martes, 16 de marzo de 2010

Víctor Raik-Buenos Aires, Argentina/Marzo de 2010


                                       JACINTA       SOHEER

Cuando lo conoció a Faraj, dos cosas  llamaron su atención: lo exótico de su nombre y el apodo de “Fakir” que le impusieron sus amigos. Respecto al apodo, supuso que era por su carácter distante y tan extraño, su nombre- lo supo después- era común en los árabes.  Salim Faraj era muy conocido  en el barrio, no por su trabajo, sino, por alguna de sus rarezas. Una de ellas consistía en pasar largas horas, inmóvil. Se sentaba en una silla del club, cerraba los ojos, erguía la espalda, bajaba los brazos a la altura de la cintura y así, se lo veía durante días sin que nadie se animara a sacarlo de ese estado. La otra, la más sorprendente, eran sus desapariciones. De un día al otro Faraj llenaba su maleta de mano y se marchaba. La última vez regresó un año después. Nunca se supo donde había estado.
Jacinta Shoeer, educada en un religioso colegio alemán, obediente y disciplinada, era la elegida por la monja Dorotea, cuando se necesitaba una paciente y prolija bordadora de tapices. Esta  alumna de mofletes rosados, caderas anchas y piernas cortas, se sentaba en su sillón preferido y durante meses trabajaba en su obra. En la escuela le habían enseñado que había muchas preguntas que no se debían hacer, porque “se cree o no se cree”; y ella creía en Faraj.   Faraj era sensible, gentil y muy cariñoso. Sus meditaciones, sus ausencias, eran producto de su soledad -opinaba ella- y se prometía cambiarlo.
En la luna de miel su flamante marido permaneció sentado en la cima de un cerro  dieciséis horas.  Era una figura pétrea que armonizaba con la zona. Jacinta, convencida de la inutilidad de su esfuerzo por sacarlo de su estado cataléptico, optó por dejarlo en la montaña y esperar. Faraj retornó al día siguiente y se comportó amable y cariñoso como de costumbre. Ni ella ni él tocaron el tema. Ya en el hogar volvieron a la rutina y sólo  se encontraban por la noche para cenar y charlar las novedades del día.
Una mañana Faraj bajó con su maleta de viaje; la abrazó tiernamente y se marchó. Seguramente habrá tenido dificultades, se decía Jacinta cuando se cumplían siete meses de ausencia.  Volvió a los diez meses y doce días de su partida y su regreso fue tan sorpresivo como su ida. Sin explicación, sin preguntas, el matrimonio retomó sus obligaciones y Jacinta halló nuevamente a ese hombre cariñoso y  dulce del cual se había enamorado.
Cuando esa mañana volvió a verlo con su maleta de viaje, Jacinta intentó pedirle una explicación  pero,  el “Fakir” le acarició el cabello, besó su frente y salió por la puerta principal. Esta vez, la ausencia duró cinco años.
Jacinta leía; trabajaba; tejía y esperaba…  Su educación le permitía vivir sola y pensar que a su hombre algún hecho imprevisto lo había retenido, pero que no tardaría en volver… Jamás sospechó de un engaño o de una infidelidad, pero ahora estaba convencida de que su apodo respondía a las  dificultades que tienen los fakires para conectarse con el mundo real.
Una tarde de octubre volvió con la misma maleta, la misma ropa y los mismos zapatos.  Como si hubiese regresado del café de la esquina. Apoyó la maleta en el piso y le besó la mejilla.
Jacinta tomó la maleta, lo consultó sobre el menú de la cena y se marchó rauda a la cocina

1 comentario:

Laura Beatriz Chiesa dijo...

Víctor: un relato que bien podía haberse titulado "Paciencia", una paciencia que sólo un gran amor puede tener. Un saludo de,