfalleciendo, ella dispuesta a saber qué había sido de sus hijos. No obtuvo respuesta, se dejó caer al lado del captor.
Otra vez su olfato le revelaba que unos hombres se acercaban, pero no olían a cazadores.
Se incorporó, tomó con sus temibles dientes el cuerpo del Hombre, aun vivo, lo arrastró hasta dejarlo a los pies de los ecologistas que habían encontrado el sitio desde donde se había iniciado el exterminio del Yaguarete´.
El Hombre fue internado , se recuperó, la Justicia lo condenó a cumplir la sentencia de arresto en una celda estrecha, oscura, a la que nadie visitó hasta el fin de sus días.

Alicia Orlando/Marzo de 2012


UN CUENTO DE ESTACION

                      
                   El sol calienta los techos de zinc, serán las doce o acaso no sean aún. El tren aparecerá por la curva, dejará atrás la estación de modo rápido, pasará el puente y se perderá detrás de la arboleda.
No siempre pasa de largo, los miércoles detiene la marcha algunos minutos, aunque no sería necesario,  aquí no desciende nadie.
 El último miércoles, casi un milagro, bajó un pasajero.  Lo hizo como si temiera arrugarse la ropa o desviar la línea de la corbata, pero cuando puso un pie en el andén, fue inevitable, se hundió en el polvo grueso.
 El viento es el que trae el polvo, lo deposita en los andenes entre papeles, cagadas de perros, latas de gaseosas, cartones de vinos y  tachos de basura  por donde revolotean las torcazas, sin miedo de los perros que ladran y  les largan tarascones.
Al marcharse el tren, el hombre quedó solo, es decir, quedó él y las dos chicas que vienen todos los miércoles. Ellas aparecen por detrás del galpón que tiene pintadas las iniciales F. C., las letras restantes desaparecieron junto con los revoques.
A las doce menos diez, o acaso antes, las chicas se instalan a la espera del tren, como atornilladas a las tablas de madera, debajo de la pizarra con el indicador Plataforma 1.
La más pequeña lleva una pañoleta cruzada sobre el pecho.
 La otra carga una canasta con higos, los ofrece a viajeros que asoman por las ventanillas. Lo  hace con urgencia, sabe que en pocos minutos el tren partirá.
 El hombre  bajó por el terraplén, en diagonal a la calle principal, con la mirada  atenta hacia el hotel. Alguien, nadie recuerda quién, dijo en cierta ocasión, que la ochava del centenario Hotel Ferroviario,  visto desde arriba del terraplén, parece una pintura de un tal Sisley, quizás sí o quizás no, quién puede saberlo.
 En la actualidad el  edificio está en venta, se habla de quiebra, no es seguro, se oyen   tantas cosas.
 Las chicas dejaron canasta y pañoleta en el banco de la plataforma 1 y fueron detrás del hombre.¡ Por qué lo hicieron! Posiblemente picadas por la curiosidad.
El desconocido se sentó en el bar, debajo del toldito.
 Antes, el local pertenecía al Ferroviario, ahora, el último dueño le puso un cartel de chapa con la inscripción: HEMINGWAY, que se pronuncia algo así como Jemingüei.
 A esa hora en el  Jemingüei, la única comunicación con el afuera es el televisor encendido, como si la vida estuviera en otra parte. Por eso, nadie se dio por enterado de la presencia del forastero.
Él, pensativo,  miraba  sus zapatos. 
Las chicas, ocultas en la alcantarilla seca, sin hacer caso del viento que todo lo impregna con su lienzo fino, pudieron haber creído que dormía y al instante cambiar de opinión, porque  le vieron sacar el celular, marcar e incrustar la boca en el aparato,  aflojar el nudo de su corbata, caminar hacia la esquina ochavada del hotel, volver y sentarse, no en la misma silla, sino en otra. Después  guardó el aparato.
Hervía la quietud de la siesta.
 Serían las dos, las dos y minutos, más o menos, cuando se dejó ver la cuatro
por cuatro del hijo del puestero de Las Margaritas, Roccaforte de apellido, apodado Malajunta. Un sujeto que no se trata con nadie, ni siquiera con la familia, un individuo que anda siempre armado, según comentarios.







