A mi no me va a pasar
Laura y Adriana solían pasar horas juntas, tan
distinta una de la otra que quien las conocía no podía imaginar que extraña
magia las envolvía como para seguir juntas tantos años.
La diferencia cultural y social entre ambas
provocaba la mejor manera de comprender la dialéctica. Era la misma que se
presenta entre un amanecer soleado y una mañana desgreñada. Laura era hija de
una familia acomodada por varias generaciones.
Adriana, en cambio, todo lo tuvo a fuerza de
voluntad y carencias, ello le permitía brillar como un diamante pulido por el
amor.
Una tarde en la que el sol se declaró en huelga, planificaron un
viaje. Laura soñaba con París, Atenas, Roma o algún otro destino
primermundista.
Adriana prefería los caminos culebreros de
esta América tan hermosa como ultrajada durante siglos.
-Ni
mamada, dijo Laura, a mí la miseria me da asco. Tanta mugre, hermana,
para que verla habiendo lugares tan lindos por el mundo.
Adriana salió de Buenos Aires rumbo a Bolivia,
pasó por Chile, Bolivia, Perú, Ecuador y siguió subiendo por la columna
vertebral del continente.
No volvieron a encontrarse, se secó el cauce de
ese río imaginario por el que navegaran desde niñas.
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