jueves, 22 de enero de 2015

Georges Reyes (ensayo)-México/Enero de 2015





DE LA INTENCION COMUNICATIVA AUTORAL I:
TEORIA LITERARIA CONTEMPORANEA

       En su ensayo “Nicanor Parra: el poeta de la demolición”, Javier Aranda Luna asume que Parra ha deconstruido la lírica tradicional:

         … [Parra] repudia la poesía de gafas obscuras de capa y espada, de sombrero alón. Descree de los signos cabalísticos, de las ninfas y tritones para su quehacer poético. No sólo (sic) eso: sostiene que los poetas de la retórica vacua deben ser procesados por construir castillos en el aire, malgastar el espacio y el tiempo redactando sonetos a la luna o por agrupar palabras al azar a la última moda de París.1

        Así como en su ensayo Aranda Luna pareciera  adherirse triunfalistamente a una moda literaria,2 otros autores lo hacen con respecto a teorías literarias que, entre otras cosas, propugnan la autonomía de los textos con relación a sus autores, un signo ideológico inequívoco de la teoría literaria posmoderna. En este ensayo abordaré un tema complejo, debatido y amplio: aquella teoría literaria contemporánea de moda hoy en el contexto de la crítica de textos, incluyendo los bíblicos, que  deconstruye la intención comunicativa de los autores y, por ende, defiende la autonomía de los textos con respecto a sus creadores y amina a una crítica de la misma naturaleza.
       Un concepto que continúa generando debate acalorado es el de la intención autoral, es decir, aquella intención comunicativa de los autores vía texto. Desde aproximadamente los años treinta y cuarenta del siglo veinte anterior, la mayoría de teóricos literarios (René Wellek, Austin Warren, W. K. Wimsatt, Monroe C. Beardsley  y otros), y amantes de la literatura en general, sostienen que los textos poseen significado o sentido como sistemas autónomos de signos y significados, lo que quiere decir  independientemente de sus autores quienes los producen. Y denominan “falacia de la intención” a la expresión comunicativa del poeta y a la exploración de la misma, por cuanto se la entiende erróneamente como plan subyacente en la mente del autor; sobre esta base,  se afirma que tal plan mental interno de los autores es imposible de recuperar en los textos y, si lo fuese, sería irrelevante al significado de los mismos. De ahí que no solo cualquier evidencia externa (el contexto de vida del autor, por ejemplo) en la crítica literaria de los textos se le niegue relevancia, sino que también se declare la autonomía de los textos y se opaque a la vez la objetividad de los mismos.
          En 1968, Roland Barthes canonizaría tal autonomía en su célebre ensayo “The Death of the Author” (“La muerte del autor”). En este ensayo, Barthes se queja de que:

          Aún (sic) impera el autor en los manuales de historia literaria, las bibliografías de escritores, las entrevistas en revistas, y hasta en la conciencia misma de los literatos, que tienen buen cuidado de reunir su persona con su obra gracias a su diario íntimo; la imagen de la literatura que es posible encontrar en la cultura común tiene su centro, tiránicamente, en el autor, su persona, su historia, sus gustos, sus pasiones; la crítica aún (sic) consiste, la mayoría de las veces, en decir que la obra de Baudelaire es el fracaso de Baudelaire como hombre; la de Van Gogh, su locura; la de Tchaikovsky, su vicio: la explicación de la obra se busca siempre en el que la ha producido, como si, a través de la alegoría más o menos transparente de la ficción, fuera, en definitiva, siempre, la voz de una sola y misma persona, el autor, la que estaría entregando sus “confidencias”.
          Más adelante, declara:

         …un texto está formado por escrituras múltiples, procedentes de varias culturas y que, unas con otras, establecen un diálogo, una parodia, un cuestionamiento; pero existe un lugar en el que se recoge toda esa multiplicidad, y ese lugar no es el autor, como hasta hoy se ha dicho, sino el lector: el lector es el espacio mismo en que se inscriben, sin que se pierda ni una, todas las citas que constituyen una escritura.
         Se podría señalar algunas consecuencias de la teoría literaria anterior. Una es que  la crítica literaria tradicional es ahora acusada, entre otras cosas, de confundir el significado de los textos con sus orígenes históricos y, por lo tanto, de ser ingenua y de no estar al día. Otra es que se tiende a nublar el rol del autor (el poeta) como genio creativo y a rechazar la noción de poema como expresión personal de ese autor; por el contrario, se tiende ahora a sobrevalorar el papel del lector en su lectura o crítica de los textos, pues la intención del autor es irrecuperable e indeseable como criterio o clave hermenéutica para el éxito de una obra de arte literario, y no existe significado o sentido alguno codificado en ella. Así como se piensa hoy que el poeta ha de renunciar a la razón y entregarse a la intuición y a su caudaloso mundo del inconsciente (Margarita Carrera, siguiendo a Freud), la crítica hoy ha de hacerlo con respecto al autor y a su intención comunicativa y quedarse solo con lo que el texto (léase el lector) pueda significar.                    

      En una dirección positiva, la anterior teoría literaria ha contribuido a una nueva comprensión de la naturaleza de los textos literarios. Pero tal cosa nos motiva a  reflexionar todavía más sobre este tema antes de seguir seducidos ya sea por aquella teoría que ahora es considerada positivista (Barthes) y moderna, o por aquella posmoderna actual a la que nos hemos referido. Es lo que trataremos en el próximo ensayo.  

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