El tipo estacionó a unos metros de la alcantarilla, bajó el vidrio y cabeceo.
 El  forastero estuvo a punto de subir a la picá, hizo el amague, pero Malajunta ya había bajado y su sombra se espesó sobre la del otro, como si ésta le perteneciese sin pertenecerle.
El Malajunta es peso pesado, y pesado habrá sido el golpe, de puño con costurones, que le dio al forastero.  Debió ser bravo aclarar o justificar algo con una mano cubriéndose la boca ensangrentada. Se  advertía el esfuerzo porque se ayudaba con  ademanes.
No hay evidencia, si las chicas, desde su escondite, oyeron las palabras de uno y otro, lo cierto es que vieron todo: cuando el forastero se apoyó en la picá,  cuando  metió  la cabeza entre los brazos apoyados sobre el vehículo, cuando el  Malajunta subió, liberó el embriague y aceleró, provocando un intenso olor a goma chamuscada que a ellas dejó sin respiración.
 A la vez,  el forastero retrocedió de un salto.  Después corrió y corrió detrás del vehículo, hasta perderse de vista. Y no es extraño, porque a 90 metros, la ruta al igual que las vías del ferrocarril se adentran en una curva orillada  de árboles muy, pero muy tupidos.
 Ya la campana de la iglesia, daba las cuatro,  posiblemente fueran algo más,  las siestas del sacristán  son largas y es necesario despertarlo para hacerlas sonar. Cosa que  hace el señor cura,  despertarlo, no tocar la campana. Ya es costumbre en el pueblo el asunto de las campanadas, que doblen, pero jamás de doce a dieciséis.
Al cuarto repique, las chicas se miraron y sin decir una palabra  regresaron a la estación.
Una cargó la canasta, la otra levantó la pañoleta, envolvió sus hombros, no la  cerró  sobre el pecho, capricho o coqueteo de niña.
 Cruzaron las vías, se sentaron, como atornilladas al banco  debajo del cartel que dice Plataforma 2 y fijaron la mirada en la calle principal, allá, bajando la pendiente.    
Los perros les daban vueltas alrededor, saben que ellas, traen comida,  es sólo cuestión de esperar.
Y así fue,  la de la canasta,  sacó  un envoltorio de estraza, lo abrió con mucha parcimonia, como si de un vendaje se tratara y dio una parte a la pequeña. Las sobras las tiró a  los perros, las torcazas aprovecharon los restos.

                        En invierno, a las cinco y media o tal vez un poco antes, rayos de sol se filtran por las chapas y  hacen un reflejón en los vidrios mugrosos de la boletería, dando la impresión de que hubiera alguien adentro, pero en realidad no hay nadie. Desde que el jefe de la estación tomó licencia, la boletería está cerrada. También está  cerrada la oficina de empaque y el teléfono público no  funciona.
 A eso de las seis, las chicas vuelven a su casa, por aquel lado del galpón que sólo conserva las letras F. C., las demás desaparecieron durante la famosa tormenta del 2009, que  arrancó carteles y revoques.
Iban caminando, cuando una  miró hacia atrás y codeó a la otra. El forastero subía por la pendiente. Traía  la corbata y el abrigo en el brazo, la camisa manchada con sangre, el pelo revuelto. De lejos y después de cerca, se le  notaba  la agitación.
 Cruzó  la plataforma 1, derecho a la  boletería, ahí nomás, en la plataforma 2, y “suerte perra”, pisó mierda  de perro.
Qué se podría esperar, dijo ¡mierda! y golpeó con bronca el vidrio mugroso, lo hizo varias veces, al no tener respuesta caminó a un lado y a otro, seguramente con  








intención de limpiar sus zapatos. Al fin, recogió el papel de estraza y se sentó en la punta del banco debajo del letrero: Plataforma 2.
 ¡El olor!, hasta los animales se apartaron.
Llevó el papel al basurero, que más parece un cesto de básquet, por el agujero que tiene abajo.  Volvió al banco, encendió un cigarrillo, aspiró, dejó vagar la mirada y vio a las chicas allí, observándolo.
Con exigencia  preguntó: -A que hora pasa el tren para Buenos Aires.
La de la pañoleta, apretó la prenda contra el pecho y en un murmullo contestó: - A las seis y cuarto, o un poquito después.
El, miró su reloj  y dijo: - Las seis  y diez.
La misma chica agregó:- Desde que vendieron los ferrocarriles, el tren no para en esta estación.
-Cuando va para Buenos Aires- aclaró con tono conspirador la otra.

                      Oscurecía. Al oscurecer, la estación es una boca de lobo. Los muchachotes se entretienen en tirar piedras a los faroles y nadie reemplaza las lámparas rotas o quemadas, tampoco han arreglado el reloj que cuelga de cables pelados y  algún día nos darán un disgusto.
A las seis  y cuarto en punto,  o a las seis y catorce, o dieciséis, minuto más minuto menos, la chica de la canasta  sacudió el brazo del forastero, la otra  hizo una seña con la cabeza.
  Malajunta subía por el terraplén, semejante a una locomotora,  cruzaba de la plataforma 1 a la plataforma 2 y en la puerta de la boletería, suerte perra, pisó la mierda blanda. Movió los brazos como si intentara despejar el camino, no pudo frenar, estaba  resbaladizo el asunto, y para peor, el tren apareció sobre el puente, dejó atrás la estación, alertando su paso con un pitar de los que ponen nervioso a cualquiera.