El cimbronazo
Son las 0:30 de una noche lluviosa en Buenos Aires.
_ ¿Está seguro que quiere entrar ahí, don? Pregunta el remisero asombrado, al pasajero que acaba de descender frente al 320 de esa cortada entre Balcarce y Defensa.
_ No te preocupes ¡si conoceré este local!
Era cierto, Jorge Farías, en otros tiempos, había sonreído desde los afiches que flanqueaban la entrada principal del más famoso salón de espectáculos de Buenos Aires al sur.
Con la punta de los dedos empujó la puerta de ostentosas molduras y falsa apariencia de bronce e ingresó al penumbroso recinto de acceso al gran salón. Aspiró todo el aire que le permitían los pulmones y avanzó decidido.
Su conocido reflector lo cegó como siempre y el estallido de los aplausos resonó en sus oídos, como nunca.
Con los brazos tan extendidos como su sonrisa, agradeció el homenaje y saludando a derecha e izquierda, atravesó el salón; a los veintisiete pasos, tantas veces contados, encontraría el primer escalón, eran cuatro para subir al escenario. Allí lo esperaba Gutiérrez, con el micrófono, el que le mandaron de Alemania, unos diplomáticos que vinieron a aplaudirlo en el año… no importa el año.
Le hizo una señal a la orquesta y con los ojos entrecerrados esperó el momento de su entrada. Empezaría con ‘Sur’, después ‘Malevaje’ y ‘El último café’. ‘Remembranza’ sería el último.
Como a las 2:30 de la madrugada un patrullero estacionó frente al ‘Cimbronazo’.
Alguien había denunciado que se oían gritos dentro de ese antiguo salón de baile, cerrado hace casi treinta años.
2 comentarios:
Muy buena descripción. Me parecía ver y escuchar todo el relato. Excelente redacción!! Decir mucho en pocas palabras
Gracias Stella, muy generosa tu opinión.
Publicar un comentario