sábado, 22 de septiembre de 2018

Fernando Sorrentino-Argentina/Septiembre de 2018


1975: un recuerdo personal


Lo cierto es que no puedo expresarme con imparcialidad ni con frialdad: ocurre que admiro a Marco Denevi desde siempre y sin límites.
Y, como me gusta narrar, voy a empezar con un recuerdo personal.
Antes de cumplir los treinta años, tuve la fortuna de que mi segundo libro de cuentos, Imperios y servidumbres (1972), fuera publicado en Barcelona por la Editorial Seix Barral. En realidad, en aquella época yo no sabía qué se debía hacer después de publicar un libro. Cierta conjunción de retraimiento y de desdén me condujo a no hacer nada, a —simplemente— esperar los acontecimientos, sin tener la menor idea, por otra parte, sobre qué acontecimientos podrían ser aquéllos.
No sé cómo, en 1975, me atreví a enviar por correo un ejemplar del libro, con una timidísima dedicatoria, a mi idolatrado Marco Denevi. No muchos días más tarde recibí una carta hermosa —ésta es la palabra adecuada— en la que el maestro me transmitía su opinión —no siempre complaciente— sobre mis cuentos.
Como una carta suele traer otra, y ésta una tercera, y así sucesivamente, llegó el día en que Denevi —con el que jamás hablé por teléfono: sólo nos comunicábamos por carta— me invitaba a tomar el té en la desaparecida confitería Saint James, que quedaba en la esquina de Córdoba y Maipú.
Ese hombre mágico me trataba con toda llaneza y sencillez, y me formulaba preguntas y se interesaba en la poquita cosa que yo podría escribir.
Y allí estaba yo, mesa por medio, con ese hombre de aspecto muy atildado, de traje tradicional, de camisa y corbata. Ese hombre canoso, de estatura más bien escasa, de ojos algo hundidos y de preclara inteligencia, se hallaba sentado frente a mí. Él tenía cincuenta y cinco años; yo, veintidós menos.
No pude no pensar: “Parece un sueño. Estoy conversando, muy suelto de cuerpo, con el maravilloso autor de Rosaura a las diez, con la persona que inventó a Camilo Canegato, a David Réguel, a la señorita Eufrasia Morales… Éste es el creador que tejió esa trama compleja y perfecta de la novela que yo leí y releí tantas veces…, el mismo hombre que fraguó las inolvidables Falsificaciones, el que plasmó los desopilantes Asesinos de los días de fiesta… Yo estoy aquí, frente a él”.
Y ese hombre mágico me trataba con toda llaneza y sencillez, y me formulaba preguntas y se interesaba en la poquita cosa que yo podría escribir. Y contaba anécdotas y hacía bromas y se reía con ganas.
Corriendo los años, seguí —de modo más espaciado— intercambiando cartas con Denevi. Lo percibí como un hombre de integridad total, un hombre de insobornable rectitud, un hombre que siempre decía lo que quería decir.
Con el tiempo, y sin que hubiera ninguna razón precisa, dejamos de estar en relación epistolar, pero mi devoción por don Marco no sufrió desmedro alguno.
Por terceras personas, no ignoraba que Denevi era una persona difícil, de carácter áspero. En la última parte de su vida, rompiendo el contacto con el mundo exterior, se recluyó en su casa. Sé que amigos que lo querían mucho y bien recibieron, de su parte, respuestas duras e injustas.
Estas cosas ocurrían hacia el final de su existencia. Pero… ¿cómo y cuándo surgió Marco Denevi?

