sábado, 20 de diciembre de 2014

Alba Bascou-Argentina/Diciembre de 2014

En el nombre de Dios
     Por las calles de Rosario se la veía con una expresión extraña, como la mala versión de Charles Holmes, buscando intrigas y desatando nudos no virginales sino de inmiscuirse en terrenos que no le pertenecían. A pesar que la naturaleza no había sido totalmente desdeñosa con ella, la suma de los anteojos por los 30 años le completó el tinte que le faltaba. Le dio la apariencia de un brioso funcionario de la FBI. Eso, sí, sin las armas comunes en la mano. Con el arma de la palabra intrigante, con sabor a envidia. Su estructura facista de la que nunca pudo salir le daba ese porte machista a pesar de la vagina contraída no por  por el frío sino por el miedo a pecar. Sus paso de rígidos vigilantes sonaban al Tercer Reich por los distintos pasillos de la escuela, o de los lugares de oración. Su pensamiento permanente era el control, frío, despectivo, del aquí estoy yo. La comunidad que venía en baja desde hacía años no sólo en cantidad sino en pensamientos, presenciaba y compartía su vida con ella, algunas integrantes con resignación –las menos-, otras como esclavas de la hipocresía. Filgrana, como se llamaba, hacía honor a su nombre. Era retorcida y vueltera en todas las situaciones, autoritaria. Se lo había puesto su padre en desacuerdo con su madre, después de largas discusiones. Sucedía que él, metido en su esquizofrenia permanente tenía, no obstante, a veces, muy pocas, rasgos de lucidez.
     Filgrana, después de recorrer recovecos y recibirse de psicóloga como lora traída de la selva misionera, había llegado a un lugar de jerarquía entre comillas. Tal escenario la había enardecido creyéndose que su palabra abría y cerraba decisiones.
     Como la solidaridad era una virtud que no practicaba, instaló por decisión de su superior, en una de las casas donde habían transcurridos sus años de estudios finales, en la cual no le alcanzaban los ojos para llevar y traer chismes y decir y desdecirse. A medida que pasó el tiempo, limpio como con liquid paper la dedicación de algunas hermanas de la orden y su atención se transformó en cancerbera. Ellas cerraban los ojos y veían detrás de esa cara toronjil, unos ojos acechantes y una sonrisa que quería ser pero que siempre se desdibujaba, al mismo tiempo que maniobraba el rosario como un aspirador. O ante una respuesta no esperada , no alcanzaba a despedirse.El portonazo quedaba estampado en la cara de quien opinaba lo contrario.
     Filgrana era una viajera incansable. Cuando no estaba en Montevideo para asesorar con el viejo Testamento ya que del Nuevo poco conocía y de la Teología de la Liberación sólo el rumor y la cara de susto de las hermanas consuetudinarias del derecho perdido. O partía a Roma, donde se sentía la Magdalena elegida, y allí, hasta movía la pollera acortada con un poco de gracia, teñía su pelo y alargaba sus pestañas. Y se perdía por el Trastevere para enterarse de los comentarios de la gente y tropezarse con algún tano calentón que en señal de afecto filial la sobaba un poco y le besaba el cristo. A ella, ese contacto le entregaba la paz del alma, porque sentía que había sido tan dado con el hermano Francisco. Le faltaban los pajaritos dando vueltas y le sobraban las palomas.
     Empezó a usar desodorante con olor a lavanda, un buen perfume con evaporaciones selváticas, y descubrió otro mundo, aquél donde ella era capaz de despertar sensaciones.
     Fue el fin de Filgrana. Las ideas se le empezaron a conjugar para arriba y para abajo. Si antes era un sargento vestido con hábitos, ahora era como un feto con poco líquido amniótico. Sin crecimiento para ningún lado. Las neuronas jugaban al sapito saltimbanqui, mezclándose y confundiéndose…Vuelta a Buenos Aires, le preguntaba a todo hombre buen mozo que pasaba “¿sos Jesús?” y el otro sorprendido le contestaba, soy Roberto o soy Joaquín. Hasta que uno de ellos, llegó al cansancio y la sacudió de golpe y le dijo terminála. Y le estampó un beso. Salió corriendo tapándose la cara con las manos, gritando encontré a Jesús, es mi compañero, mi padre, mi amigo, mi hombre. Era la misma exclamación de Aleluya, la evangelista de la esquina.
     Las hermanas del hábito diario no podían creerlo. De ahí en más, ellas asombradas se levantaban  y observaban cómo se ponía en posición de loto, mirando las excavaciones que las laboriosas hormigas hacían en el jardín.
     Al mediodía mientras vapuleaba el rosario, se engullía un huevo crudo y volvía a meditar hasta que terminaba caminando como Forrest Gump por toda la zona de NUÑEZ, Cabildo y Coghlan en que semáforos ni vigilantes podían detener su paso marcial. Era lo único que la conservaba.    Las autoridades Vía Roma, Papa reelecto, consideraron conveniente que la hicieran entrar a un hospital de día para un rápido diagnóstico. Erguida y despótica fue atendida por varios profesionales, quienes abordaron su compleja personalidad. El diagnóstico no se dejó esperar.
     La internación no pudo ser evitada. Recluida en su nuevo hábitat, grita, ordena, da puñetazos contra las puertas y muy pocas veces saluda a los otros pacientes a los que todos llaman Jesús, o Jesusa, según el sexo, y los distingue por la vestimenta. De allí, que los tres compañeros travestis se quejan, salvo al que le dice Judas porque le grita hereje.
     Y los nombres muchas veces marcan a la gente…
     Y algunas enfermedades nacen del desborde por el poder y creerse el ombligo del Mundo, mientras van invocando el nombre de Dios.

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