SEIS DE AGOSTO
Era una hermosa mañana de fines de verano con algunas nubes atravesando el cielo azul. El sol naciente refulgía en forma mágica, como por última vez. Ella despertó e inmediatamente tanteó el hueco de ausencia en la otra mitad de la cama. Su marido ya se había ido al hospital, era médico cirujano. Miró hacia la cuna, el niño dormía plácidamente. Un poco más atrás su hijita mayor también dormía.
Se levantó a las 8:15 AM. Calentó agua. Buscó las hojas de té y se preparó para la ceremonia matinal del desayuno.
Las 8:30 la encontraron en postura de oración, con la vista perdida en el cielo y las manos ahuecadas sosteniendo la taza humeante.
A las 8:31 una indescriptible luz rojoamarilla encandiló el paisaje. Los cristales vibraron e inmediatamente explotaron en cientos de millones de astillas. Una ciclónica fuerza retorció la casa entera, astilló los marcos de puertas y ventanas, calcinó las paredes y desmontó el viejo edificio de madera de dos plantas. Una gigantesca ola de calor parecía quemar hasta los huesos. Una masa de humo gris oscuro avanzaba como enorme ola de melaza negruzca, burbujeante que se extendía hacia todos lados e incluso hacia el cielo. Todo esto ocurría en completo silencio.
El piso cedió. Los destrozos de maderas, vidrios y otros materiales pintaron un apocalíptico paisaje de destrucción.
Pensó en los niños. Corrió hacia la cuna. El bebé yacía inmóvil, tranquilo, todo parecía estar bien. Miró hacia donde debería estar la niña. En lugar de la cama encontró una enorme grieta que partía en dos la estancia.
— ¡Mamá! ¡Mamá!— escuchó los gritos enmarcados en llanto. Buscó a tientas, se había cortado la energía eléctrica. Allí, entre tirantes que pendían de las ruinas su hijita se tomaba desesperadamente de un madero y hacía fuerza para incorporarse, aprisionada desde la cintura hacia abajo por una montaña de trastos y escombros. ¡Estaba tan lejos! A mas de tres metros. No podía llegar por más que se estiraba.
— ¡Mama!, ¡Mamá!— Seguía gritando la pequeña.
Entre la Impotencia y la desesperación, se le impuso a pantallazos el recuerdo compulsivo del nacimiento de la niña, hacía seis años. Ese día su esposo no estaba, lo habían movilizado con el ejército junto a la mayoría de los médicos y enfermeros del hospital. Como escaseaban los facultativos, una vieja comadrona la atendió en su propia casa. Apenas pudo detener la hemorragia que se llevó más de la mitad de su sangre. La recién nacida, que era demasiado grande para el cuerpo menudo de su madre, estuvo a punto de asfixiarse en el canal de parto. Sin embargo ambas sobrevivieron. Ella se repuso y años después pudo volver a parir un hermoso varón. La pequeña creció sana y saludable y ese año había comenzado la escuela primaria, cuyo edificio, el único de hormigón en los alrededores, se levantaba frente a su casa.
— ¡Mamá!, ¡Mamá!— El tirante crujió, y todo el maderamen cayó en forma estrepitosa.
— ¡Mamáaaaaa!—
— ¡Aiko!, ¡Aiko!
Después: Silencio y humareda enceguecedora.
Instintivamente fue a la cuna donde estaba su bebé. Lo levantó.
— ¡Yui!— lo sacudió. El niño no respondió. No se movía.
Llorando silenciosamente y con el cuerpo de Yui aferrado contra el pecho se paró frente a un espejo que milagrosamente solo tenía una rajadura que lo dividía al medio. La poca luz que se colaba por un hueco de la pared del frente le devolvió su propia imagen. La cara sangraba, tenía astillas de vidrio y madera, sucias de carbón, incrustadas por toda la piel que era una gran llaga. De sus ropas quedaban jirones y su cabello apelmazado estaba pegado a la cabeza como con alquitrán. Recién en ese momento sintió dolor en todo su cuerpo, ardor en la epidermis y desazón en el espíritu.
Transformada en una autómata salió a la vereda. Todo estaba asolado. Una lluvia oscura de hollín caía indolente. Desde el edificio escolar, el único en pié, se escuchaban niños entonando lastimosamente un himno, seguramente en un acto de valentía, propio de su educación marcial, aprendido para hacerle frente con honor a las adversidades de la guerra.
Comenzó a caminar y sin detenerse. Miró incrédula el gran hongo que se alzaba miles de metros sobre el centro de la ciudad.
Como ella, muchas almas deshechas en cuerpos andrajosos andaban sin rumbo por las calles destruidas en los suburbios de Hiroshima.
26 de agosto de 2009
4 comentarios:
Marcos no es el escritor que auna palabras para contarnos una historia...estoy casi convencido que todas las historias de Marcos-- por el hecho de ser relatos tan precisos-- son vividos por el en vidas anteriores.
Abel Espil
Tuve la suerte de leer varias de tus historias y me atrevería a decirte que esta es, descriptiva y narrativamente, de las más logradas. El histórico retrato de la Hiroshima devastada cobra más realismo por la tensión permanente del relato y por la historia de vida que sostiene el argumento. Te lo dije en su momento y lo reitero ahora: felicitaciones.
Ricardo Daniel Nicolini
Fantástico relato Marcos, logrado, muy logrado.
Llegué a sentir el olor de ese tremendo momento...
Gracias por tu arte
Mónica Ernestina González
Marcos: estremecedor relato. Bien mantenido el clima de desesperación e impotencia. Un abrazo de,
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