miércoles, 20 de febrero de 2013

Alberto Feldman-Buenos Aires, Argentina/Febrero de 2013

La tía Rosita


 Promediando los años cuarenta, el barrio de Saavedra lucía como un tranquilo suburbio en el límite  norte de la Capital Federal,  junto a la avenida General Paz, frontera de asfalto  de reciente  construcción.  Un aire pueblerino campeaba alrededor de la estación. Las casas eran bajas y  muchas de sus calles eran de tierra; había que acercarse a la avenida Cabildo  para conseguir los artículos que excedían de las necesidades cotidianas.
    Los barrios de  Núñez  y sobre todo el de Belgrano, le hacían la sombra que le impidió crecer, sombra que al mismo tiempo le permitió conservar su aspecto original  casi hasta nuestros días.  El tren  llevaba a Retiro todas las mañana a los estudiantes y a los trabajadores de cuello duro al Centro y traía a los obreros que llenaban, entre otras, a tres fábricas  importantes; la Phillips, la  R.C.A.Víctor  y la  fragante Nestlé, que impregnaba  el aire de un delicioso olor a chocolate, aroma que en los atardeceres de verano competía con los jazmines de las casas de los inmigrantes alemanes  e  italianos, pioneros en el barrio.
    En esta perfumada geografía, a mediados del siglo pasado vive Rosita con sus padres y sus dos hermanos, todos ceñidos a rígidas costumbres familiares. Ella tiene doce años en 1945, una madre  que la trata de usted y  la domina con la mirada y un padre que  todas las mañanas, a las siete  menos cuarto, antes de ir a tomar el tren, la besa en la frente sólo si está dormida, no fuera a creer que el jefe de la familia es débil de carácter. Así fue enseñado.
    Sus dos hermanos estudian. El mayor ya está en la Facultad y Rosita lava, almidona y plancha día tras día con esmero el guardapolvo del futuro médico, lo mismo que la ropa del segundo, que está terminando el secundario y que desde la primaria sabe que 
                                                                                                                                 
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será abogado, la carrera que su padre no pudo concluir. La madre sostiene que será muy útil para la niña, que se resistió a aprender piano, inglés o dibujo, con una fuerza  que le desconocían,  comenzar  el año próximo  la Escuela Profesional de Mujeres, un  lugar ideal para aprender a cocinar, coser, bordar  y prepararse para ser una eficiente ama de casa.
       Para ir ganando tiempo, la  compele a  practicar en  el hogar familiar un poco de economía doméstica;  y así,  la benjamina  recibe los elogios de todos  por lo bien que pone la mesa, sirve la comida y limpia la casa, conocimientos que le serán muy útiles el día de mañana, cuando, si Dios quiere, encuentre un muchacho bueno, buen mozo y muy trabajador que le proponga casamiento,  propuesta que será aceptada si la familia del joven candidato reúne las condiciones requeridas por los padres de la afortunada.
    Pero esos príncipes no tocan el timbre de la Cenicienta de Saavedra, que espera un  milagro mientras escucha por la radio, junto a su madre, las novelas  románticas de la tarde  en su hora de descanso de las  tareas hogareñas.
     Rosita crece. Ahora tiene catorce, dieciséis, dieciocho, veinte años. Su madre  teje en ronda con sus amigas mientras ella va y viene sirviendo el té y las masitas.--¡Qué bien cocina esta chica!... ¡Y no saben como borda!... ¡Realmente, qué acertado fue mandarla al Profesional, con lo prácticas que son esas escuelas!...
      Gradualmente, buscando el momento apropiado, la cháchara  disminuye de volumen. La madre aparenta hablar al oído de una de sus amigas, pero mira de reojo a su hija, que está cerca, para asegurarse de  ser oída. -- ¡Hay que tener cuidado con los hombres, la nena está muy bien formada!… la  tejedora más cercana colabora con entusiasmo: --¡Es cierto, te piden “la prueba de amor” y después te abandonan!...Una tercera voz agrega,  insidiosa: --¡Y no te digo nada si la cosa  viene con “regalito”!...       Comprueban que la “nena” las ha escuchado porque Rosita se detiene  bruscamente y
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enrojece. Las  masitas recién horneadas tiemblan en  el plato que sostiene con mano vacilante  y terminan en el suelo. Con una angustia sin consuelo se  inclina a recogerlas. Quisiera estar muy lejos de allí, pero no sabe dónde. Las tres tejedoras se miran y sus cabezas se mueven varias veces de arriba abajo, como diciéndole sí, vaya uno a saber a qué cosa.
   Rosita cada vez entiende menos.  A menudo le late fuerte el corazón, el sexo le hace cosquillas y la cabeza no cesa de darle vueltas, todo al mismo tiempo. La escuela  secundaria ya es  pasado, y lamenta no haber aprendido nada de sus compañeras de ojos brillantes y lenguaje desenvuelto, que paseaban por Cabildo o Santa Fe sin el tiempo estrictamente cronometrado para volver a casa; que organizaban “asaltos” para bailar y divertirse y que  florecían en  cada  Primavera, cuando  casi todas tenían un galancito esperándolas a la salida.
   Pero  esa  maravilla de  adolescencia era para las otras chicas; ella siempre fue muy tímida y poco sociable, nunca nadie le dijo lo hermosa ni lo dulce que era, sólo fue considerada, especialmente  por su familia, como una eficiente  auxiliar, una obrera de lujo; y ella misma terminó creyéndolo.
  Es cierto: nunca le faltó nada material; pero  siempre esperó que alguien  le preguntara  porqué  en ocasiones se le humedecen los ojos y se encierra en su habitación. Sólo dicen: --¡La nena es tan rara!... y miran para otro lado.
   Así  se deslizan  los años, mansamente.   La vida se desarrolla  según y conforme, sin altibajos, con la  recta trayectoria de los  hogares  bien constituidos, basados en firmes principios. Sólo  hay que lamentar la muerte algo prematura del jefe de la familia, la tristeza de la madre, las visitas cada vez más espaciadas de los  hermanos,  muy  ocupados con sus propias familias y sus profesiones, las paredes faltas de pintura, que ya comienzan a descascararse  y las  canas prematuras de Rosita, que  sólo tiene
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treinta y seis  años, y que mientras riega las plantas y las flores del jardín, la  única parte  de la casa  que  se embellece  un poco más cada día, se dice  muy quedo,  musitando para sí: --¡Dios mío, todos los días son iguales!...
   Hoy vino de visita su hermano mayor, ginecólogo, con su esposa y  sus dos  pequeños hijos.  Con un impulso que la  supera,  en un momento en que lo ve solo,  toma una decisión heroica: vacía de dos tragos una  gran copa de guindado y con las mejillas arreboladas, lo toma de la mano, lo arrastra al jardín y le pregunta, tartamudeando, si puede facilitarle alguna clase de información sobre temas sexuales.
   El hermano médico palidece, abre grande los ojos y la mira con  sorpresa y angustia, exactamente con la misma expresión que ella vio en su padre  aquella mañana, cuando  giró bruscamente  la cabeza y lo miró anhelante, como suplicándole, sin obtener respuesta, que también quería que le demostrara cariño cuando estaba despierta.
  Su hermano se queda mudo; no puede o no sabe ayudarla. Rosita se muere de vergüenza y humillación, se traga un montón de lágrimas y vuela a jugar con sus sobrinos, que piden por ella llamándola a los gritos.






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