lunes, 20 de enero de 2014

Alba Bascou-Buenos Aires, Argentina/Enero de 2014

MAGIA

            Mientras tomaba el café humeante en la tazona de la Canchancara, empezó a sentir cómo primero las muelas y después los colmillos se le aflojaban en la boca. Aterrorizada, porque recordó el sueño del que se despertó escupiendo todos los dientes, buscó un pañuelo y taponó su boca para recibir las piezas. Con pudor, con dolor. Lo extraño era que ni una gota de sangre  se le escurría de las encías. Las piezas dentarias se desprendían como los higos maduros o la flor de la dama de noche que en un determinado momento hace click y cae.
            No quiso mirarse al espejo. Pero se metió los ojos hacia adentro y se sintió con muchos años,  como los contadores de cuentos de Itatí, más duradera que un Magiclick y entonces, no pudo frenar las lágrimas. No importaba si de ahora en más su alimento fueran los líquidos pero tendría que adaptarse a las papillas que siempre había odiado.
            Se quedó sentada. Abrió el pañuelo sobre la cama y vio esas partes suyas que ni las conocía bien, pero que le habían sido útiles. Poco a poco, iba perdiendo sus partes. Ella que siempre hablaba de integridad. Vaya a saber qué gato se había comido el ovario poliquístico, cuál perro sus amígdalas. Y ahora, allí, estaban sus dientes. Ella, que pensó que uno muere todo pero no por pedacitos. Sin embargo era así, como con las emociones. Primero perdés una esperanza, una simple, simple, la de ser feliz, la de compartir cosas, la de vivir en un mundo justo y ves que muchos conjugan  el verbo vivir pero a los otros no los dejan vivir. Los obligan a conjugar el que ellos quieren: sobrevivir.
            Jugar con los dientes como cuando era chica y esperaba la noche para esconderlos debajo de la almohada, aguardando que al día siguiente el ratón del que le habían hablado viniera a buscar el pedacito del mejor queso, que ella le dejaba  y le llevaba y a cambio la sorprendía con un regalito:un papel de cincuenta centavos , de esos azules, de antes, se convirtió en un deporte.
            Había hecho un pacto con ese ratón, porque una noche muy tarde cuando se le cayó el segundo molar y no sabiendo cómo quedarse despierta, pudo esperarlo. Le explicó que ella no canjeaba nada, y que el diente era de ella, que porque quería le daba el queso y que su diente formaba una parte suya y no tenía porqué entregársela. No tenía una silla o un departamento adentro de su boca. Era su diente. Unico.
            El ratón se rió a carcajadas y poniendo cara de sabio Merlín sin bonete, le vaticinó un mundo de obstáculos, agregándole que iba a tener que adaptarse; que todos éramos consumistas y que terminaríamos por ser fenicios sin naves. Se durmió llorando, pero a la mañana, el diente estaba debajo de la almohada.
            Se tocó la cara con las manos formando un triángulo mientras la boca se posicionó en una O. Sintió las encías tensas, vacías, dolientes, endurecidas. Una extraña sensación de inquietud le recorrió la parte superior de la mandíbula.
            Con los dientes en el pañuelo abierto los miró  y los llenó de lágrimas mientras una de las hojas de roble depositada en la mesa de escribir y uno de los libros cayeron al suelo. Algo los había movido. Cerró los ojos.  Instintivamente abrió la boca, grande, bien grande, cuánto podía, para dejar escapar un grito que no se articulaba  porque desde el pañuelo saltaron las muelas y los dientes introduciéndose en su boca.
            Quedó minutos en esa posición. Con el asombro estaqueado en el cuerpo. Un pequeño ruido la sacó del sopor y un trick de la trampera de cazar ratones –que desde hace años está puesta en el taller- escuchó.
            Se acercó con rapidez, con cuidado, tapándose la boca y sólo alcanzó a ver una colita blanca, rojiza, finita que se escurría por un hueco insignificante de una madera levantada.

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