Un autor desconocido
Hacia fines de 1954 o principios de 1955, las autoridades de la antigua, venerable y, ¡ay!, ahora extinta Editorial Guillermo Kraft, de Buenos Aires, convocaron, a sus oficinas de la calle Reconquista 319, a cinco ilustres escritores argentinos: Fryda Schultz de Mantovani, Rafael Alberto Arrieta, Roberto Fernando Giusti, Álvaro Melián Lafinur y Manuel Mujica Láinez.
Aquella dama y estos cuatro caballeros tendrían como misión integrar el jurado literario que otorgaría, a quien mejor lo mereciese, el Premio Kraft 1955 para la Novela Argentina.
Concluida la labor de examinar los méritos de ciento once obras, el jurado resolvió, por unanimidad y sin hesitación ninguna, otorgar el primer premio del concurso a la novela titulada Rosaura a las diez. Ésta mostraba tal madurez expresiva, tal perfección de construcción, tal riqueza y variedad de lenguajes, tal exactitud y sabiduría en su trama, que los miembros la imaginaron obra de algún colega ya consagrado.
Sin embargo, abierto el sobre que revelaría la identidad del experto narrador, resultó que el nombre del autor de Rosaura a las diez era absolutamente ignoto, nadie lo había oído mencionar jamás y no había aparecido nunca ni siquiera al pie de un cuentecito publicado en una revista literaria de aficionados.
Se trataba de un tal Marco Denevi. Cuando se hizo presente, las personas de Kraft no se encontraron con un arúspice barbado y extravagante, de pipa, melena y anteojos, disfrazado de “intelectual”, sino con un hombre correcto, tímido y taciturno, de treinta y cinco años de edad, que vestía como gris oficinista y que se desempeñaba como funcionario en la asesoría letrada de una entidad bancaria.
Poco más tarde de recibir el Premio Kraft, Denevi explicaría:
Rosaura a las diez es mi primer libro; su primer párrafo, mi primer párrafo; la palabra con que comienza, mi estreno como (¿cómo decirlo?), como “ejercitador de las letras” (la expresión es del apócrifo Mairena). La obra nació, conforme lo quería Martí, de un acto de amor. Escribirla fue un quehacer premioso, gozoso, doloroso, sin pausas. Y puro, porque entonces hallaba en sí mismo toda su razón de ser, sin preocuparse por su ulterior destino. Apenas terminado, su goce y su dolor se hicieron irrecuperables y de ambos no sobrevivió sino una transvaloración de orden espiritual. Que tal es, cabalmente, lo que le ocurre a todo auténtico acto de amor.

El perfecto mecanismo de relojería
Según se sabe, Rosaura a las diez es una novela estructurada en cinco partes. En cada una de ellas, distintos narradores aportan diversas informaciones sobre los extrañísimos sucesos que tienen como protagonista al inolvidable Camilo Canegato, uno de los personajes —creo yo— física y psicológicamente mejor logrados de la literatura mundial.
La primera parte (declaración de la señora Milagros) y la segunda (declaración de David Réguel) están en boca de sendos narradores que, como testigos, relatan, con sus muy disímiles puntos de vista, los sucesos ocurridos en la hospedería La Madrileña, especialmente en los últimos seis meses (desde “aquella mañana en que el cartero trajo un sobre rosa con un detestable perfume a violetas” dirigido a Camilo Canegato).
La parte III se titula “Conversación con el asesino”; adopta la forma de un diálogo teatral puro, sin una sola acotación, entre Camilo Canegato y el inspector Julián Baigorri.
En la parte IV, la risible señorita solterona Eufrasia Morales acude espontáneamente a la policía para ofrecer su propia versión de los hechos, y éstos aparecen bajo la forma del discurso indirecto libre.
Cierra el libro la transcripción literal de una carta inconclusa, carta que se trunca en el punto exacto en que sus últimas palabras cierran mágicamente la novela, como un perfecto mecanismo de relojería.
Rosaura me ha acompañado durante extensos lapsos de mi vida. Mi primera lectura data del año 1958, cuando yo cursaba el tercer año del colegio secundario.
El lector, después de haber examinado los cinco “documentos” que el autor aportó absteniéndose del mínimo comentario, ahora y sólo ahora (en las últimas líneas), se halla en posesión de toda la información necesaria para saber qué había ocurrido realmente.
Pues bien, como he dedicado una parte considerable de mi existencia a leer literatura y como yo mismo he publicado muchos relatos y ensayos, puedo afirmar que no me considero un lector ingenuo: hecha esta declaración, confieso mi entusiasmo ilimitado por los méritos de Rosaura a las diez.
Ciertas obras, que me interesaron en la primera lectura, no resistieron la segunda; en cambio, ¿cuántas veces he podido releer, con inmenso placer, las peripecias de Rosaura? Muchísimas, y siempre encuentro nuevos matices, nuevas sutilezas, detalles antes inadvertidos.
Lo cierto es que Rosaura me ha acompañado durante extensos lapsos de mi vida. Mi primera lectura data del año 1958, cuando yo cursaba el tercer año del colegio secundario; muchas posteriores correspondieron a mis décadas de profesor de literatura, al continuar compartiendo la lectura con mis alumnos de la segunda enseñanza; y otras adicionales pueden surgir en cualquier momento, cuando un deseo incontenible me conduzca a recorrer la antigua edición de Kraft, que atesoro con la dedicatoria y la firma del gran Marco.
Es verdad que la estructura narrativa de Rosaura es ingeniosa y brillante. Pero, en realidad, este pormenor —puramente técnico— reviste una importancia menor. El hechizo de la novela estriba en que todo lo que se narra en ella resulta, todo el tiempo y a lo largo de todo el libro, sencillamente fascinante.
Como en la vida misma, se alternan los niveles de lengua y cada personaje habla exactamente como debe hablar; un rasgo patético nos angustia y los enigmas nos intrigan; de pronto el mejor humorismo nos hace reír sin escrúpulos; las sorpresas y las continuas vueltas de tuerca nos recuerdan, una y otra vez, que la realidad puede tener (y, de hecho, tiene) infinitos rostros, y que ninguna cosa es, en rigor, siempre lo que parece ser.

Los hermanos de Rosaura
Pero la obra de Denevi no termina en Rosaura a las diez.
Vemos en sus narraciones predilección por los personajes anacrónicos, los ámbitos cerrados, los ambientes atemorizadores, el misterio que suele latir tras las apariencias cotidianas.
Y hay un tema que aparece con una forma y luego regresa, con otro aspecto algo distinto, una y otra vez. Y es el tema de la sustitución de la personalidad. El motivo es central en Rosaura a las diez.
Unos años más tarde, Denevi vuelve a ganar un concurso literario importantísimo: el de la revista Life, abierto a todos los escritores hispanoamericanos. Su novela —relativamente breve— se titula Ceremonia secreta y se publica en 1961. Es una narración con misterios, con alguna reminiscencia gótica de “The Fall of the House of Usher”, de Poe, y con derivaciones policiales; todo esto, en el habitual clima de verosimilitud psicológica y con el exacto final al modo de un teorema. Tampoco aquí las cosas son lo que parecen ser, y hasta se confunden los planos de la vida y de la muerte: una mujer, para todos fallecida, permanece, sin embargo, viva en la mente de su hija.
En 1966 aparece otra novela breve, Un pequeño café. Su insignificante héroe es una suerte de alter ego del Camilo Canegato de Rosaura. Se llama, un poco ridículamente, Adalberto Pascumo, y es tan tímido como aquél y, también como Camilo, su timidez lo impulsa a mentir y a crearse su propio mundo ficticio. Una vez más, Adalberto no es, para las demás personas, quien verdaderamente es.
En Los asesinos de los días de fiesta (1972) asistimos a una impostura múltiple: seis extravagantes hermanos, de extraños nombres, se hacen pasar por los únicos parientes de un difunto rico. La mayor parte de la novela transcurre en un clima de maravilloso humorismo que, casi imperceptiblemente, va ingresando en zonas de misterios y desemboca, finalmente, en imprevista tragedia.
Denevi es también un maestro del cuento corto y de las recreaciones literarias. Su libro Falsificaciones (1966) constituye una fiesta de la imaginación, el ingenio y el buen gusto: en estos textos breves arroja una insospechada e insólita luz sobre hechos históricos o literarios que parecían definitivamente fijados. Y afirmo con todas las letras que, si hubiera que calificar con un solo adjetivo el cuento titulado “Una carta”, yo, sin vacilar, elegiría ¡Perfecto!
Hace poco releí el volumen Hierba del cielo (1973). Desde luego, ya no soy la persona que fui durante la primera lectura, realizada hace tantos años. Todo el libro es excelente, pero hubo tres cuentos que me dejaron casi temblando de emoción estética, tres cuentos prácticamente perfectos: “Charlie”, “Michel” y “Hierba del cielo”. No pude no decir: “¡Ojalá los hubiera escrito yo..!”.
No es el objeto de esta nota revisar toda la obra de Denevi. Su bibliografía es abundante y variada.

Datos y magnitud
Su verdadero nombre era Marcos Héctor Denevi; fue el menor de siete hermanos. Nació el 13 de mayo de 1920 en Sáenz Peña, localidad de la provincia de Buenos Aires pegada a la ciudad del mismo nombre. Sus padres fueron Valerio Denevi, italiano, y María Eugenia Buschiazzo, argentina, hija de italianos.
Tengo la absoluta certeza de que, junto con Borges y Cortázar, Denevi integra el triunvirato de los mejores narradores argentinos del siglo XX.
Redactó en una sintaxis excelente, tuvo vasta y profunda cultura, sabía latín, no ejerció la demagogia, no se fingió un vate angustiado, careció de codicia y de ansias de notoriedad.
Desde aquel lejano 1975 pasaron muchos años y no volví a encontrarme personalmente con Denevi. Pero continué, claro que sí, frecuentando sus obras, por completo desobediente a la orden de ignorarlo, ucase impartido por las despiadadas, inservibles, histriónicas, mamarracheras, histéricas, quisquillosas, plúmbeas y lucrativas sectas que, autoproclamadas “progresistas” y escribiendo a menudo en una sintaxis de escuela primaria, monopolizan la literatura y rigen los medios “culturales” (o culturosos) de la Argentina.
Sin embargo, yo tengo la absoluta certeza de que, junto con Borges y Cortázar, Denevi integra el triunvirato de los mejores narradores argentinos del siglo XX.
Falleció el 12 de diciembre de 1998 en Buenos Aires.
El libro misceláneo Salón de lectura (1974) incluye un poema —a modo de profecía sobre sí mismo—, “Última voluntad”, donde confluyen la ironía, el humor y la tristeza. Sus cuatro versos finales son dignos de toda recordación:
Lego mis huesos a los castos lirios
y mi memoria a los desmemoriados.
En cuanto a mi salvación, es suficiente
la sacra ceremonia del silencio.

Mi gratitud final
Ocurre que yo no puedo hablar con la presunta “profesionalidad” del crítico que “trabaja” de crítico, esa persona que, acaso odiando la literatura, tiene la desdichada obligación de escribir algún ensayo sobre algún tema cualquiera para cumplir con cierto requisito universitario o periodístico, o, acaso, para congraciarse con tal o cual sector político o económico.
No: éste no es mi caso. Yo soy un lector que se deja llevar exclusivamente por el placer de la lectura. En tal sentido, me encanta que me cuenten historias interesantes (en el mejor sentido de la palabra), historias donde haya misterios o enigmas, y que yo pueda creer en esos misterios y desee descifrarlos.
Y, cuando esos misterios están relatados según los más estrictos recursos de la verosimilitud, con la máxima riqueza de detalles, con los personajes que manejan el lenguaje adecuado a su situación social; cuando reclaman nuestro interés tantas ideas inteligentes; cuando, aquí y allá, se asoman las magníficas gracias de su autor; cuando la prosa, salpicada de travesuras de toda índole, corre, fluida y límpida, por esas historias atrapantes…, bueno, ¿qué otra cosa mejor puede pretender un lector como yo, un lector que ama la literatura?
Sólo puedo sentir admiración y gratitud. Y esos son mis sentimientos hacia Marco Denevi.1

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