martes, 15 de junio de 2010

Isabel Díaz Vera-Buenos Aires, Argentina/Junio de 2010


ENRIQUE, EL HOMBRE DE LA MORGUE

“¿Qué cosa impresiona al ojo, salvo lo invisible?”
THEODORE ROETHKE

Por la pequeña cerradura de la puerta entra un haz de luz. Grisáceo, opaco, delgado. Y me pregunto si será lo suficientemente fuerte como para poder aferrarme de él, para salir a la superficie y liberarme de este enorme peso que siento sobre mi cuerpo y no me deja mover. Y noto que es el momento idóneo para hacer un balance de mi vida, para evaluar mis actos y sentimientos del pasado, mis actitudes, mis sentires, mis antiguos planes, mis determinaciones. Comprendo al fin, que no siempre entre lo que se decide y lo que se desea, existe tanta afinidad como se supone. No siempre elegimos lo que realmente queremos.
Miro las paredes del cuarto que me sirve de refugio, oscuro y vacío. Un cuadro de mi familia en mi mesa de luz, un reloj despertador viejo, abollado y hasta oxidado, las paredes grises y frías, una cama de bronce antigua y dominante. En las paredes, imágenes de mis recuerdos, ciertos viejos pósteres amarillentos, algunas medallas, otras fotos con algunos compañeros. Y en el aire, siento flotar varios interrogantes sin respuestas que amenazan con ahogarme.
El timbre del teléfono me sorprende en una nebulosa de dudas e inseguridades. Lanzo una bocanada de humo hacia el techo, con sus acuarelas pintadas por el tiempo, verde amarillentas oscuras manchas de humedad. Presiono el resto del cigarrillo en el cenicero, y retuerzo con insistencia la colilla. El pasado ya no existe, no podemos incidir en él,  muestra intransigente su naturaleza, irrecuperable e invulnerable. Acaso los lamentos tienen valor, acaso el arrepentimiento tiene alguna incidencia…Cómo evitar que en mi mente naveguen las imágenes del pasado, cómo evitar que nuestras palabras y actos queden selladas a fuego.
Aquella mañana se había presentado como tantas otras; gris, tediosa, monótona, absolutamente impersonal. Como ahora, resonaba con insistencia el teléfono, devolviéndome de mi siesta ocasional. Al instante, sentí unos golpes en mi puerta, secos, pero discretos.
-Enrique, tiene teléfono-resonó la voz de la dueña de la pensión.
Caminé mecánicamente hacia el living, y esperé escuchar indiferente la voz del otro lado del tubo.
-Jefe, le habla Ramírez. Acaba de entrar un cadáver y Sosa tuvo que salir de urgencia por un tema personal. No hay nadie que lo reciba, ud. me entiende.
-Pero se supone que Sosa debería haber dejado a alguien a cargo. Es mi día libre-protesté-Está bien, ya voy para allá.
Caminé las pocas cuadras que me separaban de la morgue, mi refugio de trabajo por más de treinta años, y encendí un cigarrillo. Algún saludo impersonal a alguien conocido, la mujer del ferretero…Parece que creyó que un cambio de color en el pelo le quitaría años…En fin.
Entré al lugar que encerraba más rincones familiares que mi casa…bueno, la habitación de la pensión que me servía de trinchera. Para qué más, si la mayoría del tiempo estaba en mi trabajo, para qué…Fuera de esas paredes lúgubres, que enmarcaban secretos siniestros y seres más inanimados que los de las cámaras frigoríficas, no tenía vida. Mi vida transcurría entre los que ya no la tenían.
-¿Qué pasa, Ramírez? ¿Cómo puede ser que me tome un día de descanso, y ya no sepan qué hacer? Ya voy a hablar con Sosa, acá los temas personales pasan a segundo plano…Bueno a ver, ¿qué tenemos?
-Un hombre de unos setenta años, que lo encontraron en la calle…aparentemente no fue un accidente.
-Ramírez, ya deberías saber que acá no hay aparentes. ¿Documentos?
-Ah, eso sí, pero no hay teléfonos.
Asentí sin mirarlo, mirando el aspecto del hombre. Buena apariencia, buen estado…No parecía un accidente…Claro que la autopsia revelaría la causa.
-Sr. Bonafini,  hay una señora que busca a su padre desaparecido. Parece que los datos coinciden con los del hombre recién ingresado.
-Que pase.
