martes, 21 de abril de 2015

Marta Susana Díaz-Argentina/Abril de 2015



ALGUIEN ME CHISTA

¡Chist! ¡Chist! Las primeras veces que escuché los chistidos eran muy tenues, como si el que los emitiera tuviese miedo que lo escucharan.
Creí que era la gata que estornudaba.
Con el correr de las noches se volvieron insistentes.
Luego de comprobar que la gata dormía, empezó mi  preocupación.
El departamento, heredado de mis padres, lo habían comprado mis abuelos hacía más de setenta años.
Estaba deteriorado. Mi sueldo de oficinista nunca alcanzaba para pintarlo y remozarlo, así que me dejaba estar, contemplando como se descascaraban las paredes y se resquebrajaba el piso de roble chirriando aunque nadie lo pisara.
Las flores que adornaban las molduras, cada tanto dejaban caer pedazos de yeso, que tenuemente sonaban, en el silencio de mis noches, en medio de los chistidos que cada vez se oían más fuertes y menos espaciados.
Lo que había empezado como una simple curiosidad, se convirtió en una obsesión.
Ya nunca más pude conciliar el sueño y dormir de un tirón.
Para colmo, el viejo ascensor con las puertas de tablillas de chapa, subía y bajaba toda la noche sin compasión, atronando el silencio del edificio.
Los chistidos me dejaron fuera de mis cabales y empecé a responder.
Un chistido: uno mío.  Dos chistidos: dos míos.
De día todo estaba en calma.   Iba a la oficina y me despreocupaba, pero al volver a casa, comenzaba la tortura. Tantas noches mal dormido comenzaron a dejar huellas. Un día me miré y no me reconocí: mal color, enflaquecido, ojeroso.
Decidido a todo, anoche me levanté. El pánico me dominaba pero saqué fuerzas y siguiendo el sonido llegué a la sala. Y la vi.
Ahí estaba. Alta. Muy alta, llegando casi hasta el dintel.  Con el cabello hasta la cintura y un  vestido como el de los tiempos del virreinato,  parada junto al sillón.  Me temblaban las rodillas.
Le abrí la puerta y con un movimiento del brazo la invité a entrar al ascensor. Bajamos juntos. No me atreví  a mirarla.
Al salir, traspasó los vidrios de la puerta.
Corrí tras ella, le grité.
Giró la cabeza y noté que no tenía ojos.
Se perdió velozmente en la bruma,  hundiéndome otra vez en mi soledad.

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