martes, 16 de noviembre de 2010

Trinidad Aparicio-Barcelona, España/Noviembre de 2010

Historia vieja, tinta nueva


 Desde el recuerdo, escribo pequeñas historias que a través de los años siguen atrapadas en mi memoria. Esta pretende ser un pequeño y merecido homenaje hacia dos personas que mucho quise y más  me quisieron: mi padre y mi abuelo.

 

             Me ubico en Chella, un pequeño pueblo de Valencia, allá por la guerra del “36” cuándo  primero los jóvenes y más tarde los  adultos debieron incorporarse a filas y el pueblo quedó carente de brazos fuertes.

Fue esa una época muy difícil, tanto, que hasta los ancianos se vieron en la necesidad de asumir nuevamente el papel de jefes de familia y tratar en lo posible de que en el hogar no faltase el sustento diario. De  hecho, ni las aves del corral ni los restos de cosecha, eran suficientes para subsistir por tiempo indeterminado sin que el hambre apremiara.

El dinero, ni lo había ni valía.

 Pero como la necesidad obliga, hete aquí, que entre los pobladores de la comarca,  se fomentó el mercado de intercambio: Un pichel de harina por dos kilos de patatas, dos picheles de arroz  por un litro de aceite o un huevo por un carretel de hilo y así sucesivamente.   

Mi abuelo, sin muchas alternativas en que pensar, desafiando a sus escasa fuerzas, fue de los pocos ancianos que se animaron a cruzar el monte camino a la ribera del Río Júcar zona  fértil  por su abundancia de agua, era fácil allí, canjear arroz o naranjas por el aceite que cosechábamos en casa. Recuerdo verlo llegar de regreso con las alforjas de su borrica cargadas. ¡Con qué alegría infantil, lo recibía si el cargamento era de naranjas! ¿Le habré preguntado alguna vez cuán cansado estaba?

A lo que voy es: Durante uno de sus tantos caminares por los senderos del monte, un día mi abuelo coincidió con otro anciano. padre también de un hijo en la guerra. Los dos llevaban sus borricas cargadas con vasijas llenas de aceite; los dos iban al mismo lugar pero a la inversa. Mi abuelo iba por naranjas y el otro en su caso ya las había canjeado por aceite.

La cosa fue que caminando, caminando,  fueron contándose sus  cuitas y cosa curiosa, resultó ser que sus hijos   estaban los dos luchando en Extremadura y en el mismo destacamento. El circunstancial compañero de viaje, de mi abuelo,  era por demás comunicativo: “¡Señor que tiempos! ¡Cuánta falta hace mi hijo en casa! Pero Gracias a Dios tenemos noticias de él muy a menudo, y cada dos por tres nos arreglamos para poder mandarle algún paquete con comida. Pero mire usted si hay gente ruin en el mundo. A mi Vicente, -seguía diciendo el buen padre- cuándo en la compañía había el cartero anterior, muy pocas veces le llegaban los paquetes y cuándo le llegaban nunca estaban completos: en unos faltaba el tabaco y en otros las magdalenas o chocolates.
Mi abuelo, hombre de pocas palabras escuchaba, sonreía y asistía con un movimiento de cabeza intuyendo ya, el final de la historia.
“Seguro que con lo apropiado   a pesar de llamarse Ángel, aquel  cartero hacía su buen negocio”. Tras un breve silencio, el padre del tal Vicente reanudó su monólogo:
Pero… como le iba diciendo, eso  era antes. Ahora, dice mi Vicente que  con el nuevo  cartero,  un muchacho llamado Aparicio, si no recuerdo mal,  ahora los paquetes le llegan enteros.” – Al llegar a ese punto la sonrisa de  mi abuelo era de pura felicidad, asistía con su peculiar movimiento de cabeza y su acostumbrada expresión de: ¡Ajá! y seguía escuchando- “En agradecimiento por su don de gente,  una vez mi Vicente, le quiso obsequiar una cajetilla pero no la aceptó por que dijo que no fuma… sí le aceptó una tableta de chocolate. ¡Al parecer es un muchacho decente el tal Aparicio!”  -¡Ajá! Y que lo diga. ¡Si lo sabré yo que soy su padre!- dijo mi abuelo con orgullo y plena convicción. Menuda sorpresa. El padre de Vicente solo atinó a decir: “¡Ché, recollons!” ¡Mira si llego a hablar pestes de él! -Sin cuidado buen hombre. Yo sé, que de mi hijo, nadie puede decir ni ¡ay!
                                                                                                                                                                                                            



4 comentarios:

Laura Beatriz Chiesa dijo...

Trinidad: qué lindo recuerdo. Qué satisfacción para el alma saber que el hijo de uno tiene esa nobleza, esa rectitud. Lo bien que ha aprendido lo que se le enseñó de chico. Lindísimo y orgulloso relato. Felicitaciones amiga,

Anónimo dijo...

Hermoso relato. No obstante el dolor que produce la guerra, algo hizo que el abuelo recogiera la buena cosecha de su siembra. Besos. Nina.

Anónimo dijo...

Trini!!!! que emocionante relato, sabes que me encantan estas historias de época, que aunque son de tiempos tristes, de pobreza y dolor, siempre hay buenos recuerdos, tiernos recuerdos, y sobretodo de padre y abuelo.
Desde pequeña yo también he escuchado a mi padre contarme anécdotas de esos tiempos tan sufridos.
Un fuerte abrazo Trini!!!! y gracias por esta emoción que me envuelve.
Josefina

Anónimo dijo...

Precioso relato de Trinidad recordando con amor y agradecimiento sus raices chellinas.
un saludo de un chellino y amante de recopilar todas estas historias.
Desde Valencia, José Luis Ponce
(autor de "Filología Chellina" y recopilador de "relatos sobre Chella y sus gentes", en www.fayos.org).