VEINTICUATRO
HORAS
El varón argentino del presente
relato se llama Amancio. Intentaré estructurar un friso (acaso lo será para
algunos lectores) crudo y fidedigno. Quien esto escribe, también varón y
argentino, se apropiará del transcurrir de una jornada de su amigo del alma. El
que lo es desde que cursáramos el colegio secundario en un barrio al que no
pertenecíamos: Mataderos. Tenemos la misma edad y parecida conformación física.
Yo acabo de casarme por segunda vez. Convivo con mi esposa desde hace cinco
años. Él convivió con chicas durante lapsos cortos. Tiene un hijo al que no
conoce. Nieto de armenios bailarines, integraba un ballet folclórico armenio.
Baila el tango y cualquier ritmo de moda. Frecuentábamos boliches, clubes y
centros regionales con la intención de hacernos rápidos levantes. Yo no
alcanzaba siempre ese objetivo. Él nunca "se quedaba en la palmera".
Y no era selectivo. Alternó con una multitud de minas circunstanciales con las
que le era imposible compartir algo más que una cama o paredones propicios para
el atraque, umbrales, puentes ferroviarios intransitados, parques. Tiene cuatro
hermanas mayores; y yo, dos. Ellas le han ido favoreciendo el acceso a sus
amigas. Y con una de mis hermanas se escapó en carpa a Mar de Ajó durante un
tórrido fin de semana. No hay escenario en donde no esté a la pesca.
"Tirarse, tirarse y achicar el pánico a rebotar. Lo que no se da hoy,
puede darse mañana. No intereso a todas, pero eventualmente intereso a todas",
sigo oyéndolo proclamar muy con los pies sobre la tierra. Y así, no hay grupo,
conjunto, clase, congregación, ágape, banda, vernissage, amontonamiento, donde
con las damas no se muestre representando el papel de manso o atrevido o cínico
o revolucionario o habilidoso o tornadizo. Lee revistas, novelas policiales o
de género fantástico, cancioneros. Canta en reuniones, y compone y estudia
vocalización y armonía. De las letras de las que soy autor, difunde las que él
musicalizó, las humorísticas: "El Muy Aludo" (zamba), "Los
Racinguistas de San Lorenzo" (chamamé), "La Lobizona" (milonga
campera), "El Burro de Polipropileno" (valsecito). Es buen
chisporroteador y cuentacuentos. Habita un monono departamento, en Uriburu y
Paraguay, decorado por él. Es propietario, a medias, de un instituto de danzas
y expresión corporal, por Saavedra, en cuyo vestíbulo, en cuadritos de varilla
sepia, brotan refranes y sentencias: "El hombre haga ciento; a la mujer no
la toque el viento", "El que quiera gozar, goce, que del mañana no
hay certeza", "Ama sois mientras que el niño mama; después ni ama, ni
nada".
El miércoles trece a las dos y media
de la madrugada lo tenemos a Amancio montado por Verónica, estudiante en receso
universitario, a la que se fue ganando en un anfiteatro, desde las veintidós del
martes doce. Alarma a las siete el despertador de Amancio dispuesto por
Verónica. Reiterada la experiencia de las dos y media, Verónica se duchó
mientras Amancio yacía derrumbado. Luego ella se vistió, le anotó sus números
de teléfono (y sus medidas) en un pañuelo de papel, y se fue a su empleo
(oficinas de la Pepsi-Cola).
Amancio se sobresaltó a las once, al
sonar el timbre oprimido por la encargada del edificio. Reclamaba su firma para
una notificación de que el viernes quince se realizará una reunión de
copropietarios. Y él se despabila: flexiones al lado de la ventana abierta.
Desayuna mate cocido con Tosti-Beck y queso San Regim fresco. Habla por
teléfono con su socio; con la productora de un programa de televisión, a la que
el viernes, a medianoche, pasará a buscar por el canal; con un primo residente
en la provincia de Chubut, en viaje de negocios por Buenos Aires; con un
instructor del instituto. Arregla la cama mientras tararea "reloj, no
marques las horas", lustra sus zapatos grises y ejecuta otros menesteres.
Se da un remojón y perfuma. Ingiere dos porciones de tarta de zapallitos y agua
mineral. Cepilla sus dientes y cuando oye la chicharra del portero eléctrico
aprieta el botón que habilita la cerradura y se cubre con una toalla que se ajusta
a la cintura. Sonriendo recibe a Edurne que sale del ascensor y le devuelve la sonrisa.
Entra al departamento, él cierra la puerta, se estrechan. La toalla se desliza
hasta el suelo y Edurne (baja, melosa, piel adolescentona) se ruboriza. Amancio
la conduce al comedor, le quita la cartera blanca y una bolsa de plástico que
deposita sobre la mesa. Sube al sofá y se instala con piernas abiertas y en
equilibrio de frente a Edurne. Obtenida la satisfacción, desciende del sofá,
congratulado, la desabotona, libera de cierres, broches y "falsas
ataduras", le muerde la nuca y entusiasmándose con los pechos, desde
atrás, maniobra hacia el dormitorio, donde ella concluye de desvestirse. No
logra Amancio con sus variadas y esmeradísimas caricias que Edurne se abandone
a un verdadero clímax (por ningún procedimiento lo habría ella, con nadie, experimentado).
