martes, 16 de noviembre de 2010

Roberto Buenos Aires-Buenos Aires, Argentina/Septiembre de 2010

El verdulero                                


Raúl sin ser feo, no era lindo. Un poco rechoncho, más bien bajo y ligeramente panzón. Tenía un aspecto común. Alguien del montón. Claro que si uno lo conocía más íntimamente podía descubrir que tenía corazón de poeta o de artista. Algo que ni él mismo sabía que estaba esperando en su interior la oportunidad para expresarse.

Nadie le había dado nunca demasiada importancia. Ni su madre le había prestado mucha atención comparada con la que absorbía su hermano más pintón y sinvergüenza.  Raúl fue siempre un pibe bueno, obediente y laburador. Asistió sólo un año al secundario porque tuvo que hacerse cargo de la verdulería cuando murió sorpresivamente su padre. Su hermano no podía ocuparse de eso porque estaba estudiando  distraídamente la carrera de abogacía.

Raúl levantó la verdulería y con ella mantenía bien a su madre y a su hermano. No podía decir que le fuera mal. Vivía en la casa que fuera de su padre a la que remodeló con mucho buen gusto. Construyó en ella lo que gustaba llamar “su penthouse”. Dos habitaciones y baño completo, todo bien aislado de esas dos personas que eran su familia pero que también le eran extrañas.

Tenía un auto y alguna vez hasta tuvo una novia. Una novia que, al igual que su madre, tampoco tenía mucho interés en él, así que Raúl prefirió la soledad y se dedicó a embellecer la verdulería. Su alma escondida de artista se manifestó en la manera de ordenar la verdura y las frutas en los cajones. Comenzó buscando la armonía de colores y la simetría. Pero eso no era suficiente para él, así que pronto se animó a hacer dibujos y finalmente construyó una enorme bandeja donde dibujaba flores, banderas y hasta caras muy expresivas colocando adecuadamente los tomates, zanahorias, zapallos o bananas. Para unas fiestas del barrio dibujó una mujer semi desnuda besando a un angelito. En sus manos las verduras se convertían en pinturas que además exhalaban perfumes de la tierra y de la buena mesa.

Pero su verdadera pasión eran los tangos. A la tardecita, cuando terminaba el trabajo en la verdulería iba a su penthouse y se preparaba para soñar escuchando tangos en soledad. Era todo un rito que se lo tomaba muy en serio. Antes se bañaba y se vestía elegantemente con saco y corbata, como un verdadero tanguero. Luego se perfumaba y se sentaba en un sillón reclinable que había comprado nada más que para esas, sus misas privadas y solitarias. Ponía la habitación en penumbra y daba comienzo a la función. Pugliese, Troilo, Fresedo...Cada tres o cuatro escuchaba uno cantado. En ese caso lo repetía. Conversaba en silencio con el tango. Las letras eran para él verdaderas novelas que lo emocionaban una y otra vez. Así todos los días de su soledad hasta que llegó a arañar los cuarenta años.

Un día se decidió y venciendo su vergüenza fue a una academia para aprender a bailar tango. Pronto aprendió las coreografías más sencillas: el “básico”, el ”ocho” y el “ocho para atrás”, los “giros”, los “ganchos”, “el sanguchito” y hasta algunas “arrastradas”. En la academia aprendía las coreografías, pero a la noche en su penthouse, apretando a su pecho un gran almohadón le agregaba la emoción mágica que solo tienen los tangos o los “blues”. En su habitación y a solas, Raúl era un gran bailarín.

Finalmente llegó el día en el que creyó que ya estaba en condiciones de largarse a la milonga. Fue sólo, como siempre. Se empilchó con lo mejor. Saco oscuro, chaleco, camisa blanca y no negra porque no quiso disfrazarse de milonguero. Todo lo completó con una corbata de seda italiana. No se animó a los zapatos de charol porque no quería llamar la atención pero se puso unos de Navarro negros y bien lustrados. Como se le hizo algo tarde salió “a la disparada” y recién cuando llegó a la milonga se dio cuenta que no se había perfumado. Casi se vuelve pensando que con “olor a verdulería” iba a hacer un papelón. Sin embargo “le dio para adelante” porque ya no le quedaban años para perder y además pensó “Total, que mujer va a aceptar bailar conmigo. Voy a ver como es la cosa y chau”. Es ese estado de ánimo llegó a la Ideal a las diez y media de la noche.

Se sentó, o más bien se “escondió” en una mesa penumbrosa para poder “junar el ambiente” como un espía ansioso de entrar en acción pero temeroso de fracasar. Tomó un café y comenzó a absorber ese mundo que se le iba entrando en el corazón invadiendo su carne y su mente. La música que tanto amaba, los códigos inocentes de los milongueros, los gestos, las cadencias y especialmente las mujeres. “¡Qué diferentes son las mujeres cuando están en la milonga! Todas son sensuales, provocativas, decididas y deseables”, pensó con tristeza sabiendo que sería ignorado por ellas. Las veía moviendo suavemente sus caderas, mostrando el comienzo de sus muslos, poniendo la mano izquierda sobre la nuca de su hombre circunstancial al que apretaban y provocaban con sus pechos.

Sin embargo, casi una hora después de mirar y mirar y de tomar tres cafés, decidió jugarse. Ya había cruzado su mirada con una mujer de más o menos su misma edad que lo sorprendió sosteniéndole la mirada un par de segundos. La volvió a mirar y ella le contestó con una sonrisa apenas perceptible “¿Qué hago? Pensó. No estaba preparado para entrar en acción. “Y bueno, me largo. Seguro que cuando me huela a “verdulero” me deja pagando en medio de la pista”. Se puso de pie y temblandolé las rodillas caminó hacia ella como si estuviera dominando la situación. Ella, no bien lo advirtió miró hacia el infinito haciéndose valer. “Me permite” le dijo al llegar hasta su mesa e inmediatamente se sintió estúpido por no tener una frase de presentación menos vulgar. Ella se levantó como haciéndole un favor  a ese renacuajo y sin mirarlo caminaron al centro de la pista. Lo miró de frente un segundo, puso su mano izquierda sobre el hombro de Raúl y se hubiera largado a bailar si no fuera porque él, con su mano derecha en la espalda de ella la retuvo haciéndole saber que durante los próximos tres minutos tendría que moverse siguiendo sus indicaciones.

Así empezaron con “La Yumba”, nada menos que por una grabación de Pugliese. Primero dibujó tres básicos como para entrar en calor. Los dos primeros fueron movimientos, pero el tercero fue poesía porque se dejó llevar por la emoción de la música y la sensualidad de ese cuerpo de mujer entre sus manos. El movimiento se convirtió en cadencia y en romance. Cadencia que sorprendió a su pareja. Ella comenzó a prestarle atención. Le siguieron los “ochos”, los “giros”, alguna arrastradita. Raúl no bailaba, danzaba con el cuerpo y con el alma. Ella se dejó llevar y se entregó. Ese hombre insignificante bailaba como ella siempre quiso bailar. Entonces llevó su mano izquierda hasta el cuello de Raúl y apretó sus pechos contra el verdulero. Fue  en ese momento que lo olió. Sin separar el cuerpo de él abrió los ojos y mirándolo de frente le dijo sorprendida “¡Olés a verdura!”. Raúl compendió que había llegado su final miserablemente. Se detuvo como un gladiador vencido. Estaba a punto de disculparse, huir y no volver nunca más cuando oye desde su infierno que ella le dice “Me encanta el olor a frutas y a verduras, es mi perfume afrodisíaco” y sonriendo feliz le pregunta “Yo soy vegetariana y vos ¿Sos vegetariano?”. Raúl la miró a los ojos como sólo miran los recién enamorados, comenzó de nuevo a bailar la Yumba y le dijo canchero y pausadamente “Si, soy vegetariano a partir de este tango y para siempre”

1 comentario:

Anónimo dijo...

Hola Roberto!!!!
Muy bueno tu cuento!!

ahora sos vegetariano !!!

Te saluda Josefina