Sus ojos se antepusieron a su persona, enormes, oscuros, profundos. La tristeza velaba su mirada, pero no era reciente, se vislumbraba enquistada en sí misma, a través de los años del tiempo. No era reciente la herida, no. Era el producto del mal paso del tiempo, cicatrices del alma que ningún maquillaje ni cirugías pueden ocultar. Su rostro era el de una mujer madura pero joven aún, aún lejos de los cuarenta. Detrás del telón en el que se ocultaba, asomaba un rostro fresco con una belleza natural; no deslumbrante, quizás corriente, pero inalterable. Por un instante me perdí entre ideas y pensamientos, hasta que la voz de Ramírez me devolvió a la realidad.
-Jefe, la sra le está hablando. ¿Le pasa algo?
-Qué me va a pasar Ramírez…
-Disculpe Ud es Enrique Bonafini ¿verdad?-Preguntó detrás de sus ojos perdidos en la nebulosa-Me dijeron que podría ayudarme. He perdido a mi padre, y en los hospitales de la zona no está, así que pensé…
-Bien, que el secretario le tome los datos…Alguien con esas características acaba de ingresar.
Trámites burocráticos mediante, consulté la lista de francos del personal. Loustau seguía con licencia médica, quién sabe si sería verdad o puras especulaciones…Y Giordano y Aguirre de vacaciones…Bueno, si empezaba a preguntar sobre los reemplazos, sería una historia sin fin. Anoté mi nombre en los casilleros. Si de todas maneras…qué planes podría tener.
-¿La hago pasar jefe?
-Sí Ramírez, ya voy.
-Pero no se preocupe, voy yo, si ud nunca va…Quiero decir, para qué se va a molestar si yo no estoy haciendo nada. La acompaño yo-Intentó tomar coraje, en un mal disimulo.
-Voy yo Ramírez, a vos te falta tomar mucha sopa todavía.
En la vida hay trabajos indeseables, que la mayoría del común preferiría no hacer. Sepulturero, basurero, pintor de andamios, inspector de explosivos,  empleado de la morgue. Imposible sobrevivir sin inmovilizar las emociones, sin encapsular el corazón y dejarlo arrumbado en un rincón, ajeno a sentimientos y sensaciones.  Imposible no ocultar ciertas sensibilidades bajo la piel.
-Bueno, pase-Afirmé sin mirar en detalle su rostro, si bien dejaba escapar, de tanto en tanto, alguna mirada fugaz. Inmutable también, pero con su mirada oscura, entró a la sala. Descubrí el cuerpo y sostuve la sábana; en más de treinta años había presenciado las más variadas y extrañas reacciones…Llantos lastimeros, aullidos guturales, lamentos infinitos, gritos impotentes, lágrimas silenciosas…Y hasta festejos eufóricos, cuando la persona sobre la camilla no era la buscada. Miré su rostro al no notar prima FACE ninguna respuesta, ni sonora ni gestual.
-¿Cómo es su nombre?-Pregunté, sin saber si la pregunta había salido de mis labios o no.
-¿Cómo?-Preguntó ella a su vez confusa, pero instantáneamente respondió-Ah…Roque Morales.
-No, no…Me refería a ud.
Tonto. Así fue como me sentí en ese momento. Cuándo le había preguntado el nombre a una persona que concurría a un reconocimiento, cuándo…Bien dicen que una palabra emitida es como una flecha lanzada, luego es imposible detenerla.
-Es mi padre. Sufría del corazón, estoy segura que fue eso. Siempre le decía que no saliera solo, pero era muy obstinado, y no quería depender de nadie. Bueno, creo que cuando nos llega la hora, no podemos escapar aunque tomemos un atajo. Yo soy Sofía.
Un halo de misterio más subyugante la envolvió, y pareció sumergirse en un mundo muy lejano. Su mirada volvió a ensombrecerse, parecía acostumbrada a convivir con los sufrimientos…Resignación, quizás…
Me acerqué y la tomé por el hombro, y ensayé un discurso intentando darle un sentido lógico a lo inexplicable.
-Entiendo lo que siente, créame que lo entiendo. Quizás él ahora esté mejor…bueno, no sé, pero ud no debe dejar que esto la supere. Es la ley de la vida, del polvo venimos y al polvo vamos.
Estúpido, no era capaz de coordinar una frase coherente, lo único que se cruzaban por mi mente eran frases cursis. Me sentí ridículo al máximo.
