El zapato y la estrella
Tenía tanto miedo a los demás que apenas levantaba la cabeza para saludar y volvía a esconderla. Sus amigos la conocían como “avestruz”, porque era cierto, cada vez que veía a alguien desconocido, se escondía. En una hoja de lechuga, en un zapato, en la punta de una zanahoria. Y se hacía chiquitita, chiquitita, para que nadie la viera.
Pero si alguien se acercaba a tocarla, desaparecía. Los verduleros del barrio nunca supieron que dentro de algún kilo de tomates - eso sí, tomates redondos- que vendían, allí iba ella escondida. Se apretujaba en la bolsa de las compras de alguna señora y hasta charlaba con los zapallitos y las cebollas, porque ella aunque se hacía invisible, dejaba oír una vocecita pequeña, como de gorrión asustado, de esos que llegan tarde a su lugar de dormir en el árbol elegido.
A veces se animaba y salía a pasear dentro de un globo. El niño que lo llevaba no se daba cuenta porque era muy liviana, liviana como el aire. Y se sentía contenta porque podía volar, de prestado, porque no tenía alas, pero dentro del globo volaba.
Pero lo mejor era cuando se transformaba en un chupetín y lo tiraban en un cumpleaños infantil desde una piñata. Entonces sí era feliz, completamente feliz y no tenía más miedo. Dejaba escapar un gritito de alegría que se mezclaba con el ruido del estallido de la piñata y ella se reía a carcajadas. Le gustaba ser un chupetín y que los chicos lo sostuvieran en sus manos y lo guardaran en el bolsillo para después.
Otras veces era una estrellita de pirotecnia y se diluía en miles de lucecitas . Pero un día quiso ser ella misma. Ya no más esconderse. Ya no más mimetizarse en otra cosa. Y ese día conoció de verdad el mundo. Vio todo tal cual era. Y lloró, lloró de verdad, con lágrimas grandotas que formaron una garúa en la calle. Así conoció la libertad, y la tristeza. No soportó lo que veían sus ojos. No pudo ver los chicos sin un juguete para el día de Reyes, tampoco podía volver a su estado anterior. Lo único que pudo hacer fue meterse en un zapato viejo. Y allí se quedó. No quiso salir más. Se la llevó un mendigo que se fue con ella por el mundo, el pequeño mundo de los mendigos, con un solo zapato. Y ella no supo nunca que para ese mendigo, don Juan, el que siempre pasaba por el barrio, ese zapato fue su primer y único regalo de reyes. Un zapato rojo, un tanto extraño, que llevaba oculta dentro de él un pedacito de felicidad. La felicidad que ella nunca supo que podría proporcionar. Y así terminó su peregrinaje en un zapato pobre y rojo, abandonado, pero nunca supo tampoco que para Juan ese zapato era aquella estrellita en que ella se había transformado tiempo atrás y que seguía brillando intacta.
2 comentarios:
que bueno leer algo tangratificante
Anahí duzevich Bezoz
BEATRIZ: un relato bello, tierno y lleno de luz . Un saludo de,
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