viernes, 22 de diciembre de 2017

Ascensión Reyes (cuento)-Chile/Diciembre de 2017



TRAS ESA PUERTA

            Llegué a la vieja casa, con dolor percibí su aspecto de abandono y pobreza. El auto del cual me bajé era un insulto para el entorno en el que me encontraba. Pensé en los muchos años durante los cuales olvidé concientemente este deprimente paisaje. Sí, era imperativo que así lo hiciera pues habría sido un lastre para mis ambiciones, en ellas no cabían de ninguna manera los sentimentalismos.
            El antejardín era una maraña de pasto seco. Recuerdo que alguna vez lució uno que otro rosal, orgullo de su altiva dueña. Sin embargo, la hierba los había ocupado como soporte para lucir su verdor invernal, ahora, recuerdo del verano, amarillento y crujiente, esperando el próximo renacer. Allí, medio oculta, estaba la piedra que traje a duras penas en mi tabla con ruedas, de camino al  río cercano. Ella se convirtió en una especie de fetiche en colores de una vida que me esperaba en otra parte, mientras devoraba sentado en su helada superficie,  alguna exquisitez que la  Panchita sacaba del gran cofre perfumado, de la vieja cocina.
            Al abrir la puerta del antejardín escuché el saludo rechinante de sus oxidadas bisagras, luego, mis pasos de hombre adulto y macizo presionando la arena gruesa del sendero,  anunciaron  mi presencia ante la despintada puerta de entrada.  El sonido del viento arreciaba en esta fría y triste  tarde otoñal, por ello debí repetir los golpes. Esperé largo rato, no tenía prisa. Iba a concluir la última página de la primera parte de mi vida.
           
            Pregunté, un día cualquiera jugando entretenido con el camión de madera que había recibido por mi cumpleaños. -¿Y tú quién eres, Nina? ¿Eres mi mamá?, así como la de Toñito.- La mujer me observó con aire pensativo, como no obtuviera respuesta, la miré con atención. –No pequeño, soy sólo tu Nina y nada más-. Volví a insistir- ¿Y donde está mi mamá?-, como al pasar y distraída en su labor me contestó.- Debe estar en el cielo, supongo-. -¿Y, mi papá? -Salió como disparo la seca respuesta.-En el infierno-. Iba a seguir indagando, pero ella prestamente tomó su labor y sin mirarme dijo: -Niño haces muchas preguntas, recuerda que a los niños preguntones les crece la boca y la tuya ya lo está haciendo-, y salió al jardín.
            Apenas pude me subí a una silla para mirarme en el espejo del salón, donde Nina se arreglaba el negro cabello al pasar a recibir a sus visitas, y pensé que esta vez había tenido  mucha suerte pues las últimas preguntas no habían sido consideradas,  mi boca estaba igual a la última vez que me la vi.
                       
            Estudié plácidamente en la escuela cercana a la plaza, creo que en esos tiempos era la única y por mi relación con Nina, gozaba de ciertos privilegios en el trato. Ni brillante ni demasiado anónima era mi presencia para la severa señorita Micaela, una mujer mayor, muy delgada. Su piel parecía tener lustre de huesos. Su rostro estaba enmarcado por una melena perfectamente ordenada, tanto que me imaginé que para no despeinarse debía dormir sentada, o bien su cabeza la dejaba guardada en el ropero mientras su cuerpo reposaba en la cama. Usaba unos lentes que parecían esconder sus helados ojillos de un azul indefinido. La nariz puntiaguda, pero aún así agraciada, a veces la respingaba cuando de sus finos labios surgía esporádicamente una tibia sonrisa. Se apreciaba en su  vestuario severo, como su presencia, un cierto aire de distinción.

Increíble, pero de Micaela guardo más recuerdo que de Nina. Pienso que voluntariamente ella se hizo transparente para mí, solamente sabía que para salvarme de cualquier dificultad, debía estar cerca de ella. Pero sin una razón clara y precisa. Mi afecto era, más bien, el saberme protegido o sentir su presencia en algún lugar de la casa.
            Cuando tenía diez años o algo así, me fui al internado y ya no volví a vivir con ella, ni pude volver a la casa. Nina, se radicó en otro país y dejó mi responsabilidad en manos de su abogado y  esposa,  quienes me proveyeron de todo lo que fue menester, hasta graduarme en la universidad. De Nina, solamente supe que envejecía en otro lugar y que a la distancia se preocupaba de mí.


            La pesada puerta se abrió para dar paso a la presencia de una jovencita, vestida de plomo, con un coqueto delantal blanco, que hacía juego con el cuello del vestido.
            Mi presencia, era de tácito conocimiento, por ello me introdujo al salón con una inclinación de cabeza por saludo. Luego me indicó la pieza de Nina.
            Di un golpe suave, como esperando respuesta, aún cuando sabía que no la habría, presentí que encontraría una presencia que a lo mejor ya era sólo física.
            Abrí suavemente, tratando de dilatar el momento, sintiendo por primera vez la tibieza de ese sentimiento por tantos años guardado y no confesado ni a mí mismo.
            Me incliné ante la anciana moribunda, le di un beso en su frente tibia que la hizo abrir unos ojos velados por los años y por su próxima partida. Su boca de labios secos y pálidos, insinuó una sonrisa, y muy suavemente me dijo:
-¿Eres tú? Moví la cabeza asintiendo, pues la garganta se me paralizó, con algo parecido al dolor.          
-Perdóname, traté de hacerlo bien-. 
-No te agites madre, lo se todo. Si te sirve de consuelo mi padre murió en la cárcel por otra violación.

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