-Está bien, no se preocupe, ya por su edad y su problema al corazón de alguna manera lo veía venir. Gracias sr. Bonafini, fue muy amable. Siempre pensé que la gente de este lugar convivía con la muerte de un modo morboso, no esperaba un gesto humano, créame.
Se marchó de repente, y no pude evitar seguirla con la mirada; en el trayecto me choqué con la observación inquisidora de Ramírez y Sosa, que acababa de entrar. Intenté eludir la sorpresa y la pregunta en sus ojos. Volví a mis papeles, el recién llegado se me acercó, y su curiosidad le obligó a preguntar.
-¿Es alguna pariente?
-¿Quién?-Pregunté, y no pudiendo esquivarlo más, respondí-Ah…no.
-¿Conocida, vecina?
-No, no-Insistí-¿Por qué?-Pregunté molesto.
-Nunca te vi tratar a ningún testigo así, Enrique. Demasiado buen trato, demasiada atención…No sé, demasiada…sensibilidad.
-Dejate de jorobar Sosa, no sé de qué hablás-Quedate por favor, que tengo que salir. Ya vuelvo.
Me apuré cuanto pude, y la encontré saliendo del edificio. Intenté articular las palabras precisas, era cuestión de no volver a arruinar el momento.
-Discúlpeme Sofía, la vi tan angustiada…-Alcancé a balbucir, una vez más, erróneamente; nada más ajeno a la angustia. Era, en realidad una fría resignación- Si no se ofende, quería invitarla a tomar un café, porque estos momentos difíciles es bueno pasarlos en compañía.
Me miró con pena, una sonrisa lastimosa se dibujó en su rostro, sintiendo quizás conmiseración por mí. No sé por qué sentí que era ella quien en realidad me estaba haciendo un favor, que el necesitado de una palabra de consuelo era yo.
Un café y otro fueron sucediendo al primero de aquel día, y charlas, quizás no tan elocuentes en un principio, tal vez no tan contundentes. Sofía emanaba misterio, y dolorosamente fue adhiriéndose a mi piel, a mi ser, alteraba mi respiración, los latidos de mi corazón. Confusamente me fue embriagando, sin que yo me diera cuenta, o al menos, sin que pudiera reaccionar. Esa máquina que latía en mi pecho  acompasadamente cobraba vida, sensaciones desconocidas para mí desconcertaban mi mente habituada a reacciones previsibles medidas por la lógica.
-Bonafini, llamaron por el caso del expediente de Barrios.
-¿Quién era Barrios?-Le pregunté a mi jefe.
-¿Cómo quién era Barrios?-Me preguntó no dando crédito a sus oídos-El del accidente de tránsito, ese en el que estuvo involucrado el cura-Agregó mirándome con desconcierto-¿Qué te pasa?
-Nada, nada…Simplemente no me acordaba, puede pasar. ¿O no?
-Sí, a cualquiera sí, pero no a vos que tenés un archivo de datos en la cabeza. Además te veo…
-¿Qué?
-Estás…raro. Estás…demasiado disperso. ¿Algún problema? ¿Tu vieja bien?
-No Sanguinetti, qué me va a pasar… ¿Mi vieja? No sé, la llamé la semana pasada, supongo que bien.
Raro. Desconcertado, fuera de mí.
-Ah…me olvidaba Enrique…llamó Dumas diciendo que no puede tomar la guardia del sábado, así que te la anoté a vos.
-¿El sábado? Imposible, no puedo.
Los ojos de mi jefe desconcertados, se fijaron en mí.
-¿Cómo que no podés? ¿Desde cuándo no podés? Te anoté a vos porque sé que nunca tenés problemas, ni obligaciones, ni…
-Bueno, tengo una vida, desde ahora no puedo. Preguntale a otro, yo no.
Sofía pasó unos días en mi casa, en la habitación de la pensión, con consentimiento de la dueña. Cuando le pregunté, la mujer tardó en reaccionar…Si en más de veinte años, jamás había llevado una mujer…Los hombres solitarios tienen mujeres casuales con quienes tener sexo fuera de su casa, nada más.
No era una mujer hermosa, nada en ella llamaba la atención, no era excesivamente simpática; tal vez agradable, quizás amable, pero oculta detrás de un halo oscuro que me costaba descubrir. Esa mirada había anidado en alma, estaba dolorosamente aferrada a mí, como una sanguijuela a mis zonas más sensibles. Imposible separarla de mi ser, pese al dolor, a la incomodidad de convivir con sensaciones y situaciones vírgenes para mí. Años lidiando con métricas analíticas, con presuntivas hipótesis policiales, para que un sentimiento, ilógico, irracional, incoherente, desestabilizara mi mundo como a un alpinista en la cumbre de una montaña lo haría un alud.
