LAGRIMAS
Dejé el lecho donde
las tibiezas nocturnas me tironeaban con dedos escabrosos. El sueño no me
abandona, y yo no quiero despertar.. No
sé que hora es, ni cuanto había dormido.
La habitación carece de ventanas y esta apenas
iluminada por una pequeña lámpara al costado de la cama; nunca me había
detenido a pensar que para ver el día tenía que atravesar un pasillo largo y
oscuro, bajar y subir escaleras. Un espejo en la pared en lugar de ventana. Espejo, pensé, que me
mira insistentemente para devolverme las imágenes que debo representar.
El olor a desgano
se desparrama por la habitación poblada de sombrías mutaciones que emergen del
pobre foco de la lámpara. Presentí que algo horrible me devolvería ese espejo
que tantas veces había presenciado mi cuerpo enredado en esos otros perfectos
de jóvenes mujeres.
Sentí nauseas. Sin querer lo enfrenté. No me devolvió nada.
Asustado ajusté el ritmo respiratorio, me dije que yo debía estar allí. Con un
movimiento de cabeza volví a
enfrentarlo. No me devolvió ninguna imagen. Encendí un cigarrillo. Recorrí mi
cuerpo, el rostro, la barba crecida, los ojos huecos, abiertos a la nada.
El temor de una
amenaza me envolvió, Leticia, pensé. El
dinero que ella me había prestado de buena fe y que no pude devolver. ¿Dónde
había perdido ese dinero? En esas mujeres que cobraban cada gesto de sus cuerpos
móviles entrenados para el placer, en esas húmedas orgías que suplementaron el
amor. Ahora estaba solo, náufrago en esta habitación sin ventanas. ¿Leticia
había estado allí, cuándo? ¿Hacía dos días o hacía más tiempo? El miedo se
redobló, se hizo más persistente, tangible. Una masa sólida que me aprisionaba
en sus fauces. La voz de Leticia resonó en mi mente con el mismo vigor con que
fueron pronunciadas. Devolvéme el dinero que no es mío, es de mis hijas, del
techo de mis hijas, me quedo en la calle y vos lo sabes, estafador, hijo de
puta. ¡Como pude confiar en vos! ¡Canalla!
Busqué en el espejo
el rostro que solo reflejaba turbulencias huracanadas, donde solo centelleaban
quietos los ojos de Leticia. La chaman, recordé con un escalofrío. Recordé también ese
día perdido, cuando había cambiado su aspecto de mujer alegre, andariega, que
con sus manos sanaba a los doloridos, de danzarina transformadora de lo
inservible en útil, de lo feo en bello. Esa mujer había desaparecido para ser
otra, con movimientos de un guerrero acuñando sus armas, sus manos curadoras
transformadas en garras, el pelo negro relumbrando como el acero .Un animal
dispuesto a la lucha, con la palabra brotando de sus entrañas; oscura, gutural, espada
flamígera que dictó la sentencia “entregarás tu alma, no tu vida, tu alma”.
Parado en medio de
la habitación sentí que me encogía, me achicaba, el pijama me holgaba por todas
partes. Debo tomar un analgésico, no me encuentro bien. Abrí el cajón de la
mesita. Encontré fotos desparramadas, tomé una, estaba con mi madre, muy reina
ella, con su sonrisa altanera. ¿Por qué siempre busqué sacarles a las mujeres buenas para darles a
las putas? Recordé a mi esposa y a las otras, a las que dejé desposeídas,
material y sentimentalmente. Otra foto con mi hermano, y la última, de mi primera
comunión, esto me extraño, porque creía haber destruido todas las que tuvieran algún sesgo religioso,
pues me definía como agnóstico.
Miré por largo tiempo a ese niño de mirada
profunda y buena, estudioso, ese niño
músico que aún me divertía cuando me sentaba con él al piano. Seguí mirándolo
hasta que su mirada me devolvió un brillo intenso, brillo que se transformó en
lágrimas que devinieron torrentes que poco a poco inundaron el cuarto, mientras
me achicaba hasta ser algo cada vez más diminuto, arrastrado por ese torrente
líquido hacia las escaleras, hacia los pasillos de la casa, hasta llegar a la
puerta de entrada.
Una garra
detuvo mi caída a la canaleta. Sin desesperación levanté la mirada hacia
unos enormes ojos, luminosos como soles que me observaban atentos.
Apenas pude reconocer en ese paisaje
desconocido, la vereda de mi casa y el gato del vecino que tantas veces
espanté. Intenté zafar de esa garra pero el animal comenzó a jugar hasta
dejarme atontado. Una parte importante e inútil de mí, desapareció en sus
entrañas.
En algún lugar, un niño dejó de llorar.
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