domingo, 22 de enero de 2017

Ascensión Reyes (Cuento)-Chile/Enero de 2017



LAS MENTIRAS DE UN MENTIROSO

            Ser un mentiroso patológico es cosa seria, sobre todo si se trata de un hombre que tiene el poder del convencimiento. Es horroroso caer en manos de uno de ellos. Bueno nadie está libre de esta desgracia alguna vez en su vida.
            El caso me sucedió a mí, viudo sin compromisos, no diría rico, pero con ciertos medios que me permitían darme un buen pasar, ya que toda mi familia, llámese hijos y sobrinos se habían independizado, cada uno con su profesión y su hogar independiente.  Mi mujer me había abandonado, repentinamente producto de una descompensación diabética. Lo lamenté por mí, pero por ella me alegré porque estaba engordando en forma alarmante, ya que no dejaba de comer, a tal extremo que de seguir así, no habría podido salir por la puerta de su pieza. El caso es que sin saberlo yo, un día que festejaba a una amiga se sirvió doble porción de torta,  más todas las exquisiteces que colocaron a su alcance. De vuelta a casa se olvidó de tomar el hipoglicemiante del día. Resultado, amaneció casi inconsciente y a media tarde, mi mujer me había convertido en viudo.
            Al comienzo me sentí muy sólo y tardé demasiado tiempo en decidirme a ¿qué hacer con sus pertenencias? desde que nos casamos, cuando era una jovencita dueña de un cuerpo escultural, hasta que partió a mejor vida, con un físico descomunal. Tanto, que en su cama matrimonial ya no había lugar para mí.
            Bueno, el caso es que todo pasa, hasta los grandes dolores motivados por las pérdidas. Debía liquidar todo aquello y quedarme con los buenos recuerdos de nuestros tiempos felices. Como a pesar de nuestra separación física, no me afecto al extremo de buscar otras entretenciones femeninas, junté dinero y compramos varios bienes raíces que nos proporcionaron una buena vida y recursos para hacerle frente a las necesidades que se producen en la tercera edad, en doctores y tratamientos médicos con remedios cada día más específicos y de mayor valor.
            Mónica Victoria, que así se llamaba mi mujer, había sido profesional y antes de casarse previendo su corta vida y su condición diabética, había tomado un seguro de vida que con el tiempo se había incrementado en varios millones. Eso lo supe revisando sus papeles, a los cuales por primera vez tenía acceso. Con los documentos en la mano, asistí a las oficinas de la aseguradora. Fui innumerables veces y en cada una de ellas me solicitaron diferentes documentos de instituciones que no me imaginaba que existieran. Mi profesión y actividad, siempre estuvo al margen de estos trámites burocráticos. Ya estaba bastante aburrido de asistir a las oficinas a presentar papeles y papeles, hasta que un buen día me topé con que debía contratar un abogado para que me redactara una Posesión Efectiva, para obtener finalmente el tal seguro. Como estaba casi a punto, y los gastos no superaban el monto a recibir, pregunté entre mis amistades el conocimiento de un buen profesional.
            Pronto estuve sentado frente a uno, en una elegante oficina del centro de la ciudad, un joven de muy buena presencia, afable, comprensivo y con toda la disposición del mundo para escucharme y ayudarme. En la hora que me dispensó, sentado frente a él, supo de todo mi pasar y de cuánto tenía, en cuanto a bienes. Al salir, pensé en el abultado cheque que me había solicitado para iniciar los trámites, todos justificados con papeles que debía gestionar a la brevedad y eran parte de la tramitación. Solamente cuándo estuve caminando en dirección a mi casa, me recriminé por mi exceso de confianza ante un desconocido, pero como había sido recomendado por un amigo, hombre probo y emparentado con el joven profesional, me tranquilicé.
            En nuestro segundo encuentro, sin siquiera proponérmelo, me encontré encargándole, algunas otras gestiones relacionadas con las propiedades para dejar en claro el destino de ellas y la forma más salomónica de repartirlas entre mis hijos, de tal manera que no tuvieran que someterse a cancelar derechos de herencia que son montos altísimos; cuando yo fuera llamado a hacerle compañía a mi mujer, al menos él me lo aseguró.
            Así fue transcurriendo el tiempo y yo iba de encargo en encargo con el agradable jovencito que seguramente me iba a solucionar todos mis problemas legales e incluso me prometía pingues utilidades con compras y ventas de mis bienes, porque él tenía una cartera de inversionistas que le compraban las propiedades a buen precio.
            Bien dicen que “la ambición rompe el saco” y así mismo sucede aunque parezca increíble. Estaba tan ilusionado con los nuevos negocios que haría de la mano con este jovencito que ya me sentía su amigo, tal era la confianza que me había inspirado que a veces me permitía acompañarlo y ofrecerle un café cortado en una elegante cafetería del sector.
            A todo ésto mi familia estaba al margen de todas mis diligencias, sin exigirme herencias anticipadas o reparto de mis bienes, todos tenían un buen pasar y confiaban en mi buen criterio.
            Un día de almuerzo familiar, me atreví a comentarles cuanto había avanzado en cuánto a mis gestiones legales, de las cuales siempre estaba a punto de recibir dineros, pero a última hora el joven profesional debía ir a litigar a la Corte de Santiago o Valparaíso. Por lo tanto lo único que sabía de todos los trámites encargados, era que yo le había proporcionado escrituras, certificados e infinidad de papeles, además de entregarle con cierta frecuencia cheques y más cheques por gestiones a realizar. Mis hijos al escuchar tal descalabro con muy buen tino me pidieron que sacara la cuenta de cuanto había desembolsado para trámites y cuánto había obtenido. Incluso uno de ellos se ofreció para asesorarme, no acepté en principio, porque me consideraba totalmente apto para manejar mis asuntos, pero pensando que a lo mejor era necesario, acepté su ayuda unos días después, con el apremio de quien se encuentra ante un precipicio y la estabilidad es relativa. Acababa de firmarle un poder para cobrar por mí, ciertas sumas de la aseguradora.
            Esa noche no dormí pensando que a lo mejor era objeto de un timo, muy bien montado, por un lobo con piel de oveja, disfraz totalmente creíble. Al día siguiente, busqué en mi escritorio todas las cartolas de banco para saber las sumas que había entregado para trámites, con resultado cero a la fecha, porque nada había recibido y nada había vendido o comprado. Cuando terminé de sacar mis cuentas, recién supe que había sido víctima de un engaño. Todo el dinero aportado sumaba tal cifra que mi buen crédito bancario había podido sostener, pero el poder penaba en mi mente como si me hubieran azotado con un mazo. De pronto, sentí que el mundo giraba en torno mío, una transpiración helada empapaba mi cuerpo y ya no era dueño de mí. De pronto perdí totalmente la conciencia.
            Finalmente y después de muchos intentos de reanimación y choques eléctricos que no dieron resultado, vine a parar aquí, a mi último traje, el de madera, pensando en todo lo que había perdido por “gil”, como se decía en mis tiempos. De pronto recordé el dichoso poder concedido hacía un par de días, a mi joven administrador, y por fin pude descansar en paz, porque fuera del dinero que nunca recuperaría, al menos el patrimonio que había logrado juntar con mi mujer, se había salvado. Junto con mi muerte cualquier poder ya no tenía más valor que para usarlo como envoltorio de huevos o algo por el estilo. Y a mí abogado el recuerdo y deseo de que se entere que siempre hay alguien más inteligente que él, y en este caso Dios, el destino o los imponderables de la vida, o por último no me importa quien fuera, me había dado la felicidad de partir a mejor vida con una sonrisa en los labios.

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