Cuán profundo y oculto puede hallarse un corazón, cuánto puede excavarse en su búsqueda, sin resultados. Sofía seguía perdida en nebulosas e incertidumbres desconocidas para mí. Creía poseerla en los momentos más intensos y de mayor intimidad en la cama, pero era una sensación tan efímera como fugaz la luz que se encendía en sus ojos. Nunca había entendido por qué, cuando una mujer entregaba su cuerpo a un hombre y a las pasiones terrenales, se decía “Fue suya”. Suyo su cuerpo, no su alma; intentar calar en el interior de Sofía era tan inútil como retener el humo entre los dedos. Cada saludo a la mañana era el preludio de una despedida, así de inseguro me sentía ante nuestra relación. Nunca sabía si volvería a verla. Pero, paradójicamente, como una ironía del destino, con ese temor convivía la ilusión y la alegría de vivir que habían renacido en mí.
A la mañana siguiente, en plena disección del cuerpo de un niño que había fallecido a raíz de una extraña enfermedad que los médicos aún se empecinaban en diagnosticar, Ramírez se encontraba más conversador que de costumbre.
-Mire ud si no es una picardía, un nene tan lindo, ¿no cree jefe?
-Ramírez, me parece que tu comentario está fuera de lugar…Qué importa si es lindo o feo…
-Está bien, disculpe, pero no me va a negar que no es una picardía siendo tan chico…
-Dejá los razonamientos de comadre y por favor, no te distraigas.
-Dicen que la madre pidió la autopsia. No sé para qué quiere saber, si ya no hay remedio…Para qué obsesionarse así…
Gran verdad. Hay gente que confunde amor con obsesión. No pude evitar dejar escapar una sonrisa.
-¿Sabe, jefe? Nunca lo había visto sonreír. Ahora me doy cuenta. 
En ese instante, mi jefe entró a la sala, mirándome fijamente.
-¿Qué pasa?-Pregunté.
-Llamaron de la fiscalía, por el caso Sánchez Acuña. Parece que ordenaron derivar una muestra a toxicología y no se hizo. ¿Sabés algo?
La duda y la perturbación se hicieron dueños de mi cuerpo. No recordaba siquiera los detalles del caso Sánchez Acuña.
-No…-Dudé-Pero ahora voy a investigar qué pasó.
Camino a mi casa, las palabras de mi jefe no dejaban de resonar haciendo eco en mi mente. Emociones desconocidas para mí amenazaban con boicotear el trabajo de años, ese preciso equilibrio que tanto me había costado lograr a través del tiempo. Sangre fría, cálculo preciso, mente analítica y mecánicamente exacta. Nada desajustaba ese milimétrico control, envidia de un joyero suizo. Insensibilidad propia de una máquina, indiferencia ante situaciones humanas que me habían llevado a una pieza codiciada de precisión.
Los orientales dicen que una despedida es el preludio de un encuentro. Así se lo presenté a Sofía, y de un plumazo decidí alejarla de mi entorno. No podía arriesgarme a perder lo único que me daba real seguridad: mantener el control de las situaciones. Sofía me necesitaba, yo lo sabía;  así la arranqué de mi vida.
El teléfono vuelve a sonar, y me trae a la realidad con la velocidad de un rayo. A veces debemos elegir, la vida nos pone constantemente ante enormes disyuntivas. Recuperar el corazón podía tener un precio muy alto, demasiado caro. En la soledad de mi cuarto fui dejando caer mi máscara y mi vulnerabilidad desnudó mis miserias más abominables. El  hombre que durante años había convivido con la muerte y seres inanimados, ahora, estaba atemorizado en un rincón, acorralado por sus propios fantasmas. Vuelvo a calzarme el traje, el de autómata, gélido e impersonal, y atiendo el teléfono que me acerca la dueña de la pensión.
-Jefe, acaba de llamar Rosales que dice que el fin de semana no puede venir por problemas de salud. No quería molestarlo pero…
-Está bien Ramírez, voy yo. Nada más interesante tengo para hacer.
La cobardía se viste en ocasiones de matices, y utiliza los más ingeniosos disfraces.

1 comentario:

magda dijo...

Me encanto, me atrapo de principio a fin!. Ojala que publiquen mas cuentos de esta autora impresionante!