jueves, 20 de octubre de 2016

Nechi Dorado-Argentina/Octubre de 2016

Ilustración: “Gárgola” de la artista visual argentina Beatriz Palmieri


Como una gárgola herida

Despertaba en mí una profunda tristeza cada vez que veía pasar a esa mujer de aspecto tan triste, siempre en soledad, arrastrando sus pies por las calles angostas compartiendo andares con las hormigas mucho más ágiles que ella.
Si pudiera hacer un retrato de esa señora,  diría que lo imagino comparable a una luna de julio agonizando en las veredas rotas de mi infancia. Una mujer sin tiempo, como calcinada en alguna memoria abierta.
Su nombre era Brunilda, doña Brunilda decían de ella los mayores en aquella época donde se anteponía el don o doña cuando se mencionaba a alguien ya entrado en años. Era la barrera absurda (i) respetuosamente impuesta que nadie se atrevía a saltar en aquel entonces, aunque luego hayamos comprendido que de muchas formas se puede ser desconsiderado.
Siendo muy pequeña observaba su paso que infundía un temor inculcado;  llevaba una bolsa casi arrastrándola en la que  según el mito barrial encerraba a los niños que se portaban mal para llevárselos a su cueva y comerlos en la cena.
Ya adulta comencé a recordarla asociándola a una gárgola herida, la comparo con la esquirla de algún  adiós, casi una bienvenida al dolor, a la muerte, a página cerrada de su propia historia.
Doña Brunilda no hizo nada para acceder al título degradante de “roba niños”, solo que el término se utilizaba para disciplinar. Tal vez era ir preparándonos, taxativamente,  para afrontar un mundo donde el miedo paraliza, coarta impulsos, ordena, marca pautas  que han de convertirse en una especie de versos libres atados con cadenas.
Doña Brunilda no encajaba en los estándares sociales prefijados, era como si no cupiera en un planeta donde la belleza arrasa, se traga  la moral, deglute escrúpulos, escupe y defeca la descomposición de un modelo social amasado a fuerza de ejemplos para nada ejemplificantes.
La pobre vieja parecía cargar en su pecho un escapulario de culpas, esas que al amanecer se incrustan hiriendo hasta los tendones.  Surcaban su frente rastros de tragedia heredados de historias arcaicas plagadas de miserias humanas.
Recordarla luego de tantos años de temor, como infundiera, se convierte en una espina de sol empotrándose en mis manos pequeñas, tan pequeñas como para contener  las fantasías retorcidas de fantasmas humanos amasados a fuerza de “portate bien o doña Brunilda te mete en su bolsa”. Artilugio familiar, soporte férreo que habría de apuntalar cuando la educación fallaba. Cuando los padres y madres trataban de ocultar su propia debilidad descargando su fracaso sobre la pobre indigente.
¿Qué hecho cuasi misterioso habría rodeado su humanidad de tanto espanto? ¿A quién se le ocurrió cubrirla de niebla tenebrosa? ¿Por qué ese ensañamiento barrial contra una pobre persona que tal vez andaría como sacando punta a la esperanza con una navaja con el filo mellado?
En este presente mío, en el ocaso de mis días la imagino encabezando una procesión de ángeles renegados, como una pulga tullida, como una abeja sin aguijón perdido en los bordes de un corcho incinerado.  Estoy segura de que esa mujer sabía del estigma social que le impusieran porque cuando pasaba por la acera de mi casa  y yo la saludaba agitando mi manita con mucho disimulo y un poquitín de duda sobre si sería o no tan mala, ella me respondía agitando, también, tímidamente la suya. Y como si fuera un acto reflejo volvía inmediatamente su vista al frente como para que nadie descubriera su osadía de saludar a una niña, justamente ella, la que “se comía” a todas.
Perdí el mito de doña Brunilda al mudarnos de barrio, pero jamás olvidé a esa mujer de paso lento, de mirada perdida, de blasfemia empotrada en su desgarbada figura marginada. Ya no debe ser parte de este mundo absurdo donde la pobreza asusta y suele ser utilizada como ícono brutal de la ignorancia supina.
¡Cuánto daría por poder abrazarla! Por decirle  que sabía que no era cierto que robaba a los niños. Que no le tenía miedo, bueno, un poquito nomás.
Que corría a esconderme en el jardín de la casa de  abuela para verla pasar y que todavía guardo el secreto de su mirada de reojo. De paso, le pediría perdón en nombre de una sociedad que aunque parezca mentira, se superó en muchas cosas para irse degradando en otras. Le contaría que igual que ella los valores fueron muriendo de a poco y los pre-juicios  continúan siendo como la quintaesencia de un dios venido a menos.

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