Por culpa de esos estrechos coches japoneses
Carlos y Jorgelina bajaron las escaleras de la estación Palermo del subte con, aproximadamente, un minuto o minuto y medio de diferencia. Pasaron por el mismo molinete y enfrentaron la espera con la misma indiferencia que el resto de los pasajeros que, a esa hora de la tarde, colmaban el andén con evidentes caras de cansancio, tal como la de ellos. Al llegar la formación, por ser esta una estación importante, fue mucha la gente que se apeó, pero ambos tuvieron que apurarse para obtener un asiento ya que también fue mucha la que subió. Debieron empujar, pedir permiso, perdón y usar como ariete su maletín, él, o la mochila, ella, buscando un pequeño espacio sobre uno de esos largos asientos laterales que los coches japoneses (¿o chinos?, bah, no importa) ofrecen al usuario de los subtes porteños. Quiso el azar que, entre un obeso joven de gorrita, campera y mochila boquense y una anciana de blancos cabellos y varias bolsas del supermercado, hallaran un sitio que, gracias a un esfuerzo de la buena voluntad, trataron de usar para dos. Jorgelina miro a ambos (el boquense primero y a la anciana después) y decidió acomodarse al lado de ella, disculpando la mirada rencorosa de la señora que debió bajar al suelo un par de las cinco bolsas que abrazaba sobre su falda. Carlos, temeroso, pero también cansado, trato de achicar su humanidad para caber en el pequeño hueco restante, bajo la mirada de odio contenido del muchacho boquense que no corrió ni un centímetro su humanidad, por lo que Carlos solo pudo sentarse luego de juntar sus brazos con el maletín entre ellos, primero en el margen del asiento para luego ir corriéndose hacia el fondo a cambio de achicar su espalda y empujarse con las piernas, apretadamente unidas para no chocar con las del boquense ni con las de Jorgelina. En esto estaba cuando se produjo el primer vistazo entre él y la chica, arqueo de cejas incluido, como pedido de disculpas por rozar su cadera con la de ella.
Al arrancar el viaje, de acuerdo con las leyes de la inercia, los cuerpos, sorpresivamente, sufren un empuje hacia el lado contrario en el que viaja la formación, por lo que la anciana, Jorgelina y Carlos son empujados hacia el boquense que actúa como muro de contención gracias a la potencia de los músculos y la importancia de su peso, regalando a Carlos otra mirada de odio contenido.
Carlos y Jorgelina piden inmediatas disculpas mientras la anciana ni se inmuta, a pesar de la bolsa de naranjas que, despedida de su falda, halla reparo en el regazo de Jorgelina quien rápidamente la devuelve a su dueña.
Un par de estaciones después, ya acomodados a la situación, Jorgelina toma de su mochila unas hojas, y comienza a hacer correcciones con un grueso marcador rojo mientras Carlos, mediante algunas contorsiones, logra sacar un celular del bolsillo interior de su saco y comienza a mandar y recibir mensajes.
Poco a poco, el rostro cansado de ambos va trocando de sorpresa primero a disgusto más tarde, en tanto Jorgelina tacha y corrige una hoja tras otra y Carlos lee y responde mensajes.
-No, no es así- graba en voz baja, pero con evidente irritación.
Repentinamente, vaya a saber por qué causa, el tren subterráneo sufre una imprevista disminución en su marcha y, movidos otra vez por las leyes de la inercia, los cuerpos reciben un impulso, en esta oportunidad en la dirección de marcha de la formación, por lo que el boquense es arrojado sobre Carlos, este sobre Jorgelina y la chica sobre la anciana. Todos se disculpan prontamente (incluido el boquense), y Carlos, echando de menos su celular, lo ve sobre las piernas de Jorgelina, (que las mantiene decorosamente apretadas), justo entre las rodillas y el ruedo de su falda. Sin pensarlo lo toma, sin poder evitar rozarlas.
¿Cómo explicar lo que se produjo? Siguiendo con las leyes de la física, si dos polos opuestos se tocan, se produce un cortocircuito. Esto siente Carlos y, por un instante, se ve en un aula, un curso de adolescentes movedizos, más interesados en sus celulares y sus monerías que en la profesora que, en el frente, trata explicarles algo, sin lograrlo. Ve claramente la cara de disgusto de la joven y comprende su aflicción. Es solo un segundo. Ya está de vuelta en el vagón, en su asiento y frente al rostro de sorpresa de Jorgelina.
-P -perdón… n..no fue mi intención…-tartamudea cohibido.
-Está bien- contesta la joven, pero con una mueca admonitoria.
Un par de estaciones más allá es otra vez un arranque violento lo que provoca (ya sabemos que por la inercia) otro remesón y nuevamente la anciana cae sobre Jorgelina, esta sobre Carlos, quien a su vez es detenido por el corpachón del boquense.
-Perdón- dicen todos a una (menos el boquense), y es ahora Jorgelina la que no encuentra su marcador rojo. Busca de un lado a otro hasta que lo ve en el piso. Se agacha, estira su mano y toca, sin querer, la pantorrilla de Carlos. Esta vez es ella la que (siempre de acuerdo con la física) como en un cortocircuito, se ve rodeada de personas vociferantes: -Chorro, descuidado, mentiroso- increpando a un hombre que se defiende: -no, no es así- se lo escucha repetir.
-Perdón- alcanza a decir al levantarse, a un Carlos que la mira con curiosidad.
Al arribar a Catedral, como todo el vagón desciende, acomoda Jorgelina sus papeles y Carlos guarda el celular. Se encaminan a la salida, como en procesión, entre todos los pasajeros y, al llegar a los molinetes, el azar quiere otra vez que ambos elijan el mismo. Las manos con la sube se juntan, se rozan y, en un destello, alcanza, él, a ver una vieja y pequeña casa, un jardín, una reja en penumbras y ella, una habitación solitaria, una cama, una mesa y dos sillas.
-Perdón- dicen ambos. Es Jorgelina la que pasa primero. Al seguirla Carlos, ve caer de su mochila una carpeta con las hojas que la chica corrigiera en el viaje en subte.
-Esperá, se te cayo esto- dice Carlos tocándole el hombro
-¿Qué? ¡Ay, gracias, gracias! Que macana hubiera sido perder todas estas pruebas. -dice Jorgelina guardándolas otra vez en la mochila, a la que, esta vez, le corre el cierre.
No sé de quien nació el impulso. Tampoco sé si fue de agradecimiento o por haber entrevisto uno la realidad del otro, o algo más. Como sea: empatía u otra cosa, se entrelazaron en un fugaz, tímido pero sentido abrazo y se separaron, avergonzados, sin siquiera preguntarse los nombres.
A esta altura de la historia, solo nos resta saber si el azar los volverá a juntar en otra estación de subte, o en un bar o en una plaza. O pasaran el resto de sus vidas buscándose sin encontrarse como la Maga y Oliveira, los personajes de la novela Rayuela, de Julio Cortázar.
El tiempo lo dirá.
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