EL DÍA QUE EL AMOR SE VOLVIÓ MOOBING
Se llamaba María Lía, pero en su trabajo y en su familia era conocida como Marilín. Trabajaba en una agencia de turismo muy reconocida por la gente, llamada Piamonte.
Mis padres, de niña, me llevaban a conocer cada oficina de esta empresa y recuerdo que la amé desde el primer día. Cada folleto y cada revista eran para mí una novedad. Sus fotos a todo color me producían una enorme sensación de felicidad. La curiosidad crecía cada día, ya que en cada visita me encontraba con algo nuevo... ¡Ni que hablar de los carteles enormes que promocionaban lugares! Y de las bolsas a todo color.
Entre inocencia y fantasía, el tiempo fue pasando y mi juventud comenzó a reflejar las más urgentes necesidades y junto con ellas, la incansable búsqueda de trabajo.
Infinitas experiencias acumuladas en las cuadras de mi barrio, el kiosko de diarios de Kelo y Pablo, la inmobiliaria de Enrique, entre otras, hacían a mi diario de decepciones.
Sin embargo, mi hobie por escribir poemas pronto se transformó en libritos caseros con los cuales hacía una pequeña gran diferencia.
Sin embargo, aquellos ingresos, no alcanzaban para cubrir todos mis gastos y las circunstancias, me llevaron a sumar un nuevo trabajo, y pronto llegó, una sorprendente propuesta... ser parte de Piamonte.
Todo será distinto, me dije ¿Por qué no? Al llegar a la oficina, Marilín (mi tía) y jefa de la empresa, me presentó a Paola, una mujer joven de unos 50 años con el cabello castaño oscuro. Ella tenía asignado un importante lugar y mostraba tener un amplio manejo de la informática. Ambas se llevaban perfecto y compartían rondas de mates, en las cuales yo no estaba incluida. Mientras las charlas entre ellas transcurrían, mi deber era acomodar los catálogos y bauchers adentro de distintas bolsas de plástico para su posterior reparto a las distintas agencias turísticas de la ciudad. Siempre me manejaba con un listado de domicilios que me daban desactualizado, razón por la cual, la mayoría de las veces me perdía. Como las bolsas eran pesadas, el encargado del estacionamiento de la cuadra (a quien yo cariñosamente apodaba Pablito) me prestaba su ayuda y también me convidaba galletitas. Como ya se imaginarán, la jornada laboral no tenía comida incluida.
Me acuerdo como si fuera hoy de la vez que hizo treinta grados (era verano). Caminé dos horas para llegar a Güemes a hacer una nueva entrega. El sudor recorría mi cuerpo, pero a decir verdad, lo que más me molestaba era el cansancio.
Volviendo de regreso al centro, me crucé con un conocido, un hombre de corazón noble, quien no dudó en detener su tiempo para aconsejarme y hacerme reflexionar acerca del insalubre trabajo que yo había tomado. En ese momento, tomé la decisión y no dudé en presentar la renuncia.
Recuerdo detalladamente la vez que recibí mi primera paga, estaba entusiasmada, ilusionada, ansiosa y esperanzada por ver mi recompensa... había trabajado cuatro horas por día, por solo cien pesos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario