miércoles, 20 de febrero de 2013

Ascensión Reyes Elgueta-Chile/Febrero de 2013


¡BUENOS DÍAS, BONY!

            -¡Buenos días, Bony!-
            ¿Y que tienen de buenos mis días?-, se dijo para sí Bonifacia desde el sillón en que estaba sentada tomando el sol de media mañana.- ¡Mis días son tan malos como el día en que a mi madre se le ocurrió parirme! En su reposo, un escalofrío recorrió el cuerpo de la anciana Bonifacia, mientras observaba el paso de cuanta persona entraba o salía del Hogar de Ancianos “Sabina Echeverría”; nombre de su fundadora para una obra que beneficiaba a muchos  viejos que terminaban sus días en la indigencia.
            Bonifacia era una de ellos. La encontraron en una mediagua, entre un hacinamiento de basuras y cosas en desuso, desde botellas hasta muebles que había dado de baja algún vecino, o simplemente sacaba cosas de un basural cercano. Sufría del mal de Diógenes y por supuesto ella no lo sabía, pero junto a sus tesoros, no sentía la soledad, el hambre, ni el desaseo que se advertía por doquier. A esta situación no eran ajenos, las pulgas, piojos y chinches que ya estaban a punto de devorarla, sumado a un estado de total desnutrición. Una buena vecina, preocupada de no ver a la anciana para entregarle la porción de comida diaria, dio pronto aviso a carabineros para que fueran a investigar.
            Lo que encontraron en la casita fue patético, la mujer, apenas se veía entre aquel basural. Casi no pudieron entrar, los detuvo una legión de pulgas hambrientas. Debieron llamar al servicio sanitario para entrar con trajes especiales, retirar a la vieja, sacándole previamente su ropa contaminada, abrigarla y enviarla directamente al hospital más próximo, porque su vida ya escapaba de ese cuerpo maltrecho. De la vivienda y lo que había en su interior, pronto una cuadrilla de aseo lo convirtió en escombros, previa fumigación para eliminar la enorme cantidad de parásitos que atacaban a cuánta persona osaba acercarse. Más tarde aquellos escombros serían derivados a un vertedero de basuras.
            Bonifacia sobrevivió y finalmente encontró cabida en aquel hogar de caridad. Sólo había un problema con ella, no quería hablar. Por la expresión de su mirada se sabía que aún estaba en condiciones de entender cuanto se le decía. Sin embargo nunca se supieron las razones del silencio de Bonifacia.
            -¡Buenos! – Sí, bastante buenos fueron los míos, pero hace mucho tiempo, cuando fui joven y hermosa. Sin embargo, no fui habilosa para hacer buen uso de aquella vitalidad que afloraba por todo mi cuerpo. Estudie muy poco, me gustaba estar en el colegio pero mis compañeras siempre me molestaban por el hecho de verme llegar de la mano de mi madre. Ella trabajaba como prostituta. Todo el barrio la conocía por su genio de temer. Sus reacciones solían ser violentas cuando la molestaban ya fuera hombre o mujer. Nunca quiso tener un compañero permanente a su lado, porque al parecer, yo fui fruto de un amor y me cuidaba con esmero. Creo que dentro de todo, tuve una infancia feliz a su lado, hasta el día en que uno de sus clientes puso sus ojos en mí.
            Algunas veces yo los recibía, para que la esperaran mientras ella iba de compras. Cuando regresaba, tenía la orden de ir a jugar con aquellas niñas de la vecindad que eran mis amigas, hasta que veía salir al cliente de turno. Yo tenía diez años, y ese día mi madre demoró más de la cuenta, quien la esperaba era un hombre joven. Él me inspiró recelo apenas lo vi. No dejaba de observarme y a ratos trataba de buscarme conversación, yo ni siquiera le contestaba. De pronto me tomo de un brazo fuertemente y con su otra mano me tapó la boca, luego me alzó a la fuerza y me llevó al cuarto que mamá ocupaba como pieza de trabajo. No recuerdo mucho lo qué pasó, sólo sabía que algo me producía mucho dolor, creo que me desmayé. Cuando volví de la inconciencia, vi sangre por todos lados, el tipo estaba a mi lado, boca arriba, muerto, acribillado a puñaladas y mi madre aún sostenía un largo y afilado cuchillo. Por su garganta escurría un hilo rojo y bajo su cabeza se estaba  convirtiendo en un charco de sangre.
            Me paré como pude, yo también sangraba por entre mis piernas. Salí a la calle gritando para que alguien nos ayudara. Luego fui donde estaba tendida mi madre y alcancé a escuchar un murmullo, sin embargo, entendí muy bien lo que dijo- !Tuve que defenderme... ¡Tú, cuídate...hija...!...!Te amo! Cuando llegó la emergencia médica, mamá y el hombre eran difuntos y yo estaba mal herida.
            Estuve en el hospital bastante tiempo y de ahí me derivaron a una casa de niñas huérfanas. Allí aprendí todo lo que no sabía, las mayores se encargaron de ponerme al día en lo relacionado al sexo. De tal manera que cuando a los dieciocho años debí retirarme, de un día para otro me transformé, en lo que había sido el oficio de mi madre, prostituta.
            Tuve muchos amantes y clientes, pero como ella, siempre viví sola, a veces en compañía de un gato, otras de una pareja de pájaros. Pero descubrí que sus cuidados me quitaban tiempo y dinero y su vida era muy breve. La última mascota la sepulté como Dios manda en un cementerio, tratando que los guardias no me descubrieran. Lulú, mi gato regalón tiene una cristiana sepultura y fue despedido hasta con misa recordatoria, al cura le dije que se trataba de una niñita.
            En ese andar incierto por la vida, llegué a los tiempos en que los clientes comenzaron a escasear, ya mis arrugas era imposible disimularlas y maquillarme más de la cuenta resultaba patético. Por otra parte mi cuerpo había sufrido cambios, los pasteles, chocolates y cosas ricas con las que gratificaba mi mente, me hicieron engordar. Las arrugas se transformaron, progresivamente, en neumáticos. Cuando dejé de comer por la necesidad, tenía bastantes reservas en mi cuerpo como para resistir un tiempo de hambruna, con agua me bastaba.
            -¡Buenos días!- me dijo la doctora – para mí no lo son porque siempre saltan a mi mente, sin poderlo impedir, aquellas imágenes dramáticas que fueron parte de mi vida. ¡No!, no quiero hablar con otra persona, más que conmigo misma, para preguntarme todos los días. -¿Dios porqué no me ayudaste a elegir el mejor camino?, encendiéndome lucecitas así como los semáforos; hoy tendría deseos de hablar y alguien sabría de mi vida pasada.

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