La induce a arrodillarse, se introduce en su sexo unos minutitos y a
continuación la sodomiza. Comparten un puro cuando Edurne le comenta que había
llegado allí desde el sanatorio donde su nuera acababa de dar a luz. Se bañan,
juntos, de inmersión, en despampanante bañera. Y se recobra, Amancio, de una
lipotimia, cuando Edurne se va.
Se viste, se acicala, atiende el
llamado telefónico de alguien que le solicita en alquiler un salón del
instituto para efectuar allí una muestra coral. Guarda en un ataché carpetas y
talonarios que llevará al instituto. Llega caminando al registro civil en el
que será uno de los testigos de mi casamiento. Se excusa por no poder quedarse
al sencillo lunch posterior a la ceremonia. "Siendo el trece de enero de
mil novecientos ochenta y ocho y en compañía de los testigos Rosalía Ethel
Albornóz y Amancio Toufenedjián, van ustedes a unirse en matrimonio y conformar
de esa manera la legítima familia, base y sustento de la sociedad y del Estado.
Bien. No sé si ustedes ya, ustedes, viven juntos. Lo deduzco, más o menos, por
la documentación...” Una agraciada compañera de trabajo de la mujer con la que
me están casando, toma fotografías. Sigue el juez: “...prescindir de la lectura
de los artículos de la Ley
de Matrimonios, porque entiendo que ustedes ya lo han practicado y conocen. Y
los voy a invitar a que se acerquen al estrado junto con sus testigos para
recibir el consentimiento. Contrayentes, les entrego en ambas manos esta
libreta de matrimonio. Mucha suerte". Besos, abrazos y más fotografías.
Amancio, en un aparte, señalándome que de verdad está muy urgido de tiempo, y
que quién es esa mina (la agraciada), que habría que planear algo para charlar
con ella, y que interceda para obtener él esa chance, y que sigamos Martha, mi
esposa, y yo, siendo un ejemplo a imitar, y que para cuándo el primogénito, se
despide, asciende a un colectivo y otea a las pasajeras, ninguna de las cuales
engancha con las miraditas, por lo que llega a destino, sin novedad. Soluciona
engorros en el instituto y conversa con una flaquita que no tenía computada,
nueva alumna de gimnasia rítmica. Amancio la acompaña a su casa, en Boulogne.
Ella guía con vivacidad el Renault 18 de su padre. Con vivacidad le trasmite
que no posee registro de conductora pero sí elementos (salvoconductos)
probatorios de que su padre es un general de la Nación. Anochece.
Estaciona el auto a algunas veredas de su casa. Calle arbolada. Al descender
del automóvil, Amancio con disimulo acomoda su trajinado instrumental fuera del
slip. Besa con cautela a la flaquita, y posteriormente con vehemencia,
incrustándose en ella la promueve para causas aún más conmovedoras. Ella se
justifica (aunque Amancio no ha verbalizado ninguna proposición), explicitando
motivos por los que no podría ahora prolongar su permanencia con él. Se citan
para el domingo en la confitería Caddie.
Después de un par de trayectos en
colectivos, en uno de los que procura en vano simpatizar con otra joven discurseándole
que "supongamos que soy uruguayo, supongamos por lo tanto que requiero de
una cicerone, supongamos que vos te ofrecés para que investiguemos esta gran
metrópoli", piensa: "Rígida. Yo tan ocurrente, tan suelto, y ésta, impávida,
obtusa. Hoy no pasa nada en los colectivos". Llega Amancio al edificio del
diario La Razón. Tal
vez Eva estuviese disponible. No ha estado con ella desde octubre. La extraña, ella
no lo ha contactado. Tiene ganas de ir al cine con ella, de cenar, y de todo lo
demás. Lo recibe en su escritorio, y contentísima da por terminada su labor. En
taxi se trasladan al restaurante Río Rhin, en Almagro, a la vuelta de la casa
de Eva. Comparten el vistoso pollo "a la carroza real", un panqueque
de banana, y ella toma un café. El cine quedará para otro día. Ya en el
departamento de Eva, estilo jiposo, Amancio canta temas suyos (y míos) mientras
ella lo graba. Con Amancio cantando desde el casette, ambos juguetean a desvestir
al otro. Eva pide break para conectar el
contestador telefónico y colocarse el diafragma. Concedido el responsable break,
se demoran en un sesenta y nueve, hasta que Eva interrumpe, saturada. Amancio
la penetra con lentitud. Ya jueves catorce y una y cuarenta y cinco, a Amancio
le aguarda dormir enroscado con su querida Eva hasta el amanecer. Y entonces
regresar será el imperativo, salir de allí, caminar, cielo y porteros que lavan
las veredas, y dormir otro rato en su propia cama, y la vida sigue, y él sigue,
mi amigo, argentino y varón, compulsivo y equidistante.
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