lunes, 20 de enero de 2014

Ascensión Reyes Elgueta (cuento)-Chile/Enero de 2014

CABEZAS DE PESCADO
                                               
            Una cabeza de pescado, puede terminar en el tacho de la basura cuando el pescado se cocina frito, arrebozado con batido de huevo y en una sartén con aceite muy caliente; sin embargo, un buen caldillo de cabezas de pescado, con bastante cebolla, cilantro y ají, es inmejorable para reponer el cuerpo, después de un festejo demasiado “regado”.  Eso decimos los entendidos.

            Recuerdo que cuando era un muchacho, el pescado estaba muy lejos de agradarme. En cierta ocasión supe que estaba obligado a comerlo. Esto sucedió en casa de mi primera polola, la que vivía en Playa Ancha. Tenía que hacerlo para “caer en gracia con la familia”, porque su padre era pescador,  y lo que más se consumía en ese hogar era eso... ¡pescado!
            Bueno, en ésto pensaba cuando iba en el bus camino a casa de mi amada, pero antes de llegar al paradero en el que me correspondía bajar, tuve el serio presentimiento que, apenas asomara por la puerta, me pondrían por delante una gran presa recién frita y una taza de café colado. De tal manera que me bajé del bus dos paraderos antes de llegar. Decidí iniciar el camino de regreso al plan de la ciudad, buscando derivaciones por esas solitarias callejuelas que van a dar al barrio puerto.
            Iba llegando a la Plaza Echaurren, por la Población Márquez, cuando un grupo de muchachos, menores que yo, de 14 o 15 años, me detuvieron para pedirme cigarrillos. El vivir en Viña del Mar, ciudad vecina,  no me hacía diferente, pero el olor del “flaite” ordinario y el “pato malo”, lo percibí a la distancia. Tuve un poco de temor al decir que no fumaba. Pero al rodearme “la patota”, presentí que algo malo me iba a suceder. Recordé que había guardado un billetito, de los grandes, en un bolsillo chiquito de mi pantalón. Pero la chaqueta de cuero, casi nueva, no la salvaría. Incluso ya me estaba despidiendo de las zapatillas que me habían regalado para el cumpleaños. Recordé que mi “cumpa” del barrio, me dijo que mejor me buscara una polola que viviera más cerca. Por supuesto en Viña del Mar. Pero, la Corina me volvió medio loquito con sus besos ardientes y sus largas piernas, aunque en el último tiempo ya no me encendía tanto como al comienzo.
            Todo aquello pasó por mi mente como una cinta de película, mientras los “patos malos” me rodeaban, pensé que no tenía escapatoria. Mi mente trabajaba a mil por hora. Me dijeron que vaciara los bolsillos. Como estaban en mayoría no me quedó opción. Di vueltas los de la chaqueta, y saltaron algunas monedas chicas. Uno de ellos se apresuró a recogerlas. Luego, otro me dijo que me la quitara para probársela; con calma y tratando de no perder el control, eso hice. Se la probó, pero le quedó muy apretada, se la pasó al siguiente y a éste le quedó grande, la dejaron en el suelo a la espera. Luego me pidieron que sacara el dinero que guardaba en los bolsillos del pantalón. Eso hice y saltaron dos billetes y otras varias monedas. El muchacho que había recogido las monedas anteriores se fijo en mis zapatillas; me pidió que me las quitara. ¡No sé que cara puse! al ver aparecer en las manos de uno de ellos, la brillante hoja de un cortaplumas. En ese momento sentí unos horribles deseos de orinar, pero me aguanté, sabía que no podía negarme. Me afirmé en la muralla y empecé a soltar los cordones de la zapatilla. Ya me había sacado una y los “flaites” me decían desde marica a boludo, pasando por el recuerdo de mis padres.
            En eso estaba, cuando de pronto sentí que la calle se iluminaba y mis agresores corrían en todas direcciones, dejando olvidada en el suelo la chaqueta y la zapatilla, la otra no terminaba de sacármela. Justo a mi lado se paró un carabinero para preguntarme si me habían hecho daño, les contesté que sólo se habían llevado algo de dinero en monedas y dos billetes de poco valor. Esperaron a que yo me pusiera la zapatilla y la chaqueta, y me llevaron a la Comisaría. Sentado en un banco estuve como media hora. De pronto recordé que tenía ganas de orinar, pero ahora, con más urgencia. El cabo me dijo que el baño estaba ocupado, debía esperar. Pasó otra media hora, antes de poder vaciar mi vejiga a punto de reventar. Cuando finalmente sentí el alivio del desahogo total, noté que mis pantalones estaban húmedos en las entrepiernas y apenas alcancé a achuntarle a la taza del sanitario, dejando la regadera a su alrededor. Cuando regresé a la Sala de Guardia, uno de los carabineros me indicó una sala donde presté declaraciones acerca de lo sucedido. Como el robo era una cantidad de dinero pequeña, no pasaría al juzgado. Pero al mostrarle el carné, se fijaron que yo era menor de edad, tenía 17 años recién cumplidos. Me obligaron a entrar en una celda para pasar la noche. Dijeron que era muy tarde y el barrio en que estaba demasiado peligroso. En mi casa no había teléfono y los celulares aún no existían.
            Un cabo me pasó una frazada para abrigarme. La tomé, pero suponiendo que otro detenido pudo haberla usado, contagiándola con piojos y pulgas, la dejé a un lado. Dos horas después, estaba tapado hasta la cabeza con la pulgosa manta, tal era el frío. Entre picadas de bichos y escalofríos me quedé dormido hasta las ocho de la mañana. El mismo cabo me toco el hombro y dijo que podía regresar a mi casa.
            Cuando traspuse el Reloj de Flores en Caleta Abarca, me sentí en casa. Juré alejarme lo más posible de esos sectores y sobre todo evitar transitar por esos lugares. De la Corina y las presas de pescado con café, me olvidé para siempre.
            Pero, a decir verdad, el término... “para siempre” es demasiado vago en lo que a sentimientos se refiere, y en este caso... el “para siempre”, resulto sólo por algunos años.

            Después de pasear por el mundo embarcado como oficial mercante, me encontré en la Plaza Echaurren, a “boca de jarro”, con la Corina, ambos mayores y todavía solteros. Vernos y reiniciar una amistad que termino en el Registro Civil, fue cosa de meses. Y por supuesto nos instalamos cerca de sus padres en un sector de Playa Ancha.
            Y en cuanto al pescado, cuando a mis nietos les relato algunas anécdotas de juventud, como ésta que acabo de recordar, los escucho decir a mis espaldas...el abuelo cuenta siempre...puras “cabezas de pescado.”(Tonterías)




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