El abrazo
En silencio, con los ojos acuosos, le preparó la valija.
Pensó que era inútil insistir en un diálogo, después de que él le había dicho con voz desteñida:
-En cuanto me instale, te escribo.
En el momento de despedirse, el hombre apenas le rozó los labios. Ella quedó con los brazos levantados en un ademán que no llegó a ser abrazo. Lo miró cruzar el jardín, no se dio vuelta ni una sola vez.
Por algunas horas la mujer fantaseó con su regreso. Después lloró y lloró hasta quedarse dormida. Cuando despertó era de noche. Deambuló por la casa en penumbras, donde todavía estaba el perfume de él y el olor a tabaco.
Los días fueron pasando todos iguales. Lo único que la mantenía expectante era la promesa de la carta. Cuando llegó la primera la leyó una y otra vez. Luego de un par de cartas más ya no tuvo respuestas. Largo tiempo aguardó el regreso, infinidad de días y de noches.
Mientras esperaba se mecía y se mecía sentada en el sillón de mimbre. Con el vaivén las patas del sillón se fueron enterrando, le crecieron raíces, le crecieron ramas y se llenó de brotes. Las hojas otoñaban y volvían a nacer.
Los primeros tiempos ella podía salir por entre el follaje, después gruesas ramas se entrecruzaron y quedó atrapada sin poder moverse. Las arañas le tejieron una fina tela entre las pestañas y de tanto llorar se le formaron profundos surcos en las mejillas. Su cuerpo se fue poniendo rígido, los brazos convertidos en ramas se alargaron retorcidos y, buscando la luz, salieron por la ventana.
Con el tiempo su piel tomó un color marrón-verdoso, finísimas grietas le cubrieron todo el cuerpo.
En el barrio no llamó la atención la ausencia de la mujer. Casi no se comunicaba con nadie, salvo algún saludo esporádico.
Con curiosidad y atraídos por el abandono de la vivienda, los chicos del barrio treparon la tapia.
Nadie les creyó cuando contaron que allí, un extraño árbol sollozaba cuando el viento lo sacudía.
Un día, aquellos chicos, ya adolescentes, vieron llegar a la casa a su antiguo morador con muchos años encima y no muy bien llevados. Con los ojos humedecidos les preguntó por su mujer. Nadie le supo decir de ella.
Los vecinos lo ayudaron a acondicionar la vivienda. Él, por alguna extraña razón, no pudo cortar ese árbol que había crecido en la galería. En las mañana se sentaba a leer bajo su follaje. A medida que fueron pasando los días, más le complacía estar allí. Las ramas fueron bajando, le resultaba agradable sentir los gajos verdes acariciando su cara, era como si unos brazos lo acunaran.
Poco después, los vecinos, extrañados por su ausencia, encontraron al anciano con los ojos desorbitados, dos ramas apretándole el cuello y el árbol florecido.
1 comentario:
Este cuento Etel, terrible, y buenísimo!!!!
Besote